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Fantasear para no enmudecer

Un mundo al revésCAROLINA LEÓN | ¿Quién no ha cantado de pequeño aquello de “Vamos a ver cómo es / un mundo del revés”? Pero ¿quién se ha dado la molestia de inventarlo, de detallar lo que sucede si le damos la vuelta a lo dado y conocido? ¿Para qué nos molestaríamos en imaginar, y dar forma a cada engranaje de ese mundo, uno que resultaría en otra configuración tan arbitraria como la que nos sostiene sobre las piernas?

Para Rudolf Arnheim, a tenor de la información ofrecida en el epílogo que acompaña a su publicación, escribir Un mundo al revés fue un ejercicio de inversión necesaria, de algún modo espoleado por las circunstancias, apartado de la vida activa. Crítico de arte, teórico de la imagen, psicólogo de la gestalt, el autor judío-alemán es conocido sobre todo por Arte y percepción visual. Psicología del ojo creador, pero también por su larguísima obra en torno a la estética. La “novela fantástica” que aquí nos ocupa fue su única incursión en la ficción, y se trata de un libro extraño, una distopía poco conocida, sin lectura política, cuyo argumento es simple y llanamente darle la vuelta al mundo como un calcetín. La novela ni siquiera es reconocida como parte de la bibliografía del autor en Wikipedia, aunque perdérsela es una pena.

La confección de la novela tuvo lugar entre 1936 y 1940, después de haber vivido en Italia, tener que marcharse por ser perseguido por judío a cuenta de Musolini, y recalar en Inglaterra con un visado que le impedía dedicarse a actividades remuneradas; gracias a no poder ganar dinero, tuvo el tiempo para fantasear, confiesa el autor. El protagonista de Un mundo al revés es un viajero que narra su llegada a otro país en tren, y encuentra un mundo que vive en las horas nocturnas, con personas que van desnudas y tapan el rostro con máscara, todas y cada una llevando un farolillo al cuello y un distintivo colgado con una letra.

Los edificios en los que viven se van construyendo sobre la marcha y se amoldan a sus habitantes, los transportes públicos están ideados para llegar tarde y retrasar siempre la maquinaria productiva, los periódicos están escritos acumulando perspectivas diversas y cuestionando los hechos desde distintos ángulos, las mujeres deciden con quién viven (con quiénes) y desechan esposos que, una vez usados, pierden su valor de uso. Los padres no educan a los hijos, sino al revés y el divertimento social parecido al cine ofrece panorámicas de las vidas cotidianas de habitantes del país. El viajero se ve obligado a ir adaptándose a los modos de uso, a perder la iniciativa, a dejarse llevar por el marasmo. Algunas de esas líneas de inversión están apenas apuntadas, y no a todas se les saca rendimiento literario (como al hecho de que los géneros estén dados la vuelta, apenas en esbozo). Pero hay un par de inversiones más suculentas.

Los distintivos con letra que llevan los habitantes del país recorren todo el alfabeto, y marcan las clases sociales. Las clases altas son las últimas letras, no trabajan ni tienen permitido ningún esfuerzo físico, viven sobre parihuelas desde donde se descuelgan sus carnes, ven crecer a sus niños obesos, están “oprimidos” por sus criados que no les dejan mover un dedo; las bajas, mientras tanto, acumulan todo el trabajo físico y organizan la sociedad a su antojo. Tienen el privilegio de la alimentación y de poder caminar en sus trayectos, y vigilan muy de cerca a las clases medias, que desean despojarse de sus riquezas, descender en la escala, contar con algo que hacer para sentirse útiles.

Mientras, el trasvase de una clase a otra es simplemente imposible: todos están vigilados por todos. La policía es cualquiera. En todo momento, cualquiera puede amonestar a un ciudadano de clase R que se atreve a caminar por la calle, cualquiera puede sancionar a una ciudadana que se está sirviendo complementos alimenticios (comida más parecida a comida) reservados a las clases bajas o intentando “trabajar”. Los vecinos intentan deshacerse de posesiones endilgándoselas a los del piso de abajo o al lado, con tal de tener menos y ser más.

¿Sin lectura política, dije? Con un poco de paciencia, hay que llegar al penúltimo capítulo, donde la reina, una pordiosera, da una conferencia a la multitud de sus súbditos, y sus agentes del orden tratan de recrear una fantasía de igualdad. Creo que la intención del autor era precisamente escribir una fábula de inversión física, que le sirviera para encontrar un absurdo tan coherente en su absurdo como los tiempos que le tocaban vivir. Dedicarse a la fábula inversa para ir todo lo lejos que pudiera en escapar de sus circunstancias sin perder la voz, la capacidad de nombrar, la apuesta por el uso de sus facultades intelectuales. Como explica aquí a posteriori: “Los acontecimientos de los últimos años me habían desconcertado y herido. Formaban parte de la gran catástrofe, de inconcebibles devastaciones y suplicios. No obstante, lo acaecido no entraba para mí en el concepto de lo trágico que el habla cotidiana es tan proclive a aplicar a cualquier pena y dolor. Lo trágico en sentido estricto yo solo lo veía donde el intelecto humano fracasaba, en pleno uso de sus facultades más sublimes, por una disonancia de la armonía universal. Lo trágico era infrecuente. Todo lo demás que, por estupidez, debilidad o fanatismo, causaba daño a la humanidad entraba en el reino de la comedia”.

Las situaciones y pasajes de esta novela fantástica solo funcionan si el lector se deja llevar por ellas, si se deja envolver en el calcetín del revés, y si se absorbe en el relato sin intentar encontrarles un sentido, una denuncia, una parábola política, y si se deja llevar por el humor algo tristón de las situaciones descritas. Aunque detrás de su minuciosa fantasía se encuentran, casi sin querer, pistas de lo que puede ser un mundo invertido en el que hasta los fanatismos se han dado la vuelta y se muestran, del derecho o del revés, igualmente absurdos. Como dicen al final de la novela: «- Nunca más quiero volver al otro mundo -dije. -¿Al otro mundo?- preguntó-: ¿Al mío… o al tuyo?»

Un mundo al revés. Novela fantástica (Pepitas, 2017) | Rudolf Arnheim | 264 páginas | 20,80 euros | Traducción de Richard Gross

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