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‘Et inhorresco, et inardesco’

Hoguera_Cubierta

 

La hoguera pública

Robert Coover

Pálido Fuego, 2014

ISBN: 978-84-940529-9-6

639 páginas

28,90 €

Traducción de José Luis Amores

 

 

Fran G. Matute

They’re selling postcards of the hanging /  They’re painting the passports brown / The beauty parlor is filled with sailors / The circus is in town

(«Desolation Row», Bob Dylan)

En Deliberate Speed. The Origins of a Cultural Style in the American 1950s (1990), el profesor y ensayista W. T. Lhamon Jr. argumentaba que en los Estados Unidos la cultura subyacente, vista ésta como esa especie de estética del momento que se encuentra en el ambiente pero que no se manifiesta de forma consciente en los productos artísticos de la época, había dado la cara, conformando así la esencia de la actual cultura norteamericana, en tres momentos muy significativos de la Historia: en los años 30 del siglo XIX, cuando se comenzó a forjar el llamado “Renacimiento Americano”; en los años 20 del pasado siglo, en paralelo al surgimiento del jazz y el ‘Harlem Renaissance’; y, por último, a mediados de los años 50, gracias a la irrupción del postmodernismo.

Aunque defiende en su libro, en contra de lo que se suele afirmar, que el estado de perpetua crispación que se vivió en los Estados Unidos a principios de los cincuenta no fue el detonante de la citada eclosión cultural, Lhamon Jr. no puede dejar de resaltar que la Guerra Fría tuvo un impacto enorme en las estéticas de esa década. Son también los años del McCarthysmo y la Guerra de Corea, y la sensación de amenaza y el extrañamiento estaban a la orden del día. Cita, como ejemplo de esta tendencia, el célebre comienzo de la novela La campana de cristal (1963) de Sylvia Plath, que transcurre en esos años: “Era un verano extraño, sofocante, el verano en que electrocutaron a los Rosenberg y yo no sabía qué estaba haciendo en Nueva York.

El caso de Julius y Ethel Rosenberg, un matrimonio judío declarado culpable de espionaje (sobre la base de unas pruebas de escasa consistencia), de haber filtrado a los rusos información muy relevante acerca de la construcción de la bomba atómica, y ejecutado por este motivo en la silla eléctrica en 1953, no es desde luego una nota a pie de página dentro de la historia reciente de los Estados Unidos pero es justo reconocer que el tiempo y alguna que otra revelación posterior (no todo era tan inocente como se pretendía) lo han relegado a un deshonroso segundo plano en esto de la memoria colectiva. En 1971, el cronista no oficial de Norteamérica, E. L. Doctorow, publicó su afamado El libro de Daniel, que documentaba desde la ficción la suerte de estas dos supuestas cabezas de turco. Y en 1977, un atrevido Robert Coover se enfrentó a la infamia de lleno, no dejando títere con cabeza, en ese glorioso y esperpéntico exceso que ha resultado ser La hoguera pública.

Pocas novelas transmiten mejor que ésta el estado de esquizofrenia paranoica que se vivió, a todos los niveles, en la Norteamérica de principios de los cincuenta. Estamos en 1953 y se acaba de estrenar Solo ante el peligro de Fred Zinneman, la película conservadora por antonomasia. El año empieza con el cadáver de Hank Williams en el asiento trasero de su Cadillac. El 7 de enero se anuncia al mundo que los Estados Unidos han fabricado la bomba de hidrógeno. El 20 de ese mes, Dwight D. Eisenhower es elegido presidente de la nación, sucediendo a Harry S. Truman. Una de las primeras decisiones de este nuevo mandato es la denegación del perdón a los Rosenberg, programándose su ejecución para el 18 de junio de ese año, fecha que coincide con el aniversario de bodas del matrimonio. Un día antes de la fatídica fecha, el magistrado del Tribunal Supremo William O. Douglas decide, mediante voto particular, paralizar el proceso bajo la sospecha de que no todas las evidencias han sido valoradas correctamente en el juicio, haciendo saltar todas las alarmas internacionales y obligando a retrasar la ejecución un día. Lo que novela Coover en La hoguera pública son los sucesos frenéticos que ocurrieron en esos tres días de locos, del 17 al 19 de junio de 1953. Pero, lógicamente, está contando mucho más.

Con su electrizante prosa, Coover disecciona a toda una nación: desde el funcionamiento interno de sus más altas instituciones a la mismísima Democracia que rige, junto a la Religión (ese inexpugnable aliado del poder que todo lo contamina), los designios de un país que sueña con volver a “experimentar una vez más el calor polvoriento de un apacible día de verano en la pradera, la emoción de oír el desfile del Circo C. W. Parker bajando por la calle mayor, (…) e incluso el antiguo escozor de una vara de nogal en las posaderas” (p. 199). Es la América de Horatio Alger, el escritor que mejor encarnó en sus obras infantiles el espíritu del Sueño Americano. Es la América que dirige con firmeza el Tío Sam, probablemente el verdadero protagonista de La hoguera pública, que se deja ver por sus páginas ataviado con su levita y el sombrero de copa tachonado de barras y estrellas convertido en una especie de superhéroe inculto y cateto. Y desde su omnisciencia, hará todo lo que esté en su mano para frenar a su archienemigo el Fantasma, capaz de tomar las más diabólicas formas (¡incluso la de taxista!) en su empeño por inocular el virus del Comunismo en todo el mundo occidental. La revista TIME, por su parte, encarna en esta pantomima al Poeta Laureado, al servicio de la “tierra de los valientes”, con el encargo divino de cantar al mundo sus alabanzas… y, de esta forma, el relato historicista que Coover toma como punto de partida va transformándose en un sainete pesadillesco que sobre todo padecerá en sus carnes el mismísimo vicepresidente de la nación, que por aquel entonces resultaba ser un tal Richard M. Nixon.

