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Fargo

9788416465293_L38_04_xREBECA GARCÍA NIETO | Personalmente, me resulta bastante complicado pensar en Fargo sin que se me quede la mente en blanco. Cuando lo hago, un paisaje nevado, sustraído seguramente de la peli de los Coen, ocupa mi cabeza de inmediato. Luego el muñeco de nieve y los carámbanos que protagonizan algunos relatos de William H. Gass acuden enseguida a adornarlo. Hasta que recuerdo algo que decía Menchu Gutiérrez en Decir la nieve: la nieve es una “lenta colonización del espacio (…) La nieve borra una realidad e instaura otra” y pienso que tiene que haber otro Fargo debajo. De esa otra realidad, de ese espacio colonizado, que históricamente era parte del territorio Sioux, hablan estos magníficos relatos de Louise Erdrich, nacida, como Gass, en Fargo, Dakota del Norte.

Confieso que no sabía mucho de cómo viven los nativos americanos en la actualidad hasta que leí La casa redonda, novela con la que Erdrich ganó el National Book Award en 2012. En los relatos recogidos en esta antología, aparecen también indios (o nativos americanos, si lo prefieren), pero que nadie espere encontrar individuos con plumas en la cabeza gritando “Gerónimo”… Aquí los indios, quién se lo iba a decir, son alistados en el Ejército de los Estados Unidos (el equivalente moderno del Séptimo de Caballería). Eso es lo que le sucede a Stephan en «El descapotable rojo», relato que da título al volumen, cuya risa, al volver a casa tras su paso por el Ejército, parece “el sonido de un hombre ahogándose” y tiene que aferrarse con fuerza a los brazos del sillón porque tiene miedo de salir volando como un cohete al ver la tele en color que han instalado en el salón durante su ausencia.

No, ya no quedan indios de verdad, como los de antes, se nos dice en «El mejor pescador del mundo». En este relato, Eli es el último hombre de la reserva capaz de cazar un ciervo con una trampa. Cuando Eli le pregunta a su sobrino qué fue lo primero que atrapó, éste le contesta: “Un vietnamita de mierda”… Y las mujeres indias, afortunadamente, tampoco son lo que eran. En «Anna», una mujer entrada en años protagoniza un triángulo amoroso con dos hermanos causando una gran conmoción en la reserva: “Era como si, al hacerlo, ella trastocara una dimensión básica del orden de las apariencias siempre precarias en nuestra reserva. Quizá fuese la convicción un tanto decrépita de que solo los jóvenes habían de derribar las cosas”.

Además, los indios que protagonizan algunos relatos parecen criticar la imagen que el cine ha dado de ellos: unas niñas juegan a ahorcar a otra porque lo han visto en las pelis; en «El salto del guerrero», un joven, Nector, marcha hacia al oeste pensando que en Hollywood no le faltará trabajo. El problema es que Nector no sólo se encuentra con un trabajo monótono como pocos (“Llévate las manos al pecho y cáete del caballo (…) Eso era todo. En el cine, el papel de los indios se reducía a morir”), sino que, después de su trato con los blancos, llega a la conclusión de que para el resto del mundo: “El único indio interesante es un indio muerto o el que está a punto de morir tras caerse hacia atrás del lomo de su caballo”. Louise Erdrich escribe tan bien que puede permitirse el lujo de escribir una frase tan dura como ésta y provocar una sonrisa en la persona que la lee. Uno de los personajes del libro dice que le es muy difícil mantener el sentido del humor de sus ancestros en las circunstancias modernas; sin embargo, no hay duda de que Erdrich, descendiente de la tribu ojibwe, lo consigue. No deja de ser curioso que los críticos calificasen su primera novela, Filtro de amor, de “devastadora”, mientras que los propios nativos la considerasen “muy divertida”. Gracias a su fino sentido del humor, Erdrich lanza flechas con la misma precisión que sus antepasados y el lector las recibe con una sonrisa en los labios, como si fuese el mismísimo Cupido el que las hubiera disparado… Así, en «Básculas», encontramos a una mujer capaz de transformar una tarea tan pacífica como el tejer en algo perverso: “Tejía con saña (…) apretando cada punto de tal manera que, una vez terminadas, las diminutas prendas se sostenían de pie solas como trajes de cota de malla en miniatura” o, en «Santa Marie», una india de alma católica que aspira a la santidad (“Jamás pensaron que ninguna chica de esta reserva pudiera ser una santa ante la que tendrían que arrodillarse”) reza con tanto ahínco que cree que se le ha roto algún engranaje en la cabeza con tanto rezo.

Pero no todo son risas, claro. La colección incluye también relatos terriblemente bellos, o mejor dicho, escenas de una belleza terrible, «rilkeana», podríamos decir. En «Historia de los Puyat», Erdich cuenta cómo, tras una cacería, los bisontes superviviente permanecieron junto a sus muertos desmembrados como si los estuvieran velando. Y en «La leche paterna», tras participar en una terrible matanza, un soldado se hace cargo de un bebé (“Acunó al bebé, entonó obscenas canciones de regimiento, después conocidos himnos religiosos y, al final, recordó las nanas de su propia madre”), mientras que la madre de la niña tiene que partirse en dos para seguir existiendo: una parte miraba al horizonte en busca de su hija y la otra tuvo que quedarse en el poblado moliendo arroz o elaborando azúcar de arce.

Dice Erdrich en el prólogo del libro que algunos de sus relatos nunca terminan, son como semillas que se las arreglan para abrirse paso en sus novelas. Un ejemplo de estos “textos germinales” que brotan en otros textos lo encontramos en la serie de cuentos entrelazados que protagonizan los hermanos Karl y Mary Lavelle, “una suma y una resta”, que llegaron a Argus en un tren de mercancías una fría mañana de invierno. A lo largo de varios relatos sucesivos, Erdrich va narrando su historia a través de los ojos de otros personajes cuyas vidas se entrecruzan, sumándose, o restándose, los unos a los otros. Kafka decía que un libro debe ser el hacha que rompe el mar de hielo que llevamos dentro, y esta excelente colección de relatos ha entrado en el paisaje nevado que ocupaba mi cabeza como un rompehielos, dejando entrever otro paisaje del Medio Oeste por el que también da gusto perderse. Pocas veces he disfrutado tanto con un libro de relatos. Como escribe la propia Erdrich: “Resultaba relajante, todo un bálsamo, poder dejar que mi mente vagara por el misterio del horizonte donde el cielo se une con la tierra. Ahora aquella línea y su mentira me inquietan. El cielo y la tierra se tocan por todas partes y en ninguna parte, al igual que el sexo entre dos desconocidos.”

El descapotable rojo y otras historias (Siruela, 2016), de Louise Erdrich | 516 páginas | 29,95 € | Traducción de Susana de la Higuera Glynne-Jones

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