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Hasta que la muerte nos separe

LA FELICIDAD CONYUGAL

 

La felicidad conyugal

Tahar Ben Jelloun

Alianza, 2014

ISBN: 978-84-2068-470-3

336 páginas

18 €

Traducción de Malika Embarek López

 

 

Alejandro Luque

Confieso que nunca he leído Corazón tan blanco, pero recuerdo algo que contaba Ignacio Echevarría a propósito de la célebre novela de Javier Marías. Una definición del matrimonio como “institución narrativa”, es decir, la construcción conjunta del relato vital, en el que dos seres se otorgan recíprocamente el rango de protagonistas. Esta idea viene que ni pintada para introducir la última novela de Tahar Ben Jelloun, titulada no sin cierta guasa La felicidad conyugal.

Que ni pintada, sí, porque uno de los protagonistas es un pintor marroquí famoso, que queda paralizado tras sufrir un ictus y se dispone a rememorar su vida en pareja, con ayuda de un amigo que hará de amanuense. En el curso de este relato, el narrador expondrá todos los obstáculos que fueron saliendo al paso de su matrimonio, las diferencias sociales que hubo de sortear, los desencuentros sobrevenidos… En definitiva, se trata de arrojar luz sobre el viejo misterio: qué hace que nos acerquemos a otras personas, y qué hace que nos separemos fatalmente de ellas.

Lo que sucede es que la institución, es decir, la narración, o la naranja, quedaría completa sin la otra mitad. Y ahí acierta el autor al darle voz, en las páginas finales del volumen, a la esposa, que encuentra el borrador del marido y, presa de la ira, decide tomarse la revancha. Y así nos explica a nosotros, indiscretos lectores, que probablemente fue desdichada desde el mismo día de pronunciar el “sí” nupcial por lo bajini y firmar lo que define como “el acta de mi esclavitud, mi secuestro, mi humillación”.

En clave tragicómica, con momentos que recuerdan a aquella Crueldad intolerable de Joel Coen, con esa degeneración de los enamorados en enemigos íntimos, y el tálamo conyugal en campo de batalla sin tregua. Pero ojo, entre sonrisa y sonrisa puede que un escalofrío helado nos corra la espina dorsal: será la señal de que hemos empezado a captar la ironía del título, a entender que cuando el amor se convierte en institución, la felicidad pasa a ser un aspecto secundario, o incluso marginal. Especialmente cuando, como institución narrativa, no se construye como discurso unitario, sino como suma de dos visiones, a menudo antagónicas.

El perverso juego que propone Tahar Ben Jelloun consiste precisamente en enfrentarlas. Y, aunque la novela está llena de referencias a Marruecos y de guiños para iniciados, los profanos podrán disfrutar perfectamente de ella, pues las conclusiones a las que se llega son universales. Los celos de los personajes son el pan nuestro de cada día, y la pandilla feminista en el que se refugia la esposa no difiere demasiado de muchos perfiles que podamos hallar en Europa. Contrariamente a lo que pudiera pensarse, la religión juega aquí un papel anecdótico. Da igual casarse ante un crucifijo o ante un tipo disfrazado de Elvis: la semilla de la discordia es la propia esencia del contrato, la promesa futura que entraña y su dimensión familiar y social.

Y no es que nadie esté en contra de que dos personas que se aman decidan voluntariamente compartir su vida y ser felices, no. Lo que se cuestiona es qué sucede cuando las cosas empiezan a ir mal. Cuando algunas tienen fácil arreglo, y otras no tanto. Cuando la necesidad de mantener las apariencias es mayor a la necesidad de establecer un diálogo fluido y natural. O cuando el reflejo que uno recibe en el espejo que es el otro dista mucho de la noción que aquél tiene de sí mismo. Ahí es donde el premio Goncourt pone de manifiesto su maestría hasta dejarnos helados. Cuando sonreímos viendo el modo en que el pintor se define como “el hombre que amaba demasiado a las mujeres”, su esposa sentencia: “No es verdad, ni siquiera es capaz de amar a la suya”.

La felicidad conyugal es un excelente retrato de lo que se llama comúnmente guerra de los sexos, y que acaso no sea más que un monstruoso ejercicio de incomprensión mutua. Sin embargo, hay en la novela un detalle que pone los pelos de punta. Aunque los dos cónyuges hablan pestes el uno del otro, aunque de forma recurrente se desean el mal –y no dudan en hacérselo–, a menudo siguen declarándose enamorados. Como si la sevicia pudiera ser compatible, de algún modo, con el amor. Como si aquel a quien acusas de haberte arruinado la vida pudiera ser a la vez quien te la da. Ninguno piensa en escapar, no se imaginan siendo personas exentas, individuos libertos. Hay algo por encima de eso, una institución que defender. Se llama matrimonio. Y, sea un sacerdote o un tipo disfrazado de Elvis quien lo bendiga, es sagrado.

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