Un gol en la frente
Luis Miguel Madrid
Bohodón, 2014. Colección «Canalla»
ISBN: 978-84-15976-86-8
92 páginas
12 €
Dibujos de Ras de Rashid
Alejandro Luque
Entre los proyectos absurdos que suelo concebir a sabiendas de que nunca los llevaré a cabo, he pensado mucho en una antología de autores españoles que nunca antes hayan sido antologados. De buenos autores españoles, se entiende, que por algún motivo han sido sistemáticamente ignorados, quizá porque no se insertaban en las corrientes de moda, o porque la circulación de sus libros los convertía en casi secretos, o por extraños motivos que escapan a nuestro entendimiento. Sería una antología heterogénea y juguetona, en las antípodas de lo que suelen ser estos proyectos. Ahí tenía yo seleccionado a Juan Vicente Piqueras, por ejemplo. Ahí estaba Alberto Porlan. Y José Fernández de la Sota. Y también, sin dudarlo ni un instante, ese poeta casi secreto llamado Luis Miguel Madrid.
No es la primera vez que me ocupo de este autor en EC. Ya conté, al abordar su libro El sacrificio de ganar, que Madrid no se abandona al capricho de las musas. Asume los libros como retos conscientes, tomando un tema –sea el cine o la noción de éxito– y desarrollándolo con afán artesano, algo así como por autoencargo. Insisto en el carácter de ejercicio que todo esto tiene, pero en absoluto gimnástico (me consta la escasa querencia del autor por el jogging, la zumba y las tablas de abdominales), sino como actividad vocacional. Si usted es poeta, parece decirnos, ejerza: escriba, y deje de echarle la culpa de su pereza o de su falta de capacidad a las demoras de la inspiración.
Esta vez Luis Miguel Madrid le ha metido mano, dándole mucho a la cabeza, a un deporte que se juega con los pies. Pero no se me escapen despavoridos los antifutboleros, que en realidad se trata de un simple pretexto. De lo que quiere hablar el madrileño (que no madridista) Madrid es lo de siempre, poner a rodar la vida. La hermosa vida, de la puta vida. Jugar con ella, hacer voleaítas con ella, mirarla a ras de césped y desde la barra brava, hacerla correr por la banda para que sude la camiseta. No, no quiero dejarme contagiar tanto por el aliento metafórico del libro, pero me parece acertado jugar –también yo, calentando mi banquillo de reseñista- con algunas de las claves de este poemario, sobrio y elegante como un buen gol por lo bajo y al ralentí.
¡Basta! La vida, decíamos. Principalmente el amor, sin el cual ésta no se entiende, porque deja de ser un juego para convertirse en algo tétrico y solemne como una misa negra. El amor, que es más importante que la Historia del fútbol. Los besos, que son más grandes que Maradona y que Pelé juntos. Los desencuentros matrimoniales, más feroces que el derby más feroz… Todo lo va explorando el autor con su mejor arma, ese tono lúdico que echa mano de canciones infantiles, de enumeraciones caóticas, de chistes y hasta de versos de Blas de Otero, para que nos acerquemos confiados justo antes de clavarnos en el pecho los tacos de la emoción.
Creo que no todos los poemas del libro son goles por la escuadra, no siempre los remata del mejor modo, pero es un crack comenzándolos. “El defensa central se suicidó tres veces…”, ¿Quién no sigue leyendo después de ese verso? O este otro, no menos irresistible: “Este poema no es mío, lo encontré por ahí tirado sobre el césped/ me gustó/ y lo coloqué aquí, entre la página treinta y tres/ y el área grande…”. Todo el libro está impregnado de esa ironía fina, que suscita a partes iguales la sonrisa y el estupor, o en su defecto el asombro. Fíjense si no en ese poema titulado «El manta» (han leído bien, ¡»El manta»!), que nos habla de ese portero que ciertamente “no era bueno,/ ni siquiera regular. Tenía poca vista, no sabía colocarse, salía a por uvas, fallaba igual por alto que por bajo…”, pero al que le perdonaban todo porque era un pedazo de pan. Fábulas cotidianas, pequeñas miserias de andar por casa, metáforas de lo que importa de veras. Y siempre, como ocurría en su anterior libro, calculadas pullas a los paradigmas del éxito –la estrella del equipo en «La estrella», o “el mejor delantero centro que había parido el mundo” en «El mejor», o «El balón de oro» que “se muere si pierde”-, porque Madrid, artista de la vida, sabe que ésta es un deporte en el que todos acabamos perdiendo, pero a veces los que más pierden son los que más se ufanan de sus dudosas victorias.
Luis Miguel Madrid no va de virtuoso del lenguaje, pero lo manipula como un orfebre. Tampoco va de filósofo, pero algunos de sus versos pueden dejarte cavilando tres días. Su trabajo, acompañado en esta edición por unos estupendos dibujos de Ras de Rashid, parece ligero, pero posee la densidad y las proteínas de un buen cocido. Por estas y otras cosas, ya digo, no dudaría en llamarlo para mi soñada selección de los nunca seleccionados, y en subirme a la grada a aplaudir sus hallazgos. E incluso me dirigiría al hincha del asiento de al lado y le preguntaría con curiosidad: «Disculpe, ¿sabe usted cómo se dice «¡Vamos, Madrid!» en el argot futbolero?«