INTERMEZZO: No recuerdo en qué año fue pero ya estábamos talluditos. Se acercaba el infame Día de la Paz y el profesor de turno nos propuso celebrarlo en clase realizando una pequeña semblanza de nuestros “personajes de la paz” favoritos. Sí que recuerdo, en cambio, con nitidez extrema, que yo me agencié reivindicar el famoso festival hippie de Woodstock: tres días de paz, amor y música. ¿Qué más se podía pedir? No todos los compañeros lo tuvieron tan claro como yo. Recuerdo igualmente a una alumna que, perdida entre la maraña de posibilidades, cometió el craso error de preguntarme, a mí y a un amigo (insigne estadista, por otro lado), que sobre quién podía hacer el trabajo, que estaba bloqueada, que todos los grandes nombres (Gandhi, Lennon…) ya estaban cogidos… Servidor, ni corto ni perezoso, dijo en tono más que irónico: “Hazlo sobre Nixon”. Y ahí quedó la conversación hasta que el día de marras nos empezamos todos a subir al estrado a reivindicar la Paz Mundial. Nunca podré olvidar la cara de esa chiquilla, agarrada a sus temblorosos papeles, confesando ante toda la clase que el personaje que había seleccionado no era otro que Richard Nixon. Las risas atravesaron el aula con la misma rapidez que las lágrimas le inundaron los ojos. El profesor, estupefacto, le preguntó a la chiquilla que por qué había elegido a Nixon, que en qué se basaba su elección, y ella, toda rastrera, se me quedó señalando con el dedo sin piedad.

Esta historia que aquí cuento, tan verídica como las ejecuciones de los Rosenberg, sirve, más que nada, para constatar que la figura de Nixon ha pasado a la Historia como el eterno malo de la película. Nixon es el gran mentiroso, el traidor, el hombre sin escrúpulos. “Tricky Dicky”, le llamaban entonces. El escándalo del Watergate, en 1975, se lo llevó por delante. Fue el primer Presidente de los Estados Unidos que dimitió (el único hasta la fecha). Fue el primero que reconoció ante la población que les había engañado descaradamente. Destaco esto porque creo que hay que tener en cuenta el momento en el que se escribió La hoguera pública para intentar comprender mejor la lectura que Coover hace en ella de este personaje. A pesar de que fue en 1977, el mismo año en que se publicó la novela, cuando se celebraron y retransmitieron las célebres entrevistas con David Frost, donde tras un largo período apartado de los focos se pudo ver de nuevo a un Nixon más cercano, el de Coover debió de ser de los primeros retratos humanos que se hicieron del expresidente tras su deshonrosa salida del cargo. Eso sí, ¡menuda “humanización”!

Resulta más que comprensible que los editores de Coover temieran todo tipo de presiones tras la publicación de esta novela (es más, creo firmemente que si hoy se pretendiera publicar algo similar no vería nunca la luz), porque el Nixon que aparece por sus páginas es absolutamente repugnante, sobre todo cuando lo vemos perderse en sus ensoñaciones intentando «paralelizar» las vidas de los Rosenberg, sus infancias y sus anhelos, con la suya propia, en un ejercicio grotesco hasta la extenuación. Hay un amago de entender a las víctimas pero en el fondo es todo una excusa para justificarse. Y a través de este Nixon tan execrable, Coover consigue que veamos la película desde una perspectiva completamente diferente. Más sugerente, más obscena, más brillante. Sumergidos en sus pensamientos, sufrimos junto al monstruo a la vez que nos compadecemos del pelele, porque el Nixon de Coover es cierto que da mucha grima, sobre todo por sus mecanismos mentales, pero son precisamente esas imperfecciones del alma las que nos harán sentir por él una extraña y triste empatía. No debe extrañarnos que, al lector, el puntazo final de la novela le duela casi tanto como al personaje.

Y así, alternando capítulos en los que el Tío Sam es el rey de la fiesta (de la fiesta de las ejecuciones) con aquellos en los que Nixon, en primerísima persona, hace de perro faldero con sentimientos, Coover va y viene, sube y baja, te monta una obra de teatro, te hace un número de los Hermanos Marx, te canta, te recita y te baila, y convierte Times Square en un circo de los de antaño (con la silla eléctrica como principal atracción), transformando el drama en un espectáculo de variedades que es en el fondo lo que mejor sabe hacer su país. Hilarante, adictiva, vibrante, decadente, pantagruélica… «et inhorresco, et inardesco«, en palabras de San Agustín. Una obra maestra.

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