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Falacias intencionales

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Aspectos de Wagner

Bryan Magee

Acantilado, 2013

ISBN: 978-84-15689-49-2

121 páginas

12 €

Traducción de Francisco López Martín

 

 

Coradino Vega

Lo malo de los aniversarios es que uno acaba aborreciéndolos por saturación. Lo bueno, si se sucumbe, es que a veces descubrimos lo que no descubriríamos de otro modo y que incluso, en alguna ocasión, alguien repara con retraso una injusticia hasta ese momento olvidada. Es de imaginar que el bicentenario del nacimiento de Wagner tendría que ver, pero en cualquier caso este libro de Bryan Magee parecía destinado, tarde o temprano,  a figurar junto a los que de Ramón Andrés, Furtwängler  o Brendel ha publicado en su activismo musical Jaume Vallcorba. Uno no ama la música clásica porque le guste que le guste la alta distinción cultural, por erudición museística o para conseguir un sello de inteligencia homologada. Uno ama la música clásica porque encuentra en ella lo que es, lo que siente, lo que acaba de descubrir que formaba parte de la vida; porque al escucharla comprende mejor la literatura de una época, el oficio de cualquier arte y establece un diálogo con múltiples planos al mismo tiempo: una conversación como si esa música hubiese sido compuesta justo en este instante. Para quienes aman la música clásica así, la traducción al castellano de Aspectos de Wagner, originalmente editado en 1968 (aunque revisado y ampliado veinte años más tarde), es un motivo de gratitud y de júbilo. No hace falta ser un entendido. Incluso los que nunca se hayan acercado a Wagner, o lo hayan hecho y salido repelidos con más o menos razón, encontrarán en él un buen acicate para la sugerente tarea de discutir con sus propios prejuicios. 

Porque Wagner es un artista de contrastes, una de esas personalidades que no deja indiferente: o se le adora o se le detesta de forma radical. Y la mayor virtud del libro de Magee reside en los matices. Puede que no haya habido un creador que haya escrito más sobre la materia que le ocupa sin revelar a la vez casi nada de lo que tiene importancia. En el parón de seis años que va de Lohengrin a la primera entrega de El anillo del nibelungo, Wagner teorizó de manera grafómana y egotista sobre lo divino y lo humano en tratados como La obra de arte del futuro u Ópera y drama, con un lenguaje aún más afectado y artificial que el de sus libretos más intrincados, y con una propensión a la vaporosidad insoportable. “Debo decir que siento simpatía por cualquiera que desee eludir la prosa del compositor”, escribe Bryan Magee. “Wagner escribe como un autodidacta, con expresiones floridas, un vocabulario pensado para impresionar, abstracciones innecesarias y estructuras gramaticales rebuscadas.” Pero por mucho que pretendiera lo contrario, si uno escucha por ejemplo con atención Tristán e Isolda, puede comprender que son las teorías las que derivan de sus óperas y no al contrario. Claro que para eso hay que armarse de paciencia, tiempo, capacidad de aislamiento mental y asombro, e incluso de esfuerzo físico; es decir, de todo lo que resulta más difícil lograr hoy día. ¿Merece la pena el sacrificio?

