Cómo ser grosero e influir en los demás. Memorias de un bocazas
Lenny Bruce
Malpaso, 2015
ISBN: 978-84-15996-92-7
302 páginas
19,90 €
Traducción de Laura Salas Rodríguez
Fran G. Matute
Se suele decir que no hay mayor desprecio que el no hacer aprecio. Si a Lenny Bruce (1925-1966) no lo hubieran literalmente acosado desde las altas instancias, nadie o casi nadie sabría hoy día quién fue. Si acaso se le recordaría como un pionero de la ‘stand-up comedy’. Un provocador particular que encontró acomodo en los años sesenta gracias a su corrosiva verborrea, a un discurso humorístico que circulaba por la sala libre de ataduras. Todo un torrente cáustico de flujo de conciencia. Sin guiones, pura improvisación. Como si de un intérprete de jazz se tratara. Esto lo alineó con la mismísima Generación Beat, con el revival folk que se vivía entonces alrededor del Greenwich Village, y lo convirtió en un personaje arquetípico de la época. Pero no dejaba de ser un comediante, un graciosillo. ¿Qué capacidad de influjo podría llegar a tener alguien así? Insisto: si la policía no lo hubiera estado esperando todos los días a la puerta de los locales en los que actuaba, si las fuerzas vivas hubieran hecho directamente oídos sordos a sus inofensivas soflamas, no estaríamos ahora mismo aquí leyendo Cómo ser grosero e influir en los demás, las impagables y tristemente necesarias memorias de Lenny Bruce.
Publicadas por entregas en la revista Playboy entre los años 1963 y 1965, estas memorias hacen realmente las veces de autobiografía ya que el humorista fallecería por sobredosis de morfina al poco de su publicación. Pero más allá del lado humano del personaje (judío renegado, criado de mano en mano, estafador de medio pelo, soldado trotamundos), lo que verdaderamente fascina de su lectura es el retrato que ofrece de una sociedad censora e hipócrita a rabiar.
Cierto es que la principal víctima de Bruce fue la religión (la judía incluida, a la que ridiculizaba utilizando en sus intervenciones términos yiddish de forma incorrecta) y que gustaba de jugar con cierto lenguaje soez en sus actuaciones. Estados Unidos, siempre tan puritana, lógicamente se iba a sentir ofendida. Pero ¿acaso no se estaban tratando esos mismos temas con igual o incluso mayor virulencia en el cine, en el teatro o la literatura; es decir, medios que por su alcance podrían hacer mucho más “daño” que un simple monólogo humorístico? No se explica por qué Lenny Bruce se convierte de la noche a la mañana en el enemigo público número uno de la decencia. Si se analiza fríamente, tampoco era su discurso tan radical. Era ciertamente provocador, sin duda: ¡decía tacos en el escenario! ¡Se llegó a celebrar contra él un juicio por utilizar la palabra “chupapollas”! Y ese fue el gran error: el convertir un intento (ridículo) de censura en un circo mediático. A Bruce le dieron entonces todas las posibilidades para transformar su inocua actuación en todo un azote a la hipocresía de una sociedad: las actas de sus juicios, aquí parcialmente reproducidas, son absolutamente delirantes. Fueron precisamente los ofendidos los que hicieron que un humorista, una figura socialmente irrelevante, se convirtiera en símbolo de una lucha importante, una lucha que en el fondo siempre ganó, incluso tras su muerte: en 2003 recibió un indulto a título póstumo por parte del gobernador de Nueva York. Sus supuestas obscenidades quedaban así perdonadas ante los ojos de los biempensantes.
De todas formas, creo que su trágica muerte, en el cenit de su carrera artística y rodeado todavía de polémicas y acosos judiciales, hizo mucho por reforzar su imagen de mártir para la posteridad. En 1974 se estrenó Lenny, la espléndida película de Bob Fosse en la que un sobresaliente Dustin Hoffman daba vida al torturado comediante. En 1998 se rodó el documental Lenny Bruce: Swear to Tell the Truth, dirigido por Robert B. Weide y narrado por Robert De Niro, que estuvo nominado al Oscar ese año. Las memorias que aquí se recuperan por primera vez al castellano obedecen a una reedición de 1992 introducidas por el monologuista Eric Bogosian. Quiero decir con esto que, de una forma u otra, la figura de Lenny Bruce siempre ha estado presente en el imaginario colectivo norteamericano. Este hecho le hace trascender de otras personalidades del ‘show business’ con historias igual o más cafres que la suya (pienso ahora, por ejemplo, en Chuck Barris o Bob Crane) pero que no consiguieron alcanzar la misma notoriedad. Bruce ha terminado siendo algo así como el John Belushi de los humoristas.
Hay, por tanto, cierta nostalgia respecto al personaje que hace que sus “logros”, sus “hazañas”, se magnifiquen. Lenny Bruce no fue un John Sinclair, del que sí que no se acuerda hoy día nadie, que con su ejemplo (fue condenado a diez años de cárcel por posesión de marihuana) consiguió cambiar las leyes de su país. Lenny Bruce no fue más que un mosquito impertinente, un grano en el culo que de tanto ser rascado supuró. El grupo R.E.M. cantó en 1986 aquello de “Lenny Bruce is not afraid«. Pero me temo que Lenny Bruce sí que se asustaría, y mucho, de ver en qué se ha convertido hoy, por culpa de lo políticamente correcto, su sagrada libertad de expresión en la que tanto se escudó, precisamente, para ser todo lo contrario. Los ofendidos han terminado ganando la batalla gracias al peor de los males: la autocensura. Por eso, hoy más que nunca, debemos desempolvar el ejemplo de este auténtico tocapelotas que murió, en realidad, de una sobredosis de hipocresía.