ALEJANDRO LUQUE | Han pasado diez años desde que Roberto Saviano publicara Gomorra, el libro que le reportó celebridad mundial y una condena a muerte. Una novela basada en un conocimiento profundo de los mecanismos del crimen organizado, que al parecer irritó mucho a los abogados de la Camorra –los mafiosos, ya se sabe, son de poco leer– y que hicieron de aquel muchacho napolitano una suerte de prófugo eterno, un mártir de la libertad de expresión que desde entonces vive condenado a compartir su intimidad con una escolta permanente y a cambiar de residencia continuamente. Aquella fetua camorrista cambió el rumbo de la vida de Saviano, pero no lo silenció. Publicó libros de cuentos (Lo contrario de la muerte), artículos críticos e incisivos (La belleza y el infierno, Vente conmigo) y un estudio bastante serio sobre el fenómeno de la cocaína, CeroCeroCero.
El último título del autor, La banda de los niños, no es un libro más. Supone el regreso de Saviano, diez años y diez millones de ejemplares después, a la novela –esta vez cien por cien ficción, aun con toda su base documental– y a Nápoles como escenario. Y resulta difícil ceder a la tentación de hablar de círculo que se cierra, pues entre esta nueva obra y Gomorra no solo hay muchos aspectos en común, sino que prácticamente es un broche a aquel proyecto, un subrayado del polémico éxito internacional y su mensaje: la imagen de una Camorra despojada por completo de épica, enferma de ambición de dinero y poder, que ha logrado imponer su poder en el mundo globalizado, pero que también tritura a cuantos se acercan a ella encandilados por su aura.
Eso es lo que le sucederá sin remedio a la banda liderada por el imberbe Nicolas Fiorillo, Marajá, y compuesta por mocosos con motes tan poco glamurosos como Briato’, Tucán, Dientecito, Dragón, Lollipop, Pichafloja o Bizcochito. No puede decirse, como decretaba el viejo lugar común, que sean hijos del desarraigo o la miseria. No, una de las características que llaman la atención de estos chicos del barrio Forcella, en el centro histórico de Nápoles, es que sus familias son de lo más normales, clase media currante.
Lo que sucede es que, en el mundo que los ha visto nacer, la familia es un concepto difuso, muy lejos de aspirar a ser referente para ninguno. Y el colegio prácticamente no posee ningún papel, por más que Saviano quiera traer un poco por los pelos una lectura escolar de El príncipe de Maquiavelo. Por el contrario, su medio es la sociedad de consumo, y su modelo aquellos que más destacan en ella, quienes más tienen y más ostentación hacen de ello: los capos de la droga y la extorsión.
Una de las características que mejor define a los protagonistas de esta historia es, de hecho, su desapego de la realidad, o cuando menos su dificultad para distinguirla de la ficción, ya sea televisiva o cinematográfica. Las alusiones a clásicos del audiovisual, desde Uno de los nuestros a Breaking Bad, pasando por el Travolta de Pulp Fiction, Donnie Brasco y cómo no El camorrista, son constantes. Hay incluso un personaje que se hace llamar Carlitos Way, así seguido, como el filme de Brian de Palma. Se trata de una generación, pues, que no ha crecido tanto bajo los códigos mafiosos como bajo las recreaciones de ficción que se han hecho sobre estos. La orfandad moral y la atracción que ejerce sobre ellos el dinero y las armas harán el resto.
Claro que, para hacer verosímil la idea de unos niños de organizar un grupo criminal serio, es necesario explicar que la banda de Marajá entra en escena en un momento de vacío de poder. Algunos jefes poderosos están en la cárcel, el esquema del poder se halla desdibujado, y es esta la ocasión que los chicos ven propicia para aliarse con un viejo capo y planificar la conquista de Nápoles, ayudados –cómo no– por grandes dosis de adrenalina e inconsciencia. En este sentido, los chicos aparecen claramente emparentados con aquellos dos rapaces que en Gomorra enloquecían ante la posibilidad de convertirse en camorristas. Hay incluso una escena con AK-47 que parece una especie de autohomenaje bastante evidente.
En el título original, Saviano emplea la palabra paranza, que en la jerga del lugar designa a un grupo armado, pero también a los pececillos que, obnubilados por las lámparas de los pescadores, suben a la superficie y acaban de un modo fatal en las redes de los pescadores. Lo que ocurre –y esto sí parece una novedad en el imaginario mafioso de la ficción– es que a los jóvenes protagonistas de esta obra la muerte les trae bastante sin cuidado. Puede ser una consecuencia más de sus actos, como la cárcel, pero la posibilidad de acabar con un tiro entre las cejas carece de la fuerza disuasoria que tiene en los ciudadanos comunes. Es tan fuerte la llamada del oro, el anhelo de mostrarse en Instagram como esos rich kids sobrados de lujo y de lujuria, que todos y cada uno de ellos devienen en kamikazes en potencia.
Gracias a un estudio profundo del fenómeno, incluyendo la asistencia a los juicios en los que declaraban chicos de la edad de la banda de Marajá, el autor ha logrado reflejar con detalle cómo son, viven y piensan los cachorros de la Camorra en pleno siglo XXI. El analista Saviano vuelve, una vez más, a hacer alarde de conocimiento y de compromiso. Sin embargo, hay que reconocer que el novelista no acaba de fascinar al lector: a lo sumo, alcanza a interesarlo, pero dejándolo con la sensación de que falta algo, alguna explicación extra, algún factor que ayude a desentrañar mejor por qué esta sociedad genera monstruitos así.
Porque son miles los niños de toda Europa, de todo el mundo, que suspiran por unas zapatillas de marca, por una motocicleta o por el último videojuego, e incluso que tienen un contacto con la violencia, y sin embargo no van por ahí armados y disparando. Tal vez nadie tenga la respuesta, o la única posible sea encogerse de hombros, como hacen tantas instituciones ante la violencia infantil en aulas y barrios. Eso se entiende en la vida real, pero no en la novela: ahí tiene que haber siempre algo más, en lo que se dice y en lo que no.
Siempre que leo a Saviano recuerdo al viejo maestro Vincenzo Consolo, que me dijo que el napolitano era el nuevo Sciascia de nuestros tiempos. Una novela como La banda de los niños no lo acerca precisamente al maestro de Racalmuto, ni a su afán indagador ni a su mirada escéptica pero en el fondo esperanzada. El mundo de Saviano no es ya el de Sciascia, y los niños de hoy poco tienen que ver con los niños de entonces. Pero a la conclusión terrible que se desprende de La banda de los niños, de que el sistema (padres, profesores, fuerzas del orden) no tiene mucho que hacer, se añade la sospecha de que tampoco la literatura tiene hoy mucho que decir.
La banda de los niños (Anagrama, 2017), de Roberto Saviano | 392 páginas | 21,90 euros | Traducción de Juan Carlos Gentile Vitale