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Historias del abuelo Cebolleta

9788420412122FRAN G. MATUTE | En el fantástico documental titulado La desazón suprema (Luis Ospina, 2001) se ve a Fernando Vallejo en 1998 regresando a su casa de la infancia en Medellín. “La casa de los muertos” la llama, pues allí murieron su hermano Darío (de SIDA) y su papá. Vallejo pasea por la casa ensimismado, recorre las habitaciones y comienza a hablar de la muerte de su hermano con total naturalidad: “En esa pared íbamos apuntando los kilos que iba perdiendo”, dice, como más tarde relataría en El desbarrancadero (2001), la novela que en ese momento se traía entre manos. De repente su discurso queda interrumpido por el canto de un pájaro: “¿Qué es? ¿Un lorito?”. Vallejo se asoma al patio fascinado, con la boca abierta, con la mirada de un niño: “¡Son muchos! ¡Qué bonitos! ¡Apaguemos la luz para no molestarlos!”, y se marcha en silencio.

Ese es Fernando Vallejo en estado puro: uno de los creadores más feroces y polémicos de nuestro tiempo, uno de los opinadores más crueles (sus tesis sobre la erradicación de la pobreza son como mínimo atrevidas), uno de los prosistas más sensibles que existen hoy día en lengua castellana. Sí, todo eso. También es un escritor que (casi) siempre escribe (más o menos) sobre lo mismo: su familia, su putrefacta Colombia natal, su amor por los perros, su homosexualidad, su (ejem) amor por los infantes, su odio hacia la Iglesia católica… Esto de escribir sobre lo mismo no es ningún problema: le pasa a muchísimos creadores, que se obsesionan con los mismos temas toda la vida. Y menos problema es cuando se posee una prosa como la de Vallejo, que da siempre gusto leerla: sus escritos están llenos de música, de ideas, de sentimientos. Leer sus libros es siempre un placer, o al menos lo era hasta ¡Llegaron!, donde por fin Vallejo consigue lo aparentemente imposible: facturar una novela que, por reiterativa, termina siendo indisfrutable.

Seré breve, porque la historia no da para más: ¡Llegaron! no es otra cosa que la charla que mantiene un viejito Fernando Vallejo con el señor que le ha tocado al lado en el avión. Algo así como lo de Orejudo con el tren. Vallejo está regresando a Colombia (o eso cree él), y se pone tierno, y comienza a recordar su infancia, sus años en Santa Anita, una finquita a las afueras de Medellín en la que su familia pasó sus mejores años.

A lo mejor el señor que le tocó a Vallejo en el avión no había escuchado nunca hablar de Santa Anita, pero sus lectores asiduos deberían estar ya más que familiarizados: Vallejo ya dio cuenta de esa época de su infancia en Los días azules (1985), y Santa Anita luego ha ido saliendo mencionada en otros muchos textos. La infancia es para Vallejo la patria (¡los loritos!), de ahí que la narración de ¡Llegaron! presente un tono más atemperado, menos combativo que en otras ocasiones, por más que el escritor-narrador no se resista a colarnos, entre las múltiples anécdotas familiares, sus cuitas de siempre: que si la corrupción de su país, que si su odiado Octavio Paz, que si su amor por los perros, blablabla… Pero ya digo: el problema no es que Vallejo hable una y otra vez de los mismos temas sino que diga siempre las mismas cosas al respecto. A mi juicio, esa contumacia resulta de lo más irritante.

Por más que la historia que aquí se narra tenga su grado de particularidad (la familia de Vallejo fue tan numerosa y caótica que las anécdotas y las excentricidades no faltan), por más incluso que pueda servir como retrato de una época, no creo que la literatura de Vallejo deba conformarse con ser algo costumbrista, que es a lo máximo a lo que podría aspirar esta novela.

Quizás el escritor provocador se nos esté haciendo viejo, o quizás esa narración en bucle que parece ser toda su obra no tenga ya más que aportar. Desde luego su ladrido ya no asusta como antes. Con ¡Llegaron! Fernando Vallejo comienza a mostrar signos preocupantes de abuelo Cebolleta: siempre con la misma cantinela… ¡Basta!

¡Llegaron! (Alfaguara, 2015), de Fernando Vallejo | 176 páginas | 18,90 €

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