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Fiebre bajo cero

CUADERNOS DE RUSIA

Cuadernos de Rusia. Diario 1941-1942

Dionisio Ridruejo

Fórcola, 2013

ISBN: 978-84-15174-76-9

448 páginas

24,50 €

Edición de Xosé M. Núñez Seixas

Prólogo de Jordi Gracia

 

 

Antonio Rivero Taravillo

Alfredo Valenzuela, que los había leído, no cesaba de ponderarlos. Ahora acaban de ser recuperados por Fórcola en edición de Xosé M. Núñez Seixas y prologados por Jordi Gracia estos Cuadernos de Rusia. Diario 1941-1942 de Dionisio Ridruejo. Lo digo ya de antemano: el bueno de Valenzuela se quedó corto. Se suman así a las recientes biografías del autor y a la novación de sus Casi unas memorias al calor del centenario de su nacimiento (en 1912). Con tono más épico y melodramático, las vicisitudes de otros que experimentaron la misma campaña se hallan también en la última novela de Juan Manuel de Prada: Me hallará la muerte.

Los datos históricos son como sigue: en 1941, la España de Franco aparejó una división de voluntarios, en su mayor parte falangistas, para luchar al lado de los alemanes en el frente del Este. Era una operación compleja, diseñada a varias bandas, que de un lado trataba de complacer a Hitler sin mostrar beligerancia oficial contra sus enemigos occidentales (de ahí el carácter de fuerza voluntaria), y de otro hacer que los más aguerridos camisas azules se desfogaran en el patio de recreo de Rusia para que, chicos díscolos, no rompieran la vajilla en casa. No hay que olvidar que la Falange había sido absorbida en 1937 en un ente híbrido que la arracimó con la Comunión Tradicionalista perdiendo unos y otros sus rasgos de identidad y que esto, si algunos lo aceptaron en el contexto del esfuerzo bélico para ganar la Guerra Civil, no dejaba de ser una monstruosidad (como un centauro de boina roja y camisa azul o, por rendir homenaje a Cunqueiro, cercano al falangismo un día, una sirena de añil cola y rostro ruborizado). A este ser irreal se opusieron, entre otros, el segundo jefe nacional de Falange Española de las JONS, Manuel Hedilla (con el resultado de una condena de muerte conmutada). Casi cinco decenas de miles de hombres integraron en total la División, sumando los refuerzos. Fueron numerosísimas las bajas entre muertos, heridos y prisioneros de guerra.

Ridruejo fue militante del partido que creó José Antonio Primo de Rivera y colaboró con algún verso en su himno, el Cara al sol. Escaló importantes posiciones en el llamado Movimiento y, sin embargo, decidió marchar a la División Azul, la 250 para el incontable Ejército alemán, como soldado raso (aunque se aprecia que, ya fuera por su débil constitución física, ya por su prestigio y posición políticas, recibió un trato de favor, especialmente patente en la evacuación a Berlín en condiciones podríamos decir que privilegiadas, si bien no creo que muchos envidien ingresar en un hospital pesando solo 39 kilos ). En cualquier caso, como el resto de sus camaradas tuvo que cortar, para comer y beber, con un hacha trozos de carne y barras de vino helados.

Curiosamente en tan señalado político (o no tanto, porque el furor ya se había atemperado), en los diarios que llevó Ridruejo durante la contienda, que no se publicaron durante su vida, y que revisó el año 43 en su confinamiento en Ronda tras alejarse del Régimen, está ausente “la plaga de la propaganda”, como él la llama, la retórica encendida que en España él mismo confiesa que ha llegado a ser asfixiante y halla, con bochorno que llega hasta Lituania, en unos periódicos atrasados que arriban de la patria. Y hagamos aquí una matización sobre el belicismo. Sería una falsedad decir que el escritor y sus camaradas fueron unos pacifistas cuando actuaron justamente al contrario, pero no se ve en estas páginas la bravuconería que desde el Miles gloriosus de Plauto para acá tiñe al soldado, a menudo con tonos ridículos cuando no con laureles espurios. Aquí hay unos hombres que hacen lo que creen que tienen que hacer, y punto, pero no se hallará fanatismo ni regodeo en la violencia.

Este es el ánimo de Ridruejo en julio de 1941 cuando se embarca en esta aventura, resumido en una palabra cuya sombra planea sobre varias insatisfacciones: “Decepción. Insuficiencia de mi tarea política (que nada puede); poquedad de mi obra literaria, adulada por otros pero nada satisfactoria para mí; atasco de otras muchas direcciones de mi vida…” Antes de que acabe el mes reconoce que, atendiendo a razones prácticas, los divisionarios son el precio que España tiene que pagar por la neutralidad. Y añade: “Lo que también nos desazona porque la mayor parte de nosotros no somos partidarios de esa neutralidad o al menos estamos pesarosos de saber que es forzosa.”