Wagner sentía idéntica repugnancia por el cristianismo, el industrialismo, la burguesía y la ópera italiana. Desde su megalomanía grandilocuente, consideraba que la humanidad alcanzó su culmen creativo con la tragedia griega por distintos motivos: por combinar todas las artes al mismo tiempo —poesía, teatro, vestuario, mimo, música instrumental, baile, canto—; porque su tema fundamental, el mito, iluminaba en términos universales la realidad última de la experiencia humana, esto eso, la que por lo visto sólo sucede en el corazón y en el alma; porque su interpretación adquiría un significado religioso, entendiendo “religioso” como “puramente humano”; y porque toda la comunidad tomaba parte en ella. A eso aspiraba Wagner. Esa era la vía para regenerar un arte cuya degradación, según él, comenzó con la alienación del hombre a base de represión y culpa impuesta por el cristianismo, y que tocó fondo en el siglo XIX al convertirse en mero divertimento para negociantes cansados y sus señoras. Pero no se trataba sólo de regresar a la tragedia griega, sino de hallar una forma novedosa y superior que vinculara los posteriores logros de Shakespeare y Beethoven. El “drama musical”, como pasó a denominar a sus propias creaciones, contaba con la capacidad de expresar la realidad interior en toda su plenitud sin las limitaciones del lenguaje. Su antipático concepto de ‘gesamtkunswerk’, de obra de arte total, debía prescindir de los aspectos externos del argumento reduciendo al mínimo las relaciones sociales. El mito trataba de situaciones arquetípicas, de los dramas más íntimos de la psique, y su validez sobrepasaba cualquier coyuntura de espacio y tiempo. Su objetivo era deshacer el oxímoron que habita en la “emocionalización del intelecto”. El resultado fue una red sinfónica de una plasticidad infinita, una forma de asistir al teatro y de representar ópera que ha perdurado hasta hoy día, pero que en ningún caso logró su principal propósito: restablecer la disociada unión entre la masa del pueblo y el arte. Se antepuso a Freud medio siglo al advertir que “sólo tenemos que interpretar el mito de Edipo de una manera fiel a su significado esencial para obtener a partir de él una imagen coherente de toda la historia de la humanidad”. Pero precisamente por eso sus dramas musicales han atraído siempre más a seres escindidos, automarginados de la sociedad, a los amantes de la inquietud y la incomodidad psicológica, a los aficionados al solipsismo que piensan que la realidad se encuentra en la cabeza y no en el mundo exterior, que se sienten imantados por el lado oscuro de la vida, que sostienen que las cosas actúan sobre las personas y no viceversa. Su música fascina casi tanto como puede resultar tóxica. “Estar en contacto con lo más profundo de uno mismo”, dice Magee, “puede ser una experiencia portentosamente rica y satisfactoria para unos, pero repulsiva para otros”. El primer tenor que interpretó Tristán e Isolda murió a los veintinueve años pocos días después del estreno presa del delirio.

Como escribió en su día alguien en The Times Literary Supplement, lo que más llama la atención del libro de Magee son dos virtudes de las que carecía Wagner: la brevedad y la lucidez. A ellas habría que añadir esa claridad expositiva, traspasada por una ironía casi imperceptible, que dota a los ensayos de ciertos autores británicos de una capacidad inimitable de trasmitir el conocimiento con ecuanimidad y alegría. Tras resumirnos en qué consiste la teoría wagneriana, Magee pasa a ocuparse de una cuestión tan cara a las apropiaciones, más o menos justificadas, del legado de Wagner: por qué los judíos no crearon nada de máximo nivel desde la Antigüedad hasta el siglo XIX, y por qué a partir de entonces hubo tal asombrosa cosecha de logros. En su análisis de las razones del culto profesado a Wagner, rayano en la idolatría, pesan sin embargo mucho los argumentos junguianos para demostrar que las implicaciones de El anillo son completamente opuestas al fascismo, a pesar de la ira y la destrucción que hay en ellas; o que los primeros en quedar hechizados son los que, como Nietzsche, se asustan luego más y reaccionan con mayor virulencia. El capítulo dedicado a la influencia de Wagner hace un repaso ameno y enumerativo a los artistas, no sólo músicos, fascinados por su obra: desde T.S. Eliot a James Joyce, desde los simbolistas franceses hasta Zola, desde Baudelaire hasta los pintores impresionistas, sin olvidarse de ese artista frustrado que fue Hitler. Algunos, como Auden, mostraron su apasionada adhesión limitándose a afirmar que Wagner “tal vez” fue “el mayor genio que haya existido nunca”. Otros, como Proust o Mann,  interiorizaron mejor su mérito a la hora de transmitir los estados más hondos de la conciencia y las impresiones sensoriales del mundo. Pero de lo que no cabe duda, según Magee, es que “Wagner ha influido más que cualquier otro artista en la cultura de nuestra época”.

