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Fiesta de la poesía

$photoName-1.gifANTONIO RIVERO TARAVILLO¿Para qué, pudiendo comentar y recomendar un libro de poemas de Juan Bonilla, se va uno a hacer mala sangre reseñando un ejercicio correctito de un versificador aplicado, las diatribas de quien pontifica y agita la bandera de su pureza (o pereza) moral, los balbuceos herméticos de aquel otro –que se cree único– cuya obra carece de interés porque sus textos publicados son peores aún que sus privadas maledicencias? Estos tipos además suelen tener en las entrañas una bilis que mancha la camisa si se les intenta diseccionar. Quita, quita. Mi concepción de la crítica es hedonista. Hace tiempo que prefiero hablar solo de lo que merece la pena y contadas veces, como epítome de un mal extendido, poner, sí, en la diana un error, un vicio, pero sin afán justiciero o apostólico sino para que en la medida de lo posible se evite por decencia y estética. Bonilla lo pone fácil porque cada libro de poemas suyo es, aunque comparezca de lustro en lustro, como una fiesta de cumpleaños. En este, por si fuera poco, se ocupa más que en otros suyos anteriores del paso del tiempo al socaire de un aniversario señalado de su biografía. He aquí un libro hondo y divertido, que trata de asuntos graves con desenfado.

El humor, la ironía, junto con la inteligencia y un sabio dominio del poema, caracterizan, pues, también esta nueva entrega de Bonilla. Esto ya es manifiesto desde el inicial “Herencia”. Pero hay también lugar para la reflexión y hasta la gravedad, como no deja pasar la oportunidad de demostrar el segundo poema, “Policía antidisturbios”, que lógicamente no trata de lo que lógicamente debería tratar, como se ve en el último tercio de la composición. La identidad construida con el joven que se fue, con el padre también, es tema principal de Poemas pequeñoburgueses. Igualmente, el giro inesperado, la sorpresa, el envés de la fórmula, como en el brillante “El río” con su estupendo final que se repliega sobre lo ya dicho y alcanza la perfección de estos cuatro versos: “Si pudiera elegir, sería un río, cualquier río, / algo que siempre está naciendo, / algo que está pasando siempre, / algo que muere en cada instante.”

Sin idealizaciones, privada de los edulcorantes de las golosinas, la infancia no es que regrese de manera caprichosa, incontrolada como un niño que se desliza por el tobogán. Es el poeta el que regresa a ella pisando firme y con la cabeza fría para cuestionarla, rasgo de quien lleva la escritura y no se deja llevar por ella. Sucede en “Por regresar”, con su peligroso dístico conclusivo que casi pisa el charco del sentimentalismo (en mi opinión lo elude, pero a riesgo de salpicarse, aunque bien está que el autor se conceda una debilidad entre tantas páginas en las que brilla su control). Sucede también, avanzando en la edad, en “Apuntes de bachillerato”. Como es habitual en Bonilla, el calambur y el retruécano abundan; ejemplos son los que recoge “Campaña electoral” o “Marcha irreal” (este, además, se emparienta con “Desiderata” en la temática del amor a los libros, ya sea a los personajes de estos, ya a la persecución obsesiva de ejemplares raros).

“Canicas en un bote de cristal” es un poema largo, y su cierre señala ese momento simbólicamente importante al que me refería (el autor, aunque no pueda decirlo la inexistente nota bio-bibliográfica, nació en 1966): “Cincuenta años, Juan Bonilla. / Mi más sentido pésame. / Mi felicitación más fervorosa. // A partir de este punto recomiendan / caminar siempre de espaldas / para que el futuro se empequeñezca en el retrovisor: / tienes toda la muerte por delante.” Al igual que un título de su bibliografía es Veinticinco años de éxitos, ahora la tercera parte de este es “Cincuenta años de éxitos”. El poema que le sigue, “La gala”, engarza con él en el motivo del medio siglo y comparte a su vez el personaje de Maiakovski (protagonista de su premiada novela Prohibido entrar sin pantalones) con el que viene a continuación, “La secta de los viles”. Luego se ofrece “Epitafio de cualquiera”, con el que se abrocha el libro, pero en lo que de verdad merece que fijemos la atención es “El día de regalo –borrador de un poema–”, que ocupa el centro del volumen con 217 versos en un memorial que recuerda al reciente Jesús Aguado de Carta al padre, donde no se ahorran momentos duros. Invente o cargue las tintas, Bonilla ha logrado un documento que más que dejar al descubierto parte de su vida se convierte en escalpelo que se adentra en la conciencia de quien lee, trastornándolo no por la experiencia expuesta sino –hablamos de poesía– por el modo de contarla. Ese matiz pop del shalalá tras la cantinela del padre, esa confesión de que puede estar inventándose que trabajó de conductor, esa ubicación de la voz poemática como eslabón de una cadena de vidas absurdas, contradictorias contribuyen a la eficacia de uno de los mejores poemas de uno de los mejores escritores, en cualquier género, que hoy tenemos en España y en el conjunto de la lengua (curiosamente, el jerezano parece en ocasiones ser de Guanajuato o de cualquier esquina del idioma cuando emplea con naturalidad las palabras prender por encender, alberca por piscina, computadora por ordenador). En este año de efemérides, bien está recordar lo que Ben Jonson escribió de Shakespeare: que era un poeta no de una época sino de cualquier tiempo. Bonilla no lo es de aquí o de allí, sino de allá donde haya una librería (preferentemente de viejo) o se hable el español.

Poemas pequeñoburgueses (Renacimiento, 2016), de Juan Bonilla | 80 páginas | 15 €

admin

2 comentarios

  1. Qué gusto leerte, amigo Antonio y qué gusto, también, hallarte en el planeta hedonista de la crítica poética ¿Te imaginas qué horror puede ser hacer una reseña demoledora de un poemario pretencioso, hueco o espeso, de quien aún no ha entendido a vida?
    Preciosa portada, el libro de Bonilla, que leeré porque tú lo dices.
    Y punto.
    Saludos,

  2. Muchas gracias, Ignacio. Un placer, ya que de hedonismo hablamos.

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