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Hacia el fin del mundo

ANA BELÉN MARTÍNEZ | En 1990 el pianista ucraniano Sviatoslav Richter, uno de los grandes intérpretes del siglo XX, hizo una gira de once conciertos por España. Excéntrico, antidivo y genial, Richter prefería tocar en lugares pequeños y no muy concurridos. En los últimos compases de su vida lo hacía bajo la luz de una lámpara de pie, con el auditorio a oscuras y la partitura sobre el atril. En aquel rincón del escenario se creaba una atmósfera íntima, una escena única que lo envolvía todo. La criatura negra de ochenta y ocho teclas alzaba la voz y el encantamiento sonoro hacía su magia. Richter afirmó que fue en Albacete donde llevó a cabo una de sus mejores interpretaciones — además lo hizo gratis—. No era la primera vez que pisaba Albacete, el concertista mantenía un lazo antiguo con la ciudad manchega, en el pasado había estado con las Brigadas Internacionales en la guerra civil. 

«A Richter no le interesaba que admiraran sus habilidades al piano, sino que para él el éxito consistía en hallar el rastro de un descubrimiento, la esperanza de encontrarlo. Richter habría preferido que su nombre no apareciera junto al del compositor en los carteles», dice Suvorin, uno de los personajes principales de la novela Autorretrato con piano ruso (Anagrama, 2021). Suvorin es un viejo pianista ruso, inventado por el autor de culto alemán Wolf Wondratschek,que frecuenta un café de Viena. Allí conoce a un escritor con el que mantiene diversas conversaciones divididas en diecinueve capítulos, todos titulados a modo de preguntas salvo el número trece —viva la superstición—. Suvorin le cuenta al escritor entre sorbos de café y vasos de agua su historia: la de un pianista de origen humilde que acaba convirtiéndose  en un célebre intérprete y que ahora se encuentra en la tesitura final de la vida. El escritor describe a Suvorin como un hombre profundamente triste que se ríe. El ruso sufre el duelo por la pérdida de su mujer en un accidente. La desaparición de su compañera de vida ha provocado que en casa —en la que nada huele bien— se instale una nueva amiga: la soledad. Se derrumbó el proyecto de envejecer juntos. A estas alturas de la vida, viudo, viejo, enfermo ¿cómo se vuelve uno a reconstruir? «He tenido todo lo que quería y he sobrevivido a todo lo que me podría haber matado», sentencia. 

El latido de la música está presente en cada una de las páginas, con sus variadas sacudidas, ritmos y motivos. Resultan curiosas las anécdotas rescatadas de músicos reales como las que tienen que ver con Beethoven al que las autoridades detuvieron al confundirlo con un vagabundo​, la actuación de Glenn Gould en Moscú o la lentitud extrema de Sviatoslav Richter en sus interpretaciones. Es con este último con el que Suvorin posee cierta analogía. Suvorin es un pianista formado en la Unión Soviética cuya libertad artística se ve coaccionada por el poder gubernamental. El músico no soporta los aplausos y las ovaciones del público tras los conciertos, ante tal hecho las habladurías no se hacen esperar. Un funcionario del Comité Central de Repertorios lo visita para apelar a las buenas costumbres y corregir su comportamiento. Pero Suvorin no quiere pisotear su manera de pensar y sentir. La sugerencia de un desconocido será clave para que inicie su particular rebelión contra lo establecido: «Interprete lo que no le gusta a nadie y así no le aplaudirán». 

La pérdida de inspiración de un amigo compositor es otra partitura que Suvorin se detiene a interpretar. El desenfreno y la opulencia como modo de vida pueden suponer un peligro y conducir a callejones sin salida. Callejones que implican, en el caso del amigo del pianista ruso, la elección de un amor equivocado que desemboca en la agonía de su intuición creativa. ¿Se puede comprar la iluminación que enciende los pentagramas de una pieza? ¿De dónde nace la chispa primitiva que los dibuja? 

En Autorretrato con piano ruso se alternan las reflexiones musicales con las de la propia existencia de Suvorin. El humor se liga a la nostalgia viscosa de los tiempos mejores. El allegro de los días pretéritos y espléndidos acompaña al adagio susurro de una polvorienta caja de música. Y pese a todo, pese a la ambivalencia, al sinsentido de la cuenta atrás la sonata de Suvorin te lleva de viaje. Navega a toda vela y en altamar.

«La música tiene algo que ver con el agua, creo. Su sonido es como el de las olas que retroceden y rompen. Con la música puedes nadar lejos, dejarte llevar. […] Para entender la música, se debe observar el agua. El Danubio, el Mar Negro, el Mediterráneo, el océano hasta América. Recorrer el agua en busca de una costa, de un final, un fin del mundo».

Autorretrato con piano ruso (Anagrama, 2021) | Wolf Wondratschek | 192 páginas | 18,90 euros

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