El mundo formidable de Franz Kafka. Ensayo biográfico.
Louis Begley
Editorial Alba, 2009.
ISBN: 978-84-8428-475-8
240 páginas.
21 euros.
Traducción de Ignacio Villaro.
Javier Mije
Que la obra de Kafka se venda en el mismo profiláctico recinto que los libros trazados por el resto de los mortales sólo puede atribuirse a un perverso malentendido. ¿Acaso puede adquirirse un patinete en un concesionario de coches, suministran las joyerías asimismo tornillos? ¿Qué tiene en común este escritor extraordinario, este ser humano excepcional, con los productos que el marketing eleva a la categoría de fenómenos literarios cada nueva temporada? Por otra parte, ¿no es injusto, como se hace habitualmente, considerar a Max Brod un traidor? El legatario de la obra de Kafka –que había advertido a su amigo que no atendería ninguna petición encaminada a la destrucción de sus escritos- preservó para la historia del arte, y de todo lo digno que los hombres han hecho, una de sus cumbres. ¿No es una traición más profunda a la literatura apilar aparatosos tornillos en las mesas de novedades? ¿Sería publicado hoy Kafka o el bosque de los patinetes –que educa a golpe de talonario nuestro gusto- no nos dejaría ver su grandeza? Un dato: las obras completas de Kafka traducidas al checo no se publicaron en su país natal hasta el otoño de 2007. Gracias a Kafka usted y yo tenemos un adjetivo para esto.
Tal como la cuenta Louis Begley en este soberbio, sobrio y emocionante ensayo, la biografía de Kafka puede condensarse de manera similar al modo en que aquel mandamiento final de los viejos catecismos reducía la ley de Dios a una sola regla: amarás a la Literatura sobre todas las cosas. En el fondo de su torturada alma, este hombre tan inseguro no debió de albergar ninguna duda acerca de su portentoso talento –“antes mil veces verme hecho añicos que retenerlo y sepultarlo dentro de mí”, dejó escrito en su diario a modo de programa vital-. Todo lo subordinó Kafka a la escritura, aunque pagara por ello el precio de llevar “una doble vida espantosa”. El azar puede depararnos extraños compañeros de oficina. No es difícil imaginar que las que frecuentó Kafka – vinculado laboralmente al mundo de los seguros- fueron un tormento para él: “estaba tan dispuesto a morir que de buena gana me habría hecho un ovillo sobre el suelo de cemento con los documentos en la mano”. Otro obstáculo para quien necesitaba unas condiciones muy precisas para escribir, “recluirme no como un ermitaño, sino como un muerto”, era la atosigada vida familiar a la que sólo en contadísimas ocasiones logró sustraerse: no tuvo una habitación propia hasta los 22 años, y esta no era más que un estrecho pasadizo entre el dormitorio de sus padres y el cuarto de baño. Y es que el azar puede también depararnos extraños hijos. Comer con sus padres era repugnante para él. Sentía horror hacia su intimidad. Afirmó: “la sola visión de aquellos de los que procedo me llena de consternación”. Aunque matizó cortésmente: “no es porque sean mis parientes, es porque son personas”. Qué decir de su vida amorosa, ¿acaso no puede el azar depararnos extraños compañeros de cama?
Es sorprendente la cantidad de energía que Kafka dedicó a las mujeres. Begley lo resume así: “los hechos que más destacan en la vida de Kafka son las peripecias de sus andanzas tras las mujeres, seguidas de intentos desesperados de escapar de ellas”. Como una muy entretenida novela de aventuras rastrea en este punto el ensayista las complicadísimas inmersiones de Kafka en el universo femenino. Un quiero y no puedo, un amagar y no dar. Por un lado deseaba casarse, convencido de que el matrimonio era “su única vía para una felicidad tranquila”; por otro, su erotismo oscilaba pendularmente entre el deseo y el temor, y pese a la cantidad de prostíbulos que visitó, es muy probable que Kafka necesitara de unas condiciones muy concretas para no ser impotente. Y como es lógico, albergaba serias dudas de que la vida “normal y burguesa” fuese compatible con su vocación. Una anécdota y una desgracia iluminan este proceso de forma esclarecedora. Fue a comprar unos muebles con Felice, uno de sus amores epistolares, y ante la visión de un aparador pensó que aquel objeto era una especie de lápida bajo la que sepultarse. Uno no puede dejar de sonreírse al pensar que, mientras Felice alababa las virtudes de alguna madera noble, Kafka “sentía doblar a lo lejos una campana funeraria”. Cuando esta finalmente sonó, en forma de un severo diagnóstico de tuberculosis, Kafka se sintió liberado de todo compromiso con el sexo femenino: “una parte buena de mí había deseado casarse, una parte mala quería impedirlo”. Y achaca su padecimiento hético no a la tisis, sino a “una puñalada decisiva asestada por uno de los contendientes”. Hay enfermedades que vienen en auxilio del alma. Kafka lo expresó así: “mi cerebro y mis pulmones llegaron a un acuerdo sin mi conocimiento”.
Pero este libro es mucho más de lo que aquí reseño, e invito fervorosamente a leerlo si desean descubrir qué circunstancias –familiares, históricas, religiosas, psicológicas- hicieron a Kafka ser Kafka. Pero quizá la pregunta que se impone es otra. ¿Qué hizo a nuestro mundo ser también Kafka? ¿Por qué la mente de una persona tan singular se reveló tan coherente con la realidad? Entre otras cosas, como otro grande entre los grandes, Marcel Proust, Kafka reveló que el reverso del anhelo universal de solidaridad humana es una verdad igualmente universal: “cada uno está completamente solo”. El hombre que en 1915 escribió El proceso, una novela que se adelantaba al totalitarismo, a las leyes secretas y al terrorismo de estado, tuvo la fortuna de no vivir para ver a Elli, Valli y su querida y confidente Otta, sus tres hermanas menores, gaseadas en Auschwitz. Es emocionante leer el elogio fúnebre que Milena le dedicó en un diario de Praga: “Era tímido, ansioso, manso y bueno (…). Demasiado clarividente, demasiado inteligente para poder vivir y demasiado débil para poder luchar. Era débil del modo en que lo son las personas nobles y bellas, incapaces de combatir su miedo a la incomprensión (…). Su conocimiento del mundo era extraordinario y hondo; el mismo era un mundo extraordinario y hondo”.
Tenía 40 años y, como el agrimensor K., había venido a esta tierra desolada con el deseo de quedarse. Después de leer este ensayo he corrido a la biblioteca a rescatar mis libros de Kafka. Era un impulso falso: lo que realmente deseo es abrazar a Kafka y llorar sobre su hombro.
Sólo ahora acabo de comprender por qué me gusta tanto Kafka.