CARLOS FRONTERA | Me siento a escribir la por así llamarla reseña del libro y mis dedos se atascan en el nombre del autor, no lo recuerdan, y sin embargo teclean sin titubear el de la protagonista, Juanita Narboni, y se me ocurre que esto es lo mejor que podría decir sobre la novela, que con esto estaría todo dicho, que cuanto añada será repetirme, redundar en lo mismo: en el encanto de Juanita Narboni, en su magnetismo, en la seducción de una voz singularísima y poderosa. Si no lo dejo aquí mismo y sigo escribiendo es por temor a ser tachado de caradura, de vago, por el miedo al qué dirán, porque, en el fondo, yo también soy un poco Juanita Narboni.
La vida perra de Juanita Narboni es muy perra, perrísima. Transcurre en un Tánger que ya no existe, que tuvo un período de esplendor entre las dos grandes guerras al gozar del estatus de ciudad abierta y fue destino de artistas y bohemios y, tras la independencia de Marruecos, experimentó cierta decadencia. Aunque eso es casi lo de menos, circunstancial que diría aquel. Todo el protagonismo lo acapara Juanita Narboni, su voz, una mezcla del habla andaluza, de una naturalidad pasmosa y repleta de expresiones populares, y trufada de influencias hebreas, árabes y hasta francesas, señal de la mezcolanza de culturas que había en Tánger en aquel entonces. Según confiesa el autor en una nota previa —Ángel Vázquez, lo he mirado—, ese habla tan particular era conocida como yaquetía y quiso escribir esta novela como testimonio de recuerdo, de cariño por un mundo que dejó de existir.
La vida perra de Juanita Narboni es un largo monólogo en el que se intercalan extractos de conversaciones de todo quisque con quien se va cruzando la protagonista, así como las impresiones que le suscitan. A Juanita hay que quererla, a Juanita hay que odiarla, Juanita inspira ternura y rechazo, cae bien y no quieres verla ni en pintura. Juanita vive atormentada, presa de un resentimiento que la consume. En sus pensamientos, Juanita arremete contra todo hijo de vecino, aunque de puertas afuera guarda las apariencias y trata de ser una ciudadana ejemplar. Se debate entre el conservadurismo en que ha sido educada y lo moderno representado en su hermana, ese chocho loco, como la llama no pocas veces, y sólo en el cine parece encontrar un mínimo respiro, cierta liberación. Su forma de expresarse es tan embriagadora, tan cercana, tan subyugante y natural, que todo lo que cuente tiene interés.
Por momentos la novela se hace pesada, pero no es esa pesadez propia del tedio o del desinterés: es que Juanita Narboni es pesada, es muy pesada y muy seguía con sus críticas a diestro y siniestro (“le caiga un tifus encima de la cabeza y pierda el pelo y la caoba. Calva se quede”, perlas así dispara sin verbalizarlas cada dos por tres), aunque también tiene sus momentitos de ternura (“No puedo mirar al cielo, me mareo. Tiene un azul tan grande”, “No, no enciendas la luz. Todavía queda un pedacito de tarde”, “Esa sonrisa con la boca tuerta me inquieta”). Imposible no dejarse arrastrar por su voz y quererla incluso, con su mala leche y todo. En el fondo, Juanita Narboni no deja de ser una pobre infeliz que carga con un buen manojo de prejuicios en un mundo cambiante, cada vez más alejado de aquel que conoció, y hace lo que buenamente puede para tirar adelante: “Me voy a pasar un peine por estos pelos y a lavarme la cara como los gatos. Ceremonias. Para mí todo son ceremonias. La ceremonia de todos los días para no acordarme de que estoy sola”.
No quisiera acabar sin celebrar que Seix Barral haya tenido la feliz idea de reeditar La vida perra de Juanita Narboni, publicada por primera vez en 1976, y que haya rescatado de un Tánger que ya no existe a Ángel Vázquez, autor singular y atormentado que permaneció alejado de los círculos literarios, y, sobre todo, a Juanita Narboni, tan odiosa como enternecedora, tan cercana, tan inolvidable.
La vida perra de Juanita Narboni (Seix Barral, 2017), de Ángel Vázquez | 319 páginas | 18 euros
Es una de las grandes novelas que tengo pendientes, muy pendientes. Pero me llama la atención un detalle, en el que ya me fijé en otra novela (reciente) sobre Tánger, tan mala que ni la acabé ni recuerdo el autor: escribir yaquetía, como si la j en jaquetía (el español de los judíos sefardíes de Marruecos) se pronunciara a la francesa. Jaquetía viene del árabe Hakia, hablar, se pone en español J porque es una H aspirada; de hecho, en francés e inglés, y muchas veces también en español, se escribe Haketia. El otro autor simplemente es ignorante, me dije, pero Ángel Vázque tendría que haberlo sabido…