ILYA U. TOPPER | Envidia. Esta es la primera sensación que nos embarga durante la lectura de El tiempo de la mariposa. Veamos: ¿quién puede llegar a un pueblo perdido en los montes cretenses, plantarse ante la puerta del kafenio y decir: «Buenas tardes. Me llamo Selma Ancira. Soy mexicana, soy traductora literaria y estoy intentando reescribir el Zorba de Kazantzakis en mi lengua, el español. Vengo en busca de palabras», quién puede ir de México hasta Creta para buscar palabras?
El tiempo de la mariposa abarca mucho más que este viaje: relata un proceso de varios años de lectura y relectura de Zorba el griego — de Vida y andanzas de Alexis Zorbas, mejor dicho, ya que así se llama el original— para ir moldeando la versión española. Consultando no solo diccionarios, sino otras obras del autor, expertos, investigadoras, museos. Y finalmente, en lo que se adivina como el momento del vellocinio de oro en la saga, la llegada al kafenio donde se solía tomar su café, en algún momento de su vida, Nikos Kazantzakis. Charlando con los parroquianos. Y son esos parroquianos que aún lo recuerdan y extraen de su memoria las palabras que usaba el escritor y que hoy nadie más en Grecia entiende.
Nikos Kazantzakis (1883 – 1957) vivió y escribió en una época en la que el idioma literario griego moderno aún se estaba cociendo. Esta parte no la cuenta Ancira en su libro, porque —entendemos— su relato pretende ser un poco más universal: el proceso de traducción de toda obra pasa por esas fases de búsqueda, hallazgos, composición. Por eso mismo, El tiempo de la mariposa es una lectura igual de fácil para cualquiera que no sepa nada de griego; arroja luz sobre el el arte y oficio de traducir, no sobre las herramientas de Kazantzakis en el arte y oficio de escribir. Ni siquiera sobre la razón por la que un escritor utilice palabras que no entiende nadie en su país, sin que sean creaciones propias (que se traducirían con una creación propia equivalente) ni tampoco el dialecto de su tierra: los viejos del kafenio no conocen esas palabras excepto por boca del propio Kazantzakis. Hay que bucear en ensayos biográficos para entender el misterio que Ancira se deja en el tintero: durante años, el escritor viajaba por toda Grecia, memorizando y atesorando términos del lenguaje popular, el demótico, que entonces aún no había relevado al clasicista katharevousa como lengua literaria. Los usaba para dar mayor riqueza de este griego moderno que él, junto a otros literatos de su época, estaba creando. Es fácil entender todo el vocabulario de Fernando Quiñones pasando unas semanas en Cádiz; lo imposible es traducir el verbo fatear en un relato andaluz si no te dicen que es aragonés de Huesca.
Lo que resalta la búsqueda de Selma Ancira, en su dimensión universal, es una de las grandes losas de responsabilidad que pesan sobre el oficio de traducir: todos nos hemos saltado alguna palabra desconocida, oscura, ambigua, en lecturas de nuestro idioma materno: podemos imaginar su significado en el contexto; con eso basta. Basta al leer, no al traducir. Para crear la versión en otro idioma debemos asignarle a esa palabra un valor concreto. El que sea. Pero algo. No podemos dejar un espacio en blanco. Y menos, simplemente pasarla por alto. Eso sería deshonrar el oficio. En otras palabras: quien traduce, si lo quiere hacer bien, debe conocer mejor, mucho mejor, ambos idiomas, el propio y el ajeno, que el común de los lectores. Y quien sabe si mejor que el común de los autores.
No he leído Vida y andanzas de Alexis Zorbas en la traducción de Selma Ancira (Acantilado, 2015), pero sí otras dos obras que la mexicana ha traducido del griego: Loxandra y Vacaciones en el Cáucaso, ambas de Maria Iordanidou. Y puedo decir que se nota. El mimo que ha puesto en cada frase, casa expresión, es tal que uno llega a estar convencido de que la autora de estos libros es Selma Ancira. Luego he reflexionado por qué no he tenido esta sensación en los trabajos de otros compañeros, cuyo buen oficio, paciencia y meticulosidad a la hora de traducir están sobradamente demostrados. Y he llegado a la conclusión de que no es porque Rafael Carpintero o Belén Santana no sean igual de buenos profesionales, sino al contrario: son profesionales en todos los sentidos, incluido en el de vivir de su trabajo, lo cual significa aceptar encargos, traducir los libros que una editorial tenga a bien lanzar al mercado, sean clásicos de derechos expirados o noveles en boga. Y no siempre es la literatura que nos gusta leer. Me corrijo: no siempre es la literatura que nos gustaría haber escrito.
Selma Ancira también vive de su trabajo de traductora, pero tiene la suerte de haber nacido en México, país que dedica —según me dijo en una entrevista en Estambul el pasado mes de octubre— importantes fondos a fomentar traducciones, es decir, a pagar a quienes traducen libros. Fondos que van más allá de las muy modestas tarifas por palabra que una editorial puede ofrecer al traductor sin endeudarse con la imprenta. Y no digo que por esto ella le pueda dedicar más horas y un viaje a Creta. No digo que gracias a este respaldo, Selma Ancira (Ciudad de México, 1956) puede dedicar más tiempo a traducir un libro que el autor le pudo dedicar a escribirlo, en todo caso más tiempo del que la gran mayoría de los autores del mundo dedican a sus libros. No se trata solo de eso. Se trata de que ella puede elegir qué libro traducir, dejando de lado los demás. Y tanto nos ha quedado claro en El tiempo de la mariposa: Selma Ancira solo elige traducir los libros que ella mismo quisiera haber escrito.
Envidia, dije. Pero no es la envidia por el viaje a Creta. Ni tampoco es la envidia de poder elegir escribir en tu idioma las novelas que más te gustan. Este ensayo transmite la envidia que Selma Ancira siente por Kazantzakis, que fue capaz de crear la figura de Zorbas, algo que a ella le habría gustado hacer. Una emoción que no es tan distinta, al fin y al cabo, de la que debió de sentir Kazantzakis al observar a su amigo Yorgos, minero, vagabundo, tal vez bandolero y seguro amante de las mujeres y la vida, y por envidia, por no saber ser como él, se dedicó a crear una de las mayores obras de la literatura.
Kazantzakis podrá decir de su protagonista, como todo escritor, Zorbas c’est moi, y Selma Ancira lo podrá decir de los autores que ha traducido: Marina Tsvetaieva, Lev Tolstoi, Giorgos Seferis, Theodor Kallifatides, entre otros. Por eso dan tantas ganas de ver su nombre en la portada, junto al del autor. Sí, da envidia.
El tiempo de la mariposa (Gris Tormenta, 2024) | Selma Ancira | 112 páginas | 11,28 euros