El autor gusta de anotar paradojas, como cuando describe a un compañero de armas como “jocosamente serio” y poseedor de “un humor de perros de mucho efecto cómico”. O como cuando dice que su madrina de guerra (la condesa de Mayalde) es “brusca, cordialísima”. Descubre que hay un campo de mujeres trabajadoras polacas cerca de su unidad, y constata que a pesar de que a los divisionarios se les prohíbe el trato con ellas, “creo que algunos de los nuestros ya han quebrantado estas órdenes, no sé si por amor a las polacas o por desamor a las órdenes.” Habla, en fin, de la “mezcla de amor y de disgusto” que siente por España, “miserable y excelente”. En ello no se aleja del decir del propio José Antonio, tan contradictorio a veces y autor de esa frase unamuniana luego tan repetida de “Nosotros amamos a España porque no nos gusta”.

Lo amoroso, lo sexual, cosecha bastantes anotaciones, como cuando Ridruejo cuenta que a veces el enemigo utiliza a las mujeres para engatusar a los soldados y emboscarlos, haciéndolos desaparecer a renglón seguido. “Por eso nuestros advertidos guardias civiles cuando tropiezan con una mujer condescendiente prefieren dejarse de peligros tanto de comodidades y hacen el amor en plena calle”, explica.

Los judíos, “por no sé qué atávico rencor”, reconoce, producen entre los militares españoles repulsión, pero también pena, aunque sin revolverse contra ese heredado antisemitismo, galvanizado en la política racial alemana del momento, que pronto tendría consecuencias aún más terribles (todavía no había comenzado el exterminio de forma sistemática). Habla de la ira alemana contra la “raza elegida” y subraya que no es más que un episodio de una persecución mucho más antigua, pero cuyas razones se desmoronan ante el sufrimiento de los individuos obligados a trabajar como esclavos. “Si se comprende no se acepta. Ante estos pobres, temblorosos seres concretos, se hunde la razón de toda la teoría.” Y añade que solo tiene datos vagos sobre los métodos de la persecución, “pero por lo que vemos es excesiva.” Apunta que en diferentes lugares ha habido enfrentamientos, hasta llegar a las manos, entre españoles y alemanes por causa del maltrato a judíos y polacos, “especialmente por causa de niños y mujeres eventualmente objeto de alguna brutalidad. Esto me alegra. Cada cosa debe quedar en su sitio.” En Vilna observa: “Marchando por una calle estrecha estamos a punto de atropellar a un judío que se obstina en no subir a la acera. Luego sabemos que tienen prohibido el acceso a éstas y, en efecto, a todos los vemos caminar por la calzada aun a riesgo de ser alcanzados por uno de los mil vehículos locos que circulan por aquí.”

Y hablando de coches, colocan el camuflaje sobre su automóvil y no falta una referencia culta: “No se me ocurre, al pensar en el convoy enramado y avanzando, que esto pueda servir –aparte el gozo estético– para cosa de provecho. Pero acaso se trata de representar la escena shakespeariana de la selva andante marchando contra las tiendas de Macbeth-Stalin.” Hay entradas de una gran calidad literaria que acreditan al magnífico prosista que fue Ridruejo, así la del 21 de septiembre de 1941 que describe una noche de guardia. Y un dato contra los estereotipos que sorprenderá al lector menos avisado: “Parte de las largas noches y los breves días los paso ahora leyendo a Antonio Machado, cuyas poesías le acaba de prestar un teniente, militante del SEU desde fecha anterior al 18 de julio. Pero el lirismo no evita la monstruosidad de los sucesos: “Novgorod es una ciudad distinta, más bella, ahora que la nieve ha igualado con su blancura los negros escombros y el caserío.” Tras el entierro de unos caídos declara, siente: “Ya es esto territorio español injerto bajo la nieve”. No hay espacio aquí para reproducir la memorable escena de los cuerpos congelados que desarropará la primavera en las páginas 395-396, pero sí para destacar un rasgo de estilo que remite a otra campaña: a menudo emplea el presente, como César en De Bello Gallico.

Nos cuenta del trueque de productos con los campesinos, de la liberalidad sexual de estos, que fornican sin rebozo con naturales o extranjeros en medio de la isba; del idilio de algún soldado con una chica eslava conocida en una aldea que se le antoja a Ridruejo como de la Edad de Oro, “una edad de oro de una semana que ya es mucho para estos tiempos.” Porque la marcha se hace cada vez más pesada y dura, de hierro y plomo. Describe la pobreza que van encontrando por doquier (en una casa porque los muebles al modo occidental la hacen más fea) y repite los tópicos sobre la sumisión del pueblo ruso con algunas anécdotas que parecen casi imposibles.

