ELENA MARQUÉS | Quien escribe estas líneas padece de vértigo. Un vértigo caprichoso, arbitrario, incluso algo ridículo, que no se manifiesta siempre, sino en los momentos más inoportunos. Por ello evito la tentación de exponerme a las alturas, ya sea en el Caminito del Rey o en un simple rellano entre dos tramos de escalera, pues sé que, para dejar de sufrir, tendré que lanzarme al abismo.
Porque los precipicios seducen, tanto como el mal. Como los juegos peligrosos. Como los hombres indómitos que regresan del destierro. Y la salvaje negrura que se respira en el paraje imaginario creado por la escritora Anne Hébert en Los alcatraces no es una excepción. Una vez que empiezas a leer «El libro del reverendo Nicolas Jones», capítulo con el que se inicia esta novela coral que en estructura y tono nos recuerda demasiado a Faulkner, no puedes detenerte.
La historia parece sencilla. El punto de partida es el de tantos thrillers en el que dos adolescentes desaparecen en un pueblo dejado de la mano de Dios, en la confusa frontera entre el mar, la tierra y el cielo, entre la vida y la alucinación, y se produce la consiguiente búsqueda e investigación detectivesca para averiguar lo ocurrido, con los testimonios que se van sumando sobre unos mismos hechos (las escenas se repiten) y desde distintos puntos de vista. Un tema manido y muy cinematográfico que a todos suele atraer. Resulta difícil calcular cuantísimas series nos habremos tragado con ese trasfondo, incluido ambiente opresivo donde la mayoría de los personajes son sospechosos, y no necesariamente del crimen que se cuenta. Porque se nos dejan continuas referencias y pistas (esos puntos suspensivos, esos clavos de Chéjov, esos sombreros que se pierden) de que algo terrible va a ocurrir, o que ya ha ocurrido, producto de la fatalidad, como en una tragedia griega. Hasta la naturaleza contribuye a ponernos los pelos de punta. No digamos las relaciones casi incestuosas en una comunidad mojigata y aislada, formada apenas por cuatro familias emparentadas entre sí, en torno a la voz irritada de Dios en la figura de su pastor, Nicolas Jones, cuyo discurso se ve atravesado continuamente por citas bíblicas, referencias a la tentación y el pecado y pensamientos lujuriosos. Incluso hacia su propia madre bañándose en el mar como una sirena muda y extrañamente libre. Y no voy a hablar aquí de las muchas lecturas sobre el papel de las mujeres en este libro, víctimas de casi todo, esclavas de su sexo y su belleza («Todo un largo linaje de gestos de mujer en Griffin Creek destinado a amarrarla para siempre»), porque no acabaríamos nunca. Solo dejar de pasada que se revisten de una aureola mágica, mítica. Si reproduzco aquí estas líneas, «Mi madre y la madre de Olivia son unas tejedoras. Ahí están en la playa, a la sombra del gran pino, chascando las agujas y desovillando la lana hasta el infinito», estoy segura de lo que la imagen os rememora.
El caso es que en el pueblo ficticio de Griffin Creek, a orillas de un mar simbólico y tempestuoso, hasta en verano combate el viento. Un viento capaz de cubrir los gritos, de arrastrar océano adentro y tierra a través las pruebas del delito. De no callar ni siquiera cuando calla. Ya lo dicen el sacerdote al principio y Steven Brown al final: «En toda esta historia habría que tener en cuenta el viento, la presencia del viento […] No hay un gesto de hombre o de mujer, en este país, que no vaya acompañado por el viento […] y aquello que sucedió solo fue posible por el viento, que se sube a la cabeza y lo vuelve a uno loco».
Locura, o desquiciamiento, o, desde luego, algo perturbador, nos acompañan en el recorrido a través de esas voces alternas entre las que no faltan un muchacho algo retrasado (lo dicho: ¿no recuerda demasiado a El ruido y la furia), cuyo discurso fragmentario alcanza en ocasiones una lúcida coherencia, y (hago spoiler) una llamada de ultratumba, creíble a pesar de todo, pues la forma misteriosa y poética que unifica los distintos discursos, entre cartas, fluir de conciencia, diarios y otras formas más o menos intimistas de expresión, logra crear una atmósfera onírica, por no decir pesadillesca, en la que la existencia parece detenida «como un amanecer interminable». De hecho, aunque hay continuas referencias temporales, especialmente al día 31 de agosto de 1936, cuando se produce la desaparición de las dos mujeres, que además son primas (tampoco voy a hablar de algunas ambigüedades y dualismos; solo nombrar de pasada a las gemelas Pam y Pat, al servicio del religioso, abandonadas por sus padres como en los cuentos clásicos), y más tarde se nombra la guerra, y por allí pasan vehículos que nos sitúan en la primera mitad del siglo XX, bien podría tratarse de una comunidad primitiva, dedicada a la pesca, la ganadería, la huida y la mera supervivencia. Tiempo y espacio parecen malditos, tocados por el fatídico don de la inmovilidad, muy lejos de ese momento «cuando el mundo era inocente»; todos los personajes lo están («¿Seguirá la cólera de mi padre reconfortándolo, impidiendo que se hunda por completo en el aburrimiento y la indiferencia»). Como si estuvieran condenados por nacimiento («No fue la leche cruda lo que Beatrice, mi madre, me dio a mí, sino el hambre y la sed. El deseo»; «seremos arrastrados por la corriente de nuestra propia sangre»; «El espanto más profundo y antiguo, que no es únicamente el mío, sino también el de mi madre encinta de mí y el de mi abuela que…», etcétera) y pagaran por una culpa inconfesable y sin fin en ese infierno gélido. Allí, en Griffin Creek, hasta los muertos y los árboles hablan («en algún lugar de las profundidades del bosque, unos árboles vivos responden a los árboles muertos de la casa. La noche oscura está repleta de llamadas de árboles y de vegetación triunfante en marcha hacia el corazón podrido de esta morada»), y los alcatraces que dan título a la obra, símbolo de la libertad más salvaje, se lanzan en picado hacia su presa, a la que ven desde muy lejos. Prácticamente desde la infancia.
Desde luego para mí ha sido un descubrimiento este libro, y pienso que podría ser del gusto de un público amplio por la temática. Cualquiera con ganas de simplificar diría que se trata de una novela negra, y no le falta razón; pero la forma de narrar, fascinante e hipnótica, morosa y obsesiva, posiblemente no sea del agrado de todos. Para los que les guste la acción, esta es mínima, y se produce en el interior se esas atormentadas cabezas que se debaten entre la prohibición y el deseo (uy, sí, se respira y se transpira muchísimo deseo), el juego y la pura maldad. De hecho, la «Última carta de Stevens Brown a Michael Hotchkiss» podría pasar por un tratado sobre la perversión, pero también sobre la culpa.
«Todo lo que ha pasado es culpa de la infancia perdida», confirma Perceval, la única alma cándida, el único que tiene siempre el privilegio de ver y conocer la verdad, pero no de contarla con «la voz primaria del idiota». El otro yo de Stevens Brown (ya que antes hablamos de dualidades…), la cara más oscura del hombre al pie del mar y la tormenta, entre el ruido y la furia, frente a esos negros regueros de algas pegajosas que suelen orlar la orilla de la playa entre Cap Sec y Cap Sauvagine. Con su atractiva imagen me quedo. Como al pie de una vertiginosa escalera.
Los alcatraces (Impedimenta, 2021) | Anne Hébert| 248 páginas | 20,75 euros