Pannonica
Hannah Rothschild
Circe, 2014
ISBN: 978-84-7765-297-7
350 páginas
19 €
Traducción de Roser Berdagué
Fran G. Matute
No creo que sea cierto eso de que todas las vidas son interesantes. Si acaso, podría decirse que de todas las vidas puede extraerse un aprendizaje, que en todas ellas hay una historia que contar. Pero el interés de éstas (concepto que además puede llegar a ser bastante subjetivo) suele venir determinado, en la mayoría de las ocasiones, por cómo de bien o mal se cuenten las cosas. La vida de Kathleen Annie Pannonica Rothschild, conocida como “la baronesa del jazz”, es por sí sola fascinante, no solo por su anormalidad sino por su significación histórica. Pero si encima esta vida se cuenta con rigor y buena prosa (excelentemente traducida, a su vez), el resultado final termina siendo como este Pannonica (2012), impecable biografía del personaje firmada por Hannah Rothschild, su sobrina-nieta.
Pannonica no solo es una biografía, es también un ‘quest’: el de Hannah, una joven documentalista integrante de esa inmensa saga que son los Rothschild (quizás la familia judía más importante del siglo XIX), que queda atrapada por los misterios que rodean a uno de sus miembros más díscolos: una tía-abuela de la que nadie parece querer hablar. El secretismo con el que en su familia se trata la historia de esa “oveja negra” la hace más atractiva si cabe, sobre todo cuando las pocas palabras que la joven Hannah es capaz de sonsacar a su círculo más cercano son “negros”, “jazz”, “drogas” y “Nueva York”.
Para los aficionados al jazz, el nombre de Pannonica no ha sido nunca ningún misterio. Ella fue una de las grandes defensoras del género, una noble excéntrica que gastó gran parte de su fortuna en apoyar un estilo de vida (y de música) muy distinto al del mundo en que se crió. Su despampanante Bentley blanco fue uno de los iconos del Manhattan de los cincuenta: rara era la noche que no se la veía salir de su flamante automóvil de lujo, embutida siempre en suntuosos abrigos de piel, camino del Five Spot o el Minton’s Playhouse. Durante más de 30 años, Nica (como se la conocía en aquellos ambientes) tuteló la carrera del genio Thelonious Monk, con quien viviría una intensa relación de amistad y mecenazgo sustentada en la más absoluta de las admiraciones. Cuando Monk publicó su obra maestra Brilliant corners (Riverside, 1957), quiso homenajearla incluyendo una composición de título inequívoco: “Pannonica”. También es bien sabido que Charlie Parker murió en su habitación de hotel, con numerosa rumorología de por medio (excelentemente gestionada en esta biografía); y ni el mismísimo Cortázar pudo resistirse al personaje, que fue retratado en “El perseguidor” (1959) como la marquesa Tica.
Que Nica fuera una celebridad en el mundo del jazz no quiere decir que para sus nuevos amigos (la mayoría músicos, la mayoría negros) su pasado no fuera toda una incógnita. Se encuentra entonces Hannah Rothschild con la difícil tarea de poner en pie una vida que parece haber sido partida en dos: los familiares que convivieron con Pannonica en sus primeros años nunca quisieron saber nada de lo que ella hacía o deshacía en Nueva York, y los que compartieron con ella las noches neoyorquinas no se atrevieron jamás a preguntar qué demonios se le había perdido por allí a esa ricachona tan estrafalaria. Y entre medias, la Segunda Guerra Mundial, con Nica alistándose en el Ejército de la Francia Libre, llegando incluso a pilotar aviones bombarderos.
Lo más interesante de Pannonica es que ofrece por primera vez la película completa, con una vocación además integradora, intentando encontrar las conexiones entre los dos mundos (‘a priori’ tan dispares) que habitó Nica, y es entonces cuando uno comprende la importancia capital que cobra aquí la figura del biógrafo. No es solo por la pasión que pone en la tarea (al fin y al cabo, Hannah está absolutamente obsesionada con su “personaje”), sino porque a la vista del hermetismo que regula las relaciones de los Rothschild nadie que no fuera de la familia podría haber relatado de forma tan vívida la terrible infancia y juventud que tuvo que padecer Nica, y que tuvieron que padecer todos los Rothschild que nacieron a principios del siglo XX.
Si los detalles de esa supuesta vida de lujo son demoledores (esa cláusula hereditaria que dictaminaba que ninguna mujer podía hacerse cargo de los negocios de la familia), no lo es menos el retrato global que se hace del clan a nivel familiar. Excéntrico, endogámico (con propensión a la esquizofrenia por culpa del exceso de consanguinidad) y, sin embargo, lleno de genios en potencia, amantes fervorosos de la naturaleza y con una capacidad innata para la archivística y el coleccionismo más enfermizo, y a pesar de tanto talento desperdigado, parecía que solo se les permitía hacer una cosa: ganar dinero.
No tiene piedad, Hannah Rothschild, a la hora de mostrarnos el retorcido y viciado funcionamiento interno de su familia: lo que desde fuera parece ser un mundo de ensueño y posibilidades, de propiedades y riquezas, desde dentro se percibe como toda una pesadilla llena de carencias afectivas. No existe un mundo más cerrado que ese, con menos perspectivas de futuro (al menos a nivel individual), pues todo se encuentra preconfigurado por unas reglas tan consolidadas que no dejan margen de maniobra a las nuevas generaciones. Ya lo cuentan esto también las hermanas Mitford, otro caso famoso de «nobles y rebeldes», que por cierto tienen su cameo en esta biografía.
Con estas dolorosas confesiones familiares no pretende Hannah Rothschild, en ningún momento, explicar la decisión de Pannonica de romper con todo, de cambiar radicalmente de vida. No, esa sería una lectura demasiado simplona. Lo que Rothschild termina apuntando en esta biografía es que cuando su tía-abuela conoció a Monk, vio en sus ojos la misma tristeza que ella había sufrido. Qué duda cabe que el mundo de Monk había sido mucho más hostil que el suyo, pero en el fondo ambos compartían la misma sensación de opresión, la misma falta de libertad. Y no quedaban ahí los paralelismos: los dos fueron unos adictos (Monk de la droga, Nica de Monk), los dos rompieron con las reglas establecidas, los dos fueron unos incomprendidos: “Nica estuvo a su lado cuando ni los críticos ni la mitad de los músicos lo entendía, pero ella sí lo entendía (…)” (p. 214). De forma que Nica, que lo único que le habían enseñado de pequeña era a cuidar de las personas, se dedicó en cuerpo y alma a ese genio de la música. Lo dio todo por él. Hasta fue a prisión por él. Quizás porque entendió que el jazz de Monk era el único lugar del mundo donde verdaderamente no había reglas, y en esas «esquinas brillantes» pudo, por fin, encontrar su tan ansiada libertad.