CAROLINA EXTREMERA | “Sería capaz de tirarme por la ventana, pensé, si seguía sin poder dormir. Me subí la manta hasta el pecho. Conté capitales. Conté clases de flores. Conté tonos de azul. Cerúleo. Azafata. Eléctrico. Pavo real. Turquesa. Aciano. Lapislázuli. Ultramar. No me dormía. No me iba a dormir. No podía. Conté todos los tipos de pájaros que fui capaz de recordar. Conté programas de televisión de los ochenta. Conté películas ambientadas en Nueva York. Conté famosos que se habían suicidado: Diane Arbus, los Hemingway, Marilyn Monroe, Sylvia Plath, Van Gogh, Virginia Woolf. Pobre Kurt Cobain”.
Igual que existe una literatura del amor, del fracaso, una literatura social, de rupturas o de viajes, existe una literatura de la adicción que ha evolucionado bastante desde El jugador de Dostoievski o los bebedores que protagonizan los relatos de Hemingway hasta llegar a los alcohólicos en rehabilitación de La broma infinita de David Foster Wallace (Contemporánea, 2011), los que lloraban de felicidad el día en que después de dos años conseguían sentarse en el váter y obtener algo sólido o a Paul, el escritor apático que engullía un MDMA tras otro para afrontar la vida diaria en Taipei de Tao Lin (Alpha Decay, 2014). En ese sentido, Ottessa Moshfegh ha dado un paso más para alejar a su protagonista del estereotipo de yonki al uso con Mi año de descanso y relajación, en el que la narradora, de la que no llegamos a saber el nombre, es una bellísima jovencita que vive en el Upper East Side newyorkino.
La novela transcurre durante el año dos mil y parte del dos mil uno, un tiempo en el que la protagonista de veintiséis años decide hibernar, esto es, encerrarse en su casa y dormir todas las horas posibles. Según sus propias palabras: “Al principio, solo quería unos sedantes para acallar mis pensamientos y mis juicios, ya que el aluvión constante me ponía difícil no odiar todo y a todos. Creía que la vida sería más llevadera si el cerebro tardaba más en condenar el mundo a mi alrededor. (…) La vida era frágil y efímera y había que tener cuidado, claro, pero me arriesgaría a morir si con eso podía dormir todo el día y convertirme en una persona totalmente nueva.” De modo que eso es exactamente lo que hace, quedarse en su apartamento del Upper East Side viendo vídeos de Harrison Ford y Whoopi Golberg y, para conseguir dormir el mayor tiempo posible utiliza un catálogo apabullante de somníferos, sedantes y tranquilizantes que consigue con ayuda de la desastrosa doctora Tuttle, un personaje absolutamente hilarante. Durante su encierro, es visitada por su amiga – enemiga Reva, una compañera de la facultad cuya talla treinta y ocho es el mayor calvario de su vida y quiere animarla mediante los métodos más insulsos del mundo.
La historia, poblada por personajes arquetípicos, está contada desde la ironía y tiene un halo de humor, pero no es fácil tomársela a la ligera y reír. La protagonista es implacable con todo lo que la rodea, su lucidez es enorme y, a pesar de que ve cómo es utilizada como un objeto por absolutamente todo el mundo, desde su madre hasta su amante egoísta, es incapaz de cambiar. El lema “conócete a ti misma” es totalmente inútil aquí, ella sabe perfectamente quién es, pero ese conocimiento no le sirve de nada. En sus diatribas hay sitio para todo: el odio a una misma, el mundo del arte contemporáneo, la familia, el dolor, el sexo como arma de dominación. Por otro lado, descansamos con Reva, cuyas frases parecen extraídas literalmente de algún manual rancio de autoayuda y que nos remite necesariamente a esas personas de las que todos hemos visto una muestra, que están llenas de resentimiento pero hablan como si fuesen seres de luz. Es interesante también el uso que se hace en el libro de las drogas y de la industria farmacéutica, ya que uno de los motores más relevantes de la trama es el uso del Infermiterol, una droga inventada por la autora con efectos algo diferentes al resto de los somníferos.
La escritura de Ottessa Moshfegh es fría y analítica, porque la protagonista quiere ser así, pero el libro no deja frío en absoluto al lector: remueve conciencias, hace reflexionar sobre la propia vida y sobre la naturaleza de la realidad, sobre lo que merece la pena y sobre lo que no. Nos hace preguntarnos si debemos perdonar, cuánto y a quiénes. Cuesta trabajo leerlo despacio, porque engancha bastante, pero es mejor si se saborea. En los días en que fue mi lectura principal, me costaba dejar de pensar en él y, al acabarlo, no quise empezar nada más hasta el día siguiente para dejar su poso en mi cerebro.
Cuando se lee un libro cuya historia transcurre en Europa y empieza, digamos, en 1913, el lector pasa toda la novela observando la sombra que se cierne sobre todos los personajes. Independientemente de si llega a aparecer o no en el texto, lo cierto es que, de esas personas sobre las que se está leyendo, algunas no sobrevivirán a los próximos años. Puede que suceda durante la historia, puede que fuera de ella, pero esa idea es recurrente siempre, de manera que la Primera Guerra Mundial acaba siendo también un personaje.
Mi año de descanso y relajación, como ya he dicho al principio, comienza en el año dos mil y transcurre en Nueva York.
Mi año de descanso y relajación (Alfaguara, 2019) |Ottessa Moshfehg| 256 páginas | 18.90€ | Traducción de Inmaculada C. Pérez Parra