
ALEJANDRO LUQUE | En un momento de la película El luchador, el personaje interpertado por Mickey Rourke está con su chica en un bar cuando de pronto suena una canción de Ratt, emblemática banda de glam ochentero. De inmediato se pone a bailar, esboza una sonrisa teñida de melancolía y, después de intercambiar algunos comentarios sobre grupos de la época, asevera: “Los 90 fueron una mierda”.
Lo fueron, desde luego, para el actor, que vivió entonces su personal caída a los infiernos, pero muchos nos vimos de inmediato concernidos por esas palabras. Resulta llamativo que no dijera “qué buenos fueron los 80”, sino lo malos que fueron los 90, la década en la que Ratt (y otras bandas afines) estaban ya en retirada, o al menos en esa retirada tan taurina que suelen ensayar los grupos rockeros, hasta la próxima oferta de reunión. El mensaje era claro: le década finisecular no solo implicaba que fuéramos un poco más viejos, sino que había venido a abolir casi todo lo valioso que había producido la anterior.
Yo debería ser, por cronología, un orgulloso militante de los 90. Fue el momento en que cumplí la mayoría de edad y accedí de forma más consciente a las distintas formas de cultura popular, las que en teoría conformarían mi personalidad y darían contexto a mis experiencias adultas. Sin embargo, siempre me he sentido más deudor y admirador de los 80, con sus muchas horteradas y frivolidades, y he tenido a los 90 como los consideraba el personaje de Rourke. Supongo que eso informa bastante de mi forma de ser, pero no hemos venido a hablar de mí. Lo interesante es que esa diferenciación radical (desde hace años mantengo con Lucía Cobos y Paco Camero un grupo de whatsapp llamado 80 vs 90, donde Paquito hace de defensor de los 90 y Lu de árbitro) informa también el mundo que vivimos y, sobre todo, el que ha venido desde los albores del nuevo siglo.
Chuck Klosterman, autor de uno de los libros más divertidos sobre la cultura de los 80, y en particular de la cultura rockera (Fargo Rock City) ha querido radiografiar ese periodo en un ensayo que lo tiene todo: buen pulso, amenidad, ironía, datos, naturalidad y mucha perspectiva para valorar sus distintos ángulos con objetividad y lucidez. Capítulo tras capítulo, a lo largo de más de 400 páginas que se beben, recorre los principales hitos de la época en un viaje que es mucho más que una colección de recuerdos nostálgicos del tipo Yo fui a la EGB.
El terremoto que supuso la irrupción de Nirvana y el grunge en la imagen de la estrella del rock, la aventura política de Ross Perot, el apogeo del videoclub y la consagración de Quentin Tarantino, Matrix y Titanic, la matanza de Columbine, la extravagante excursión beisbolera de Michael Jordan, el juicio a O. J. Simpson, Oprah Winfrey, series como Sensación de vivir o Friends, pero también Twin peaks, Expediente X o Los Soprano, Clinton y Mónica Lewinski… Con estos y muchos otros hilos va tejiendo Klosterman el tapiz de un decenio inusualmente largo, pues comienza de facto con la caída del Muro de Berlín y concluye con la de las Torres Gemelas, y que moldeará drásticamente nuestra forma de vivir y de percibir el mundo. Sobre todo, con el hecho más determinante, la difusión masiva de internet.
No es este el lugar para desmenuzar demasiado la abundante chicha del volumen, pero sí vale la pena apuntar alguna cosa. Una, bastante evidente, es el casi absoluto americanocentrismo del autor, para el que toda una década en el mundo se explica únicamente a través de la política, la cultura y la sociedad USA. Apenas se menciona, como de pasada, a Irak y a Rusia, en unos años en los que nacieron nada menos que 27 nuevos países. El resto del mundo no existe, o mejor dicho, no aportó nada a la cultura universal. ¿Lo hizo? Naturalmente, sí. Pero no es menos cierto que nadie demostró tanta fuerza transformadora como la industria cultural de los States. Y tal vez fue, ahora que lo pienso, la última década en que el mundo entero podía explicarse desde la mirada de una sola potencia.
Otra cuestión, que quizá requeriría una mayor extensión, es el valor simbólico de los 90 como la resaca de la “fiesta” (con todas sus luces y sus sombras) de los 80, incluyendo los efectos propios de ese estado: malestar entre los jóvenes, deshidratación del ánimo o, directamente, depresión. No insiste demasiado Klosterman, pero aquella fue también la era del prozac. El fin de la Historia preconizado por Fukuyama iba a traer un tiempo de paz y felicidad globales, pero en cambio llegó en forma de enorme bajón envuelto en una camisa de franela.
Sí, estoy con Mickey Rourke: los 90 fueron una mierda. O igual algunos pensamos así porque estuvieron llenos de nuevos códigos que no encajaban en nuestro gusto y nuestra sensibilidad, hasta el punto de volverse incomprensibles. Tal vez no sea del todo tarde: el libro de Klosterman sirve, también, para darles una nueva oportunidad.
Los noventa (Península, 2023) | Chuck Klosterman | Traducción de Ana Camallonga | 496 páginas | 21.90 euros