ALEJANDRO LUQUE | Quince años tenía Leonardo Sciascia cuando estalló la Guerra Civil española. Aquel muchacho de un pueblo del interior siciliano, al que llamaban Nanà, admiraba a Mussolini y aprendía en la escuela que Italia era el asombro del mundo entero. Pero el golpe de los militares iba a cambiarlo todo. Como ávido lector de periódicos que ya era, aquel chaval iba a ir entendiendo que las cosas no eran del todo como las contaba la prensa, lo que determinará su creciente, y con el tiempo definitiva, desafección por el Duce. Y, si le cabía alguna duda, terminaría de despejarlas cuando sus ídolos del cine, como Gary Cooper o Charles Chaplin, se manifestaran públicamente a favor de la República. Gary Cooper no podía equivocarse.
La memoria personal de lo leído sobre la guerra de España, de las lecturas de Malraux (La esperanza) y los testimonios de los veteranos que se daban cita en las barberías y las sastrerías de su pueblo para recordar aquella traumática experiencia, confluirán en un relato –más bien nouvelle o, proyecto de novela– de Sciascia, El antimonio, que vería la luz en el volumen Los tíos de Sicilia, y que ahora recupera exento el sello Altamarea con motivo del centenario del escritor.
El antimonio del título, según explica él mismo al inicio del relato, es el grisú. Sciascia, natural de una zona minera e hijo él mismo de un trabajador de la azufrera, indica que la etimología remite a los monjes que trabajaban las minas y morían en ellas: el anti-monje. El antimonio, añade, es uno de los componentes de la pólvora, de los caracteres tipográficos y de los primitivos cosméticos: un elemento idóneo para un relato que habla de la guerra y de la verdad maquillada.
Se trata del relato en primera persona de un joven siciliano que, como tantos otros, se ha enrolado en el Cuerpo de Tropas Voluntarias para combatir en la guerra de España. Su ignorancia del conflicto es, en principio, total: como tantos otros compatriotas, apenas sabe distinguir fascismo de comunismo, y cree que son los rojos (aquellos “Rojos sin Dios” de los que tanto se hablaba) los que pretenden derribar el gobierno constitucional. Su motivación es simple: carece de trabajo y Mussolini le ha ofrecido el trabajo de la guerra.
Esta es una idea que ya estaba presente en Las parroquias de Regalpetra, el primer libro en prosa de Sciascia: “Cuando pensaba que había campesinos y artesanos de mi pueblo y de toda Italia que iban a morir por el fascismo, me sentía lleno de odio. Iban por hambre, yo sabía lo que estaba pasando, no había trabajo y el Duce les ofrecía el trabajo de la guerra”.
El protagonista teme por encima de todo al antimonio, que abrasó a su padre en un accidente en la mina. “La azufrera me aterrorizaba”, cuenta. “En comparación, la guerra de España me parecía una excursión al campo”. Y, en efecto, al principio todo transcurre para él sin demasiadas complicaciones. Desembarcan en Cádiz, que le recuerda a Trapani, y en Málaga. No sería hasta llegar a Guadalajara cuando conocería el verdadero rostro del conflicto. Allí, en el invierno helado, los altavoces de la propaganda republicana se dirigían a los soldados italianos en su idioma: “Compañeros, obreros y campesinos de Italia, ¿por qué combatís contra nosotros? ¿Queréis morir para impedir que los obreros y los campesinos de España vivan libremente? Os han engañado; volved a vuestras casas con vuestras familias. O venid con nosotros…”.
Si Guadalajara fue esa derrota que nunca se divulgaría en Italia, pero que quedará como un escozor en la memoria de sus soldados, el desquite será Santander. El bando nacional quiere aprovechar la gesta para hacer limpieza, pero el general Bastico garantiza la vida de los rendidos. Franco expresa sus quejas a Mussolini, Bastico es reclamado “y la Falange comenzó a divertirse en Santander”, anota el personaje.
El retrato de Franco que hace Sciascia por boca de su soldado no deja lugar a dudas sobre su consideración: “Siempre con ese aire de hombre que acaba de rezar”, dice con su afilada ironía de veterano anticlerical, pero también con la certeza de conocer bien ese perfil, de resultarle de lo más familiar: había conocido a muchos así en su pueblo.
Zaragoza, Teruel, Valladolid… La sensación de lo ya conocido se extiende a las ciudades por las que pasan las tropas, que le recuerdan de manera inevitable a los pueblos de Sicilia. Sin embargo, la certeza de hallarse en un infierno ajeno, en una guerra que no es la suya, se hace patente en la ingratitud de esos españoles que jocosamente traducen las siglas del CTV como Cuándo Te Vas, o las reacciones ante las denuncias de los italianos ante los excesivos fusilamientos del bando nacional: aquella “intolerancia en los que deseaban los fusilamientos y vergüenza en los que no los deseaban”.
Junto al narrador se encuentra Ventura, directamente inspirado en un vecino de Racalmuto. Un siciliano un poco mafiosillo, descreído de todo, pero asombrado de la dignidad del pueblo español ante la muerte, que está dispuesto a pasarse al bando de los americanos a las primeras de cambio para marchar con su familia a Estados Unidos. Es él quien ayuda al protagonista a abrir los ojos, a ver la realidad de esa tremenda farsa, de ese tablero en el que “todos los errores y las esperanzas del mundo se concentraron”.
Así, El antimonio es el relato de iniciación de un hombre que marcha ágrafo e ignorante, y regresa a casa alfabetizado y con una conciencia clara de la realidad de su tiempo: “Y sé por qué no muere el fascismo y estoy seguro de conocer todas las cosas que deberían morir con él y de lo que debería morir en mí y en todos los demás hombres para que el fascismo muera de una vez para siempre”.
Reseña publicada previamente en la revista digital M’Sur
El antimonio (Altamarea, 2021) | Leonardo Sciascia | 100 páginas | 16.90 euros | Traductor Carlos Clavería Laguarda | Prólogo de Manuel Rivero Rodríguez