¿Por qué? Por mucho que teorizara en sus escritos sobre la obra de arte total y la ópera del futuro, el mismo Wagner fue flexibilizando sus principios y, tras descubrir la filosofía de Schopenhauer, reconoció que en su juventud había desarrollado una perspectiva demasiado intelectualizada y racionalista, enfrentada con lo que acontecía en el plano inconsciente, intuitivo y emocional de su personalidad. De entre todas las manifestaciones, descubrió, la música era la única voz de la naturaleza interior de las cosas en el mundo. De ahí que Magee nos advierta de que no caigamos en su propia “falacia intencional” a la hora de valorarlo: del mismo modo que Chéjov pensaba que escribía farsas o que Miguel Ángel no se veía como pintor, Wagner sería prácticamente desconocido en la actualidad de no ser por su música. Y aunque ni siquiera la música sea inocente, sobran los ríos de tinta vertidos sobre Wagner y el nazismo, su antisemitismo, Wagner y el nacionalismo alemán, Wagner y Freud, Wagner y la sexualidad o incluso Wagner y el vegetarianismo. Porque de lo único que no supo escribir el propio Wagner, a pesar de su interés obsesivo por la autoexplicación y las autojustificaciones, fue de dónde provenía su poder especial para conmover e incluso perturbar a quien todavía escucha su música. Nos podrá repeler el torrente ególatra de su carácter a tenor de cómo lo describió Liszt; el hombre que, como recuerda Luis Gago, antepuso todo a la pervivencia de sus ideas y no hizo nunca ascos a maquinaciones, mentiras o subterfugios para conseguir sus propósitos (algo que, por ejemplo, lo sitúa en las antípodas de Verdi, su compañero de efeméride); pero su música fluía hasta su pluma, impresionante, desde planos más profundos que cualquier otra cosa que pudieran verbalizar ni él ni nadie. Se ha hablado mucho de su grandeza como compositor en relación con la orquestación y la armonía. Y sin embargo, cuando uno escucha el prodigioso disco que grabó Uri Caine en 1997 en Venecia, con un pequeño conjunto de cuerda, acordeón y piano, descubre que lo que sigue emocionando al público que aplaude al final de cada interpretación, con las campanas de la ciudad sonando sobre el murmullo, es la melodía. ¿Qué importancia tiene entonces que Wagner fuera un tipo odioso?, ¿que las valquirias parezcan sacadas de un libro de Tolkien o de La guerra de las galaxias?, ¿que su nuera se sintiera atraída por Hitler hasta el deliquio y convirtiese Bayreuth en un centro de propaganda?

La ampliación añadida por Bryan Magee en 1988 versa sobre los excesos escenográficos a los que también dieron pie las prescripciones de Wagner. “Él es en sí mismo la licencia para que hoy hagamos obras nuevas”, dice Peter Sellars, cuya puesta en escena de Tristán e Isolda acaba de representarse en el Teatro Real de Madrid, y en cuyo primer acto la vídeo-instalación de Bill Viola distrae tanto de la música. En junio, el Maestranza de Sevilla cerrará su anillo con Carlus Padrissa, de La Fura dels Baus, como director de escena en El ocaso de los dioses diseñado para el Palau de Valencia que entusiasmó vía DVD al mismísimo Bayreuth (ya puede ir ahorrando el patronato para la factura eléctrica). Sea como sea, Wagner está más vivo que nunca. ¿La razón? Quizás no sea expresable con palabras, pero de lo que no me cabe duda es que, en su caso, vencer la pereza merece la pena.

admin

3 comentarios

  1. Pues ‘El ocaso’ de Sevilla ha sido formidable, con un equilibrio entre partitura, puesta en escena e interpretación maravilloso; con una dirección musical impresionante, una ROSS que cada vez toca mejor y unos cantantes estupendos. Después de un final tan emocionante y apoteósico, a uno sólo le queda dar la enhorabuena (y las gracias) a Padrissa y a Pedro Halffter.

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