JABO H. PIZARROSO | Cuando ya nada se espera personalmente exaltante,/ más se palpita más allá de la conciencia,/ ciegamente existiendo, ciegamente afirmando,/ como un pulso que golpea las tinieblas.
No sé por qué, no me lo pregunto, no me lo pregunten, arranco esta crítica con unos versos de Gabriel Celaya. Veré a dónde me llevan.
Será que el corazón secreto, el cazador solitario de las líneas celayescas acabó por emparentarse con la borrachera lúcida y espléndida que me ha procurado la lectura de la novela de Alana S. Portero.
Llevamos unos cinco años conviviendo con literatura del extrarradio, por fin, con historias que se alejan de los centros capitalinos, de los espirituales, de aquellos donde se enraíza el poder heteronormativo también, esa violencia blanca tan invisible, ese sudor que exhala lo normal establecido como regla, esa patraña que abona la moral inhumana que nos gobierna todavía, esa mala costumbre.
Hay una generación de escritores entre las que están Sara Mesa, Itziar Ziga, Miguel Angel Oeste, Manuel Calderón, Alana, of course, y algunos más en los que se ha precipitado como una sal o un elemento químico leal al tiempo, al espacio, a su peso específico y a sus características atómicas, una nueva relectura histórica y un novelar de un pasado insepulto y de un presente lleno de historias y personajes que no estaban tan atadas ni tan atados y que exigen, y así lo demuestran los libros de las autoras y de los autores citados, una apertura de armarios de todo pelaje y pluma.
No sé, ciegamente afirmo y golpeo las tinieblas y como es tan así me apoyo en ellos. La puta droga de los ochenta servida por el estado transicionero de la reforma, el Oxycontin de Fraga, nunca de la ruptura con su pasado asesino, para neutralizar cualquier conato de rebeldía, el Plan Zen, por ejemplo -faltan decenas de novelas sobre eso-, los barrios en los que se criaron y crecieron los hijos del desarrollismo paupérrimo español, los del llanto de la excavadora, como los contó Pasolini, los hijos e hijas del arroyo, del vertedero de la historia, del descampado, de la ciudad tan lejos de estar tan cerca, ese viaje imposible que dura décadas y generaciones.
Lo del ascensor social fue una quimera con vendajes y tiritas que se despegaban al primer oleaje del signo de los tiempos, el capitalismo con sus buenas palabras. La tirita de las becas socialistas. Lo de las superestructuras ideológicas y lo de las bases estructurales españolas no cambió mucho y los barrios como San Blas, Errekaleor, La Mina, Zaramaga, Abetxuko, Los Pajaritos, Otxarkoaga, El Higuerón y tantos otros no tenían hasta hace poco la caja de resonancia que por vida y maltrato debían tener, ¿Cómo es la cosa? ¿No había que estar con los que padecen la Historia y no con los que la hacen, como dijo Albert Camus en su discurso de premio Nobel? Parecía que no, hasta ahora. Alana es la Pandora de nuestros barrios.
Los marcos lacanianos en manos de la derechona arrasaron con todo y lo siguen haciendo. La opinión pública es un puto desastre porque está consumida bajo su instinto desocupa y de propiedad, bajo su casa en Santa Pola y su menguado privilegio, las gotas de lluvia que el capitalismo deja caer, aplastada por la bota del control de la información por parte de aquellos que lo quieren mantener todo atado y bien atado. Pero está la comunidad lectora, las trescientas mil personas de las que habla Belén Gopegui. No sé si como esperanza. Puede que, como aval, ¿de qué? Sigo sin saberlo.
Pero ahora, ay, amiga, ahora están saliendo escritoras y escritotres que, desde las podredumbres económicas y desde la precisión literaria –somos los hijos de los obreros que nunca pudisteis matar-, que cantara La Polla Records, son capaces de abrirle las puertas a la visibilidad de indigencia y al maltrato, al pozo oculto de la inhumanidad y a la cantidad de historias ‘barrionalistas’ de un país que, si no lo remediamos, volverá a las andadas golpistas y ultras, cegadoras, desasosegantes y populares, porque al fascismo no lo trae la élite, lo traen los mismos que no son capaces de contarse de ninguna forma, lo traen las clases bajas, los de la banderita en el balcón de viviendas cuchitriles y el mueble del salón sin libros con platos de Benidorm.
Lo de siempre. La desmemoria y la amnesia fuera de los mimbres y los estancos literarios campa a sus anchas y esto es como dar gritos en el cielo que nunca serán actos en la tierra. Lo sé también, Gabriel, sigo citándote.
Una buena literatura se lee con admiración y envidia, con cercanía y con entrega, con lentura y detenimientos constantes en los bordes y en los predios de la página, con esa sensación de plenitud que otorga el tacto de un cadáver que despierta cuando es besado y querido y se llora con la caricia de cada yema cuando esta pasa la página de la piel de ese libro que ya no está muerto ni silencioso porque habla muy dentro del lector. Una buena literatura es esta novela de Alana.
La buena literatura se lee con lápiz y con un puto rotulador de tapón mordisqueado, sea rojo, negro, amarillo o del color con el que cada cual folle, que subraya con saña una frase, un párrafo, que se detiene mediante la marca en la página y se pasea para digerir mejor lo leído, en plan Thoreau, porque el lugar al que te llevó como lector ese párrafo, esa frase, esa imagen, ese diálogo o esa página es un territorio codiciado con tal intensidad en la mente del lector que tiene hasta dopamina en bruto, serotonina y todas las inas que excitan los centros de poder mental emotivo que esconde el cerebro entre su laberinto de circunvoluciones infinitas.