Penurias, hambre, frío. Qué retrato del carácter nuestro a cada instante, como en estas líneas que marcan la diferencia entre los pertrechos de la Wehrmacht y los de la pobretona División: “Y algún gesto que recuerda al episodio del hidalgo toledano en el Lazarillo –de esos ejemplos de pudor y entrañada vanagloria sublime hay aquí a millares–: éste es un soldadito que pisa el hielo con unas botas destrozadas –cosa harto frecuente en los meses pasados– de entre cuyas punteras abiertas asoman los dedos. Un oficial alemán le interpela, asombrado de que así pueda seguir aguantando. Dignamente el soldado asegura que tiene otras botas nuevas de repuesto que reserva para mejores momentos. El alemán no entiende y finalmente exige le sean mostradas las botas. Resistencia en todos los tonos. Intervención de un oficial español. Las botas de repuesto no existen, naturalmente.”

Un día de octubre la División hace un centenar de prisioneros entre los que hay un comunista español. “Esta concreta captura ha causado una alegría que no me satisface. En ella late aún el rencor banderizo de nuestra guerra civil, que ya debía haber dado paso a rencores más legítimos y a más amplias ilusiones.” Va corriendo la sangre, o mejor dicho, congelándose, sólida. “Sólo se oyen disparos aislados que deben de ser el máximo de silencio y tranquilidad aquí posibles”, consigna en su cuaderno. Los partisanos los hostigan con camuflaje blanco, capa hasta el suelo y capucha, y un divisionario tiene ánimos para quejarse de este modo aun cómico: “Lo que menos gracia tiene es que vengan unos cabrones vestidos de novia y se lo lleven a uno”.

El libro pierde pulso cuando el diarista se aleja del frente y reposa en Berlín, como si la paz diera páginas insulsas sin la sal del riesgo en el rancho. Luego regresará al frente y volverá a enfermar, llegando a mediar más de sesenta grados centígrados entre su fiebre y la temperatura ambiente. Su principal interés reside en que el testigo que narra y padece es un gran escritor, con aguzadas dotes de observación y siempre sincero y hasta “metepata” si se quiere, como cuando comenta a José Luis Sáenz de Heredia en presencia de un ayudante de Franco que la realización de la película Raza es buena, pero el guión malo y absurdo (sin saber que el dictador es ese mismo guionista deficiente). Intercalados en el texto hay poemas de Ridruejo que posteriormente integrarían los Cuadernos de Rusia (que no están entre lo mejor de su obra).

Núñez Seixas ha hecho un excelente trabajo de edición. Son pocas las inexactitudes de su excelente estudio y de sus numerosas y esforzadas notas, pero las hay: ni Marichu de la Mora fue jamás secretaria de José Antonio (después de la muerte del fundador lo sería de la Sección Femenina) ni Escorial fue suplemento de Arriba (en todo caso lo sería ). Hay mucho pormenor terrible en esas notas: por ejemplo, cuando se nos dice que el suboficial Armando Muñoz-Calero se trajo de su experiencia como cirujano en el frente datos empíricos para una monografía de ciencia médica: Congelaciones (1945).

[Publicado en Clarín, número 106]

admin

5 comentarios

  1. Mira que te tengo dicho, Antonio, que te documentes un poco antes de reseñar… 😉
    Brillante, as usual…

    • Brillante no, cegado por la nieve.

      (Gracias, Fran, y así de paso respondo a Pante con un endecasílabo, ya que siempre busca poetas)

  2. ASALTO

    Suave y firme tu mano.
    No tembló tu corazón; era un instante
    de calma y superficie
    en tu voz como plata con arena
    y en la húmeda pizarra de tus ojos.

    Ha sido ahora, ausente,
    cuando el tacto recuerda una caricia
    y sangre adentro va tu aroma alzando
    el oleaje y quema tu piel de oro.

    Sufro extrañado en esta mano nueva
    con su emoción de almendro,
    que late y crea al recordar. La paso
    por los objetos de costumbre: el hierro,
    la madera, el cristal, la lana -tuyos-
    y una descarga eléctrica de rosas
    los hace carne viva.

    Dionisio Ridruejo, poeta él también, como Taravillo, como todos.

    Gran Saludo

  3. Gracias, José María. Ya no me debes esa cerveza por lo de Zadie Smith. Quedamos empatados.

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