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Gala fue mi Beatriz

 

Probablemente el más sentido, afectado y prosopopéyico de nuestros estadistas, Manolo Haro, nos desvela los vergonzantes orígenes de su impostado lirismo: Antonio Gala. No nos extraña que la lectura compulsiva de El cuaderno de la Dama de Otoño haya trastornado tanto a este crítico, meándrico y genial, hasta el punto de que, echadas ya unas cuantas canas, aún habita el galismo en algún lugar de su subconsciente, como se desprende del documento gráfico adjunto a esta particular confesión de juventud.

 

 

Manolo Haro

En el año 1988 yo tenía quince años. En el instituto, un hombre sin cuello y un pijama (sic) a modo de chándal nos impartía clases de Educación Física. Era un individuo ridículo, fondón y con una voz aflautada cruzada por la urgencia de un ladrido animal. Nunca lo vi correr. Corríamos nosotros por él y por el mundo entero. Cuando hicimos los dos mil metros bajo un sol extrañamente justiciero en el octubre de principios de curso, y algunos nos aproximamos a la línea de llegada exhaustos y con el bofe fuera, nos daba la siguiente explicación: “Los síntomas de desfallecimiento después de una carrera son las arcadas y los vómitos en «escopetaso»”. La belleza vivía lejos de todo aquello. Nada había en mi vida cotidiana que llenara las ansias de sentir el limbo majestuoso de lo lírico en las cosas cercanas. Yo, como podrán inferir, tenía sensibilidad. La biblioteca del pueblo era un lugar a cuyo interior se ingresaba por un callejón maloliente y oscuro, tapizado por bragas y pinzas rotas que caían de los tendales del vecindario. Allí dentro me encontré con el libro de un tipo que me entusiasmó con su lirismo desmedido, más propio de un adolescente aventajado en los estudios que de un señor de 55 años. Era el Cuaderno de la dama de Otoño de Antonio Gala.

Lo recuerdo remotamente. Se trataba de una serie de reflexiones en torno a temas como el amor, la amistad, la poesía y algún que otro asunto de actualidad dirigidos a esa cursi Dama de Otoño que actuaba de interlocutora muda para el antojadizo Gala. También andaban por esas páginas unos ñoños perros a los que el escritor les dedicaba algunas líneas de reconocimiento cariñoso. Ante la pregunta que me hago hoy de cómo caí bajo los encantos de la prosa del pseudocordobés, sólo puedo responder que mi mala suerte cruzada por cierta tendencia al pasteleo «postpúber« me llevó a esta cima del ensayo lírico. En ciertas ocasiones, al tratar con algunos colegas sobre las lecturas que nos cambiaron la vida, estos han afirmado que a esa edad descubrieron a Borges y a Cortázar. En aquella época yo ya había leído los Apuntes Carpetovetónicos de Cela porque un compañero de la EGB descubrió un filón para los motes en un libro que apenas entendíamos, aunque nos hiciera reír con apodos como «Cabezabuque« y estar trufado de pollas y coños que nos deslumbraban en la apatía general de la disciplina religiosa. Pero, tras la lectura de este Cuaderno de la Dama de Otoño, mi mirada y cultura literaria de entonces me llevó a perseguir a Gala en todas las manifestaciones que tuvieran acomodo en las estanterías de la biblioteca municipal. El bibliotecario, hombre sensible y amante de Elisabeth Taylor (no en vano un día me confesó que su ilusión era traer a la actriz a San Juan de Aznalfarache para homenajearla como ella se merecía), había hecho acopio de todo lo que un joven de pueblo delicado tenía que leer. Así, dentro de una edición de «lujo« de Clásicos Hispánicos de la editorial Cátedra, en el prólogo de no sé qué obra del escritor, encontré una anécdota biográfica que, en lugar de hacerme odiarlo, lo subió al cielo de lo audaz. En tal estudio introductorio se contaba que el muchacho recibió la noticia de su licenciatura en Derecho a la temprana edad de 18 años de boca de su padre una mañana en la que aún estaba en la cama. Su respuesta fue: “Y para eso me despiertas”. Esta contestación, que hubiera sido suficiente como para hartar de hostias al «licenciadito« Gala, provocó en mí un empeoramiento de mi «galismo«. Resultado de este nuevo deslumbramiento: volver a leer el jodido Cuaderno de la Dama de Otoño.

Lo mantuve conmigo todo el curso de 1988-1989. Renovación tras renovación, el bibliotecario –que, a pesar de ser un fervoroso lector de Antonio Gala, veía desmedida esa admiración mía por un sólo título– me conminó a hincarle el diente a otros autores como los Álvarez Quintero o Jacinto Benavente. Nada. Yo incondicional a mi Dama de Otoño. Incluso, a la manera de Avellaneda, hice un Cuaderno apócrifo en el que yo también me dirigía a la Dama de Otoño y le explicaba mi desazón vital en los difíciles años de la adolescencia. Desconozco quién me salvó de aquella enfermedad. A principios de los 90, Jesús Quintero entrevistaba a Gala en un programa de Canal Sur llamado Trece noches que yo veía con devoción. Aquello también era para haberse «matao«; Quintero fumando en un estudio de televisión, con los ojos entornados perennemente, haciendo el teatrito de molestar a un Antonio Gala locuaz e impostado que hablaba sobre los mismos temas de los que trataba mi libro de cabecera. Lo consideré el súmmum de la inteligencia lírica. Mis padres no podían creer que yo estuviera clavado delante del televisor como si aquello fuera el asesinato de Kennedy. Pueden ver en la foto que acompaña el texto que mi devoción por Antonio Gala aún habita en algún lugar de mi subconsciente.

A día de hoy, Gala me parece que ha realizado una labor literaria que ha satisfecho las querencias de muchas personas heridas de ese lirismo extremo que sólo me tocó durante una época de mi vida. Cuando el destino hizo encontrarme con la Gran Literatura y emparentarme con mis amigos letraheridos más exigentes, desdeñé este sonrojante pasado como lector. No volvería a hacerlo; lo juro. Pero he de agradecerle que me salvara momentáneamente de las arcadas y el vómito en «escopetaso« que anunciaba ese rapsoda empijamado del que hablé al inicio de la reseña. Lean a Nabokov, ‘my friends’, y déjense de tonterías.

admin

7 comentarios

  1. Querido estadista Haro, me sonroja verle en estas demostraciones de fatuidad. Gala es uno de los grandes y se merece todo mi respeto. Me fui a Estambul con mi madre después de que ambas devoráramos La Pasión turca. Allí conocimos a un hombre que nos dio importante información sobre el paradero de Yamam, el protagonista de la historia de Gala. Tuvimos cuantos Yamames quisimos, dispuesto a acariciar el visón de unas damas alicantinas fervorosas admiradoras de Antonio. Aún mi madre se pregunta si alguno de ellos era el de la novela. Que nos quiten lo bailao.
    Les rogaría a los administradores del blog (que me encanta) que quiten la foto del estadista Haro en esa pose deshonrosa. Haste entonces, no habrá horchata para él.

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