En la novela Fortuna de Hernán Díaz, publicada en Anagrama hace poco, uno de los personajes dice que la literatura es una tierra de nadie situada entre la emoción y la inteligencia, algo más allá de la frontera. Y toda sociedad impone fronteras. Las escritoras buenas se las saltan, las atraviesan.
Esa tierra de nadie la conocía de primera mano el viejo zorro de Mark Richard, un guiño a vos, mi querido Capitán Lucini, y a tu pelea noir hillbilly dirtyworksera. También supieron de ella Virginia Woolf, John Cheever, Carmen Martín Gaite y Roque Dalton. Cada cual, mediante los conductos de sus motivos, aquellos que los llevaron a la tierra de nadie a la que solo se podía llegar conteniendo la respiración, como si estuvieran a bastantes pies bajo el agua o a gritos, gritos que mezclan la ternura con el horror, alaridos literarios que desbrozan la belleza y la sientan en sus rodillas y la escupen sin conmiseración alguna para al cabo exclamar con toda la fuerza de sus pulmones: ¡La literatura ha muerto, viva la literatura!
No lo afirmo ciegamente, lo hago con ojos grandes y garganta seca, La mala costumbre de Alana es un novelón que abre una ventana de entrega total, abre los orificios de la flauta de la columna vertebral de la comunidad lectora a un nuevo parnaso en la literatura de hoy, casi como si de un verso que atronara la voz pétrea y estentórea de Maiakovski se tratase, igual que si fuese cualquier capítulo de la Campana de Cristal de Silvia Plath, o una de las novelas de Carson MacCullers: El corazón es un cazador solitario, por ejemplo.
Hace unas semanas escuché una conferencia de Remedios Zafra, una de las mejores filósofas que tenemos en castellano, en la que hablaba del resentimiento como detonante del pensar y de la acción directa creativa. Y ese resentimiento estaba aletargado, ahora cito a otro y los mezclo, con la mierda de la Cultura de la Transición, la CT famosa que hace años ahormó de manera exacta el relato fabulado de nuestro pasado más cercano y cuyo gurú fue el gran Guillem Martínez. Aquella CT que desactivó el poder perturbador, transformador, rebelde y disidente de la expresión literaria y cultural. Aquella CT que llenó los libros de bachillerato y las redacciones de los periódicos y la mente de las personas que se dedicaban a juntar letras o a empalmar metros de celuloide o a componer canciones y muchas otras cosas más.
Mezclo a Zafra con Martínez porque una de las respuestas a tanta desfachatez histórica, fue el silencio narrativo. Había pasado nuestro que no se podía contar porque rompía el consenso y podía ser desestabilizador y esta mandanga fue asumida por todo el mundo. Tuvieron que llegar las hijas y los hijos de los barrios para cuestionar de cara toda esta porquería que nos inunda.
Azaña dijo en sus memorias que si quieres guardar un secreto lo mejor es que lo escribas en un libro.
Esta boutade puede que tuviera charmé en los años treinta, pero no tiene ni puta gracia hoy cuando todavía existe una sociedad que se ríe al escucharla y como idiotas votan a Vox a voz en grito. No cerremos los ojos a la realidad. Abrámoslos, aunque no exista, porque la realidad es aquello que, aunque dejes de pensar en ella va a seguir ahí y solo se puede romper o atravesar con literatura de precisión mediante disparos certeros de calibre con título de libro, gracias, Alana.
Abandono la digresión y vuelvo al asunto. Me fascina que Alana haya conseguido destilar todo un jugo de rabia personal en un libro tan armado, y digo armado no en su acepción más infraestructural, sino en aquella que habla del poder de disparar. Alana lo hace sin que lo parezca porque esa rabia interna que le ha llevado a escribir esta novela no se nota nada más que como bondad, esa bella palabra o como bonheur.
Alana se ha convertido con esta novela en la dueña de nuestro aire, aquel que nos arrebataron y que solo permaneció en los pulmones de las trans y de los trans, de los travelos, de las bolleras, de los pájaros, de las mujeres, de los maricones y de los pobres que no sabían ni que les correspondía una porción de ese aire que circunvala el planeta.
Ese país que asistió a la mala costumbre de llamar puta a Nevenka, a la mala costumbre de llamar tortillera y despreciar y condenar por un asesinato que no cometió a la Dolores Vázquez Mosquera (Caso Wanninkhof), a la mala costumbre de llamar maricón y darle de hostias a un hombre que mueve el brazo de una forma femenina, lleva un fular rosa, se pinta los labios o te mira con deseo mientras te tapas el culo, esa mala costumbre que abrió sin indicios ni pruebas el caso del Arny en Sevilla y con esa farsa intentó procesar a personas que nada tenían que ver con lo que la mente del policía que azuzó el caso había imaginado desde su sexofobia y desde su desprecio, esa mala costumbre que nos obligó a callar, a escondernos, a no ser lo que una es cuando todos saben y no dicen ni mú, esa mala costumbre es la que Alana disecciona en su novela.
Y, ¡cómo lo hace! ¡Vaya! tremenda y tremendo cómo lo consigue. Lean La mala costumbre y abandonen la mala costumbre, por favor.
La mala costumbre (Seix Barral, 2023) | Alana S. Portero | 304 páginas | 19 euros