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Juegos para aplazar la muerte

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La larga noche

Javier Mije

Acantilado, 2014

ISBN: 978-84-16011-09-4

160 páginas

15 €

 

 

 

Alejandro Luque

El acreditado cuentista Javier Mije, autor de dos libros oscuros y cautivadores como El camino de la oruga y El fabuloso mundo de nada, decide probar fortuna en el campo de la narrativa de largo aliento. Y lo hace con una historia que conecta en tono y estilo con los citados títulos, a saber: una prosa fibrosa, casi siempre en primera persona, amiga de las atmósferas cerradas y los estados de ánimo más bien obsesivos y crepusculares, lo que le ha valido al sevillano más de una halagadora comparación con su admirado Onetti.

Lamentaba hace algún tiempo Belén Gopegui la obstinada tendencia de la nueva literatura española a colocar a escritores como protagonistas de sus ficciones, con lo que ello pudiera tener de reductivo sobre la visión de la realidad. Avisados quedan: La larga noche tiene como protagonista a un escritor, y a la creación literaria como eje argumental. Sin embargo, considerando que hay en España muchos más escritores que fontaneros o repartidores de correos, no deberíamos preocuparnos por su eventual extravagancia o falta de representatividad.

El personaje central, un letraherido que “escribe porque no sabe existir”, vive mantenido por su pareja, Berta, lo que le produce cierto sentido de culpa. La vida afectiva de ambos languidece cuando Almeida, un antiguo novio de ella devenido en productor de éxito, regresa del pasado remoto para encargarle a él un guión que llevará por título La larga noche. Su ambientación es la resistencia de Madrid durante la guerra civil española -aunque cabe advertir de que podría haberse tratado de cualquier otro conflicto-, y su propósito, mostrar la lucha contra el mal que librará “un catalizador de energías, un héroe, un Aquiles moderno”.

Desde el principio sospechamos que la tarea no va a ser fácil, porque el amanuense se muestra en las antípodas de toda heroicidad. Espectador pasivo de la vida, parece incapaz de alterar la realidad a su alrededor, siquiera en sus más mínimos detalles, y a ratos preferiría “refugiarse en la oscuridad y no perturbarla con luz alguna”. De esa tensión entre el testigo impávido y el hombre de acción que surgirá de su imaginación surge el nudo argumental de la novela.

Ambos aparecen insomnes, cada uno en su atalaya: uno distrayéndose en la ventana de los requerimientos de la página en blanco, otro instalado en una azotea, centinela imperturbable adscrito a la defensa antiaérea de la capital. “¿Es posible crear algo que no esté dentro de nosotros?”, se pregunta el primero. En cierto modo, el escritor y el miliciano coinciden en practicar aquello que Juan Luis Panero llamaba juegos para aplazar la muerte. Pero mientras el soldado responde a la llamada de la gloria, su creador actúa como mercenario, poniendo sus facultades al servicio de un empeño poco menos que alimenticio.

El lenguaje, rico en imágenes potentes y frases para enmarcar, hubiera agradecido no obstante una revisión más exigente, tanto en algunos aspectos ortográficos (tildes en “arduo”, “solo”…) como léxicos (“subordinada” por “supeditada”, “mamporrazos” por “mamporros” o “porrazos”…). La elección de sinónimos más o menos rebuscados para no repetir palabras (“canes” por “perros”, “galeno” por “médico”) espesa a menudo innecesariamente la prosa. Por otra parte, causa cierta perplejidad descubrir que “el primer apellido de Almeida era Ramos”, cuando parece más plausible creer que Almeida no es nombre, sino apellido. Detalles anecdóticos que, no obstante, chocan con el cuidadoso tratamiento general del texto y su sólida armazón.

En el silencio de la noche, ante su “negro panel”, el escritor –trasunto del propio Mije– no solo busca la necesaria inspiración para cumplir con su encargo, sino también un modo de evadirse de las obligaciones conyugales y de aislarse de una ciudad, Sevilla, cuyos excesos celebratorios y abusos procesionales le repelen como a cualquiera que no comparta determinadas devociones. La historia se redondea con la aparición de Almeida como vértice de un triángulo que nunca llegará a despegar realmente, pero que brinda quizá el mejor de los monólogos interiores del libro. En resumen, una reflexión sobre el sentido de la literatura y el fracaso artístico y vital, pesimista sin concesiones, que se resiste hasta el final a abrir ventanas a la esperanza.

[Publicada en Mercurio y ampliada]

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