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Hijo de qué

En el río del amorCARLOS FRONTERA | ¿Cuántos decálogos sobre lo que debe y no deber tener una novela habría leído un francés nacido en 1894 en Villar-en-Val? ¿Habría escuchado alguna vez eso de «el mejor adjetivo es un sustantivo» y toda la pesca? Es más, ¿pensamos lo que pensamos que pensamos o nuestros pensamientos son en verdad de otros, heredados como se heredan el color de ojos o las coletillas de papá? Quiero decir, confieso que la lectura de En el río del amor, de Joseph Delteil, me ha dejado un sabor digamos agridulce, sentimientos encontrados, que se dice también, para después generarme un manojo de dudas que me han llevado a replantearme el libro, o sea, la vida.

Pongámonos en situación. En el río del amor va, a grandes rasgos, de la pasión arrebatada que experimentan Borís y Nicolái, dos jóvenes oficiales bolcheviques, al contemplar en la distancia la figura casi mitológica de Ludmila, comandante de un ejército de mujeres, a la que ven alejarse en un barco río Amur abajo. La historia transcurre durante la Revolución Rusa y, en ese contexto, el contrapunto de un amor loco, disparatado —hasta el punto que los jóvenes amigos, que habían compartido siempre todo, abandonan el ejército y la siguen hasta Shanghái— en ese contexto de destrucción y muerte, decía, la idea de un amor idealizado a tres —idealizado de partida, que luego la cosa se enreda y celos y envidias y cómo somos—, construido apenas en base a una silueta entrevista fugazmente a lo lejos, resulta la mar de seductora.

En la novela, la naturaleza cobra un papel preponderante. La elección del río Amur —así se pronuncia amor en francés— no es casual, claro. Todo sucede en torno a ese río y asistimos a un derroche de descripciones en las que la naturaleza, tan sensual como cruel, es el reflejo de los trasiegos del trío amoroso, del tormento y las exaltaciones de sus almas. El autor se sirve de estas descripciones para retratar la relación entre los personajes, y es precisamente ese derroche descriptivo el que me deja la sensación agridulce que mencionaba antes. Joseph Delteil lo mismo planta imágenes y metáforas sencillas, de una belleza tan brutal como deslumbrante, que siembra páginas de adjetivos, llegando a un barroquismo que acaba por hacerme perder el hilo de la narración; además de que, en algunos momentos, raya peligrosamente con la cursilería, si no se mete de lleno en ella.

Lo admito: en un primer momento, esta alternancia de una sencillez tan sutil como embaucadora con una sobreabundancia de adjetivos me molestó, incluso llegó a irritarme. A ver, Joseph de mi vida, si sabes hacerlo estupendamente bien sin resultar recargado, ¿por qué de pronto tres páginas a rebosar de adjetivos?, le preguntaba desde el otro lado del tiempo, una V mastodóntica en mi entrecejo. Cuando uno se enoja por algo, reflexioné una vez pasado el cabreo, cuando algo le sienta mal, suele ser porque ese algo le destapa facetas suyas de las que no está precisamente satisfecho. Interpela a sus demonios interiores, saca a la luz traumas y frustraciones. ¿Por qué me molestaba tanto esa lluvia de adjetivos? Para tratar de entenderlo, de entenderme, intenté meterme en la piel del bueno de Joseph. Me vi siendo niño en la Francia de principios del siglo XX, una infancia muy distinta a la mía, a buen seguro cortada de raíz por la Primera Guerra Mundial. Pensé entonces en las lecturas sobre teoría literaria a las que habría tenido acceso ese chaval y las comparé con el chorro de libros al respecto que me había ventilado yo. Pensé también en que probablemente el bueno de Joseph no estaría tan influenciado como yo por tanta teoría y tanto decálogo, que posiblemente escribiría lo que le apeteciese, sin tantos muros interiores heredados. No pude por menos que celebrar su libertad creativa. ¿Qué narices celebrar? Envidié su libertad creativa, sentí celos de mi hipotético Joseph, lo confieso.

Tras lo cual consulté su biografía. No lo he dicho: nunca había leído nada suyo, ni tan siquiera tenía idea de su existencia. Llegué a En el río del amor por recomendación de mi querida N, que raro es que no dé en el clavo. Resulta que el bueno de Joseph fue una figura relevante del surrealismo, hasta tres veces lo citó André Breton en el Primer Manifiesto Surrealista. Resulta también que En el río del amor fue su primera novela, publicada en Francia en 1922, cuando el bueno de Joseph calzaba apenas 28 años, si no he equivocado la cuenta de la vieja. El contexto es importante. Siempre. Me apuesto de todas todas que, perteneciendo al movimiento surrealista, habría en él una inclinación por la experimentación y por la subversión, por desmarcarse del canon —seguía construyendo a mi hipotético Joseph para entenderme—. En este punto de la reflexión, de la reconstrucción, me empezó a caer mejor el bueno de Joseph y sus adjetivos.

Al final de este periplo no es que se hubiese disipado ese regusto agridulce que me había dejado el barroquismo de algunos pasajes de En el río del amor —todavía me falta práctica para nacer en Villar-en-Val en 1924, me temo, aún se me siguen atragantando tantos adjetivos, aunque ahora me queda la duda de si ese rechazo visceral es hijo de un razonamiento concienzudo o es hijo de una cultura, de un determinado momento histórico, de una estética circunstancial fijada por vaya uno a saber quién—, pero sí que saboreé con más placer la belleza de las imágenes que había diseminado por el libro, degusté su originalidad y envidié con más fuerza la libertad creativa de mi hipotético Joseph, y hasta su descaro adjetivando.

En el río del amor (Periférica, 2017), de Joseph Delteil | 130 páginas | 15 euros | Traducción de Laura Salas Rodríguez

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