JOSÉ MANUEL GARCÍA GIL | Ser madre no parece fácil. La maternidad carga con una pesada losa de sacrificio, dependencia, sumisión y culpa, ante la que las feministas se rebelaron necesariamente. Aquel levantamiento acabó con una relación tensa y mal resuelta que, en algunos ámbitos, condujo a un cierto discurso antimaternal y antirreproductivo. Hoy en día, por el contrario, la cosa ha cambiado y tener hijos no se ve ya como un destino ineludible. Una nueva generación de mujeres se replantea el significado de la maternidad y, con menos prejuicios que las generaciones anteriores, reivindica poder vivir dicha experiencia al margen de las restricciones o imposiciones del sistema.
Sin embargo, gestar, parir, amamantar y criar no son temas que hayan sido abordados con frecuencia en la literatura, aunque no es extraño que ante algo tan fundamental como la llegada de una nueva vida, precedida de infinidad de cambios físicos, anímicos y existenciales, las mujeres no sientan ganas de explicárselo, de explicarlo a otros o de dejar constancia para el futuro. Anna Caballé denominó “diario maternal” a esta práctica literaria y la vinculó a la emergencia de la escritura femenina actual. Piensa que las mujeres casi siempre han “singularizado” este conocimiento. Antes lo hacían en álbumes donde predominaban las fotografías junto con notas y datos puntuales. Ahora, la escritura interior del embarazo, del parto o de la crianza, nace vinculada a la voluntad de estas madres futuras de integrar su naturaleza biológica en el contexto de su reivindicación identitaria.
De cualquier modo, son textos que siguen la estela de un buen número de autoras, de dentro o fuera de nuestras fronteras: de Adrienne Rich a Sylvia Plath, Doris Lessing, Muriel Spark o Carme Riera y su Quadern d’una espera. Escritoras que se pusieron a mirar hacia dentro, a vivir sus maternidades de distintos modos y en diversas circunstancias sociales y políticas para contarlo luego. En la intención de muchas de ellas, anidaba el deseo de rescatar para la literatura ese espacio reproductivo que fue silenciado durante siglos. Es, en el fondo, aunque el nuevo siglo haya traído nuevos y menos encorsetados aires maternales, el caso del delirante y poético Nueve lunas (2009) de la peruana Gabriela Wiener o del poemario, intenso y desconcertante, Mi pareja calva y yo vamos a tener un hijo (2019) de la cubana Legna Rodríguez Iglesias.
A ellas se suma ahora este Linea nigra de Jazmina Barrera (Ciudad de México, 1988), autora del premiado Cuerpo extraño (2013) y de los ensayos de Cuaderno de faros (2018) de cuyo afán coleccionista (apuntes de viajes, crónicas personales, recuerdos de lecturas y referencias históricas, motivos musicales) se nutre también el libro que reseñamos, escrito desde que recibió la noticia de su estado hasta el primer año de la vida de su hijo.
La escritora mexicana quería, en realidad, escribir un ensayo sobre el embarazo, pero finalmente “el embarazo es transformación en el tiempo y en eso hay trama y relato”. De todas formas, y sin caer en la trampa de los géneros, Linea nigra puede ser leído como ensayo, novela o, más propiamente, como un diario en el que la autora anota lo que le viene en gana, una vez que conoce que espera un hijo y manifiesta su deseo de escribir estas páginas. Prueba de que no está muy claro, ni falta que le hace al lector, en qué casilla encuadrarlo es que en alguna librería me lo he encontrado en la mesa de los libros de pedagogía infantil junto a títulos como Bebés sin cólicos o Somos la leche, una reivindicación de la lactancia femenina.
En ese sentido, Linea nigra puede ser lo que el lector quiera que sea. Puede ser un diario de lecturas (Rosario Castellanos, Mary Shelley, Maggie Nelson, Natalia Ginzburg, Simone de Beauvoir, Shirley Jackson, Pascal Quignard, Mario Levrero, Sylvia Plath, Virginia Woolf, Adrianne Rich, Seamus Heaney…) donde se mezclan ideas y citas. Pero puede ser también la narración episódica de historias fascinantes como la de Luz Jiménez, una indígena náhuatl que posó para incontables pintores y fotógrafos a mediados del pasado siglo o la historia de la abuela de la autora como enfermera y partera o es, también, la crónica de la destrucción y recuperación de algunos cuadros de su madre, reconocida pintora, tras un terremoto en Ciudad de México o la de la enfermedad de esta diagnosticada poco antes de que naciera su nieto.
Puede ser, a la vez, un libro de apuntes sobre el arte. La descripción de fotografías de mujeres embarazadas (Catherine Opie o Rineke Dijkstra) y de cuadros donde la imagen del cuerpo femenino es el protagonista (desde Courbet a Vigée-Le Brun, Marlene Dumas, Mary Cassat, Frida Khalo o Paula Modersohn-Becker) le sirven a la autora para reivindicar estéticamente la transformación que acontece en el cuerpo femenino. Si antes un cuerpo femenino embarazado podía verse como una afrenta a la belleza, a la forma, ahora no. La singularidad de una experiencia física y emocional como es la maternidad, tan absorbente y radical, es en Jazmina Barrera también literaria y artística: contar el cuerpo, cómo se enfrentan a él pintoras o fotógrafas, explorando su más íntima geografía, para poder dar nombre a sus deseos o pertenencias.
Pero es, además, un diario que tiene que ver con la pretensión de escribir una cotidianidad en vivo, una gestación en marcha (“Hoy se me olvidó desayunar” es la entrada más breve) donde caben los asuntos más prácticos y comunes a todo embarazo primerizo: la elección del nombre, las náuseas, la preparación del cuarto del bebé, las visitas al ginecólogo, la lactancia o los encuentros con las amigas. La palabra escrita entendida como fuente germinadora de memoria que recoge el rastro del día a día, de lo que va sucediendo.
Confirmando esa pretensión inicial de la autora de que todo lo inclasificable es tomado como ensayo, Linea nigra va sumando también, a lo largo de sus páginas, reflexiones sobre el aborto para defenderlo desde la maternidad deseada, aunque pueda resultar paradójico -que no lo es-, sobre el intercambio y la misteriosa comunicación de los cuerpos de la madre y el hijo o sobre el mismo estado que absorberá su imaginación, su tiempo, su escritura y, en suma, toda su vida. Incorpora además el libro leyendas indígenas o prehispánicas, anécdotas, supersticiones, historias familiares. Muchas son las voces de Jazmina Barrera en esta obra, al punto que la misma acaba convirtiéndose en una reivindicación de lo fragmentario. Si la espera del embarazo es un frutero, como se dice al comienzo, Linea nigra es otro cuenco donde no faltan las más diversas variedades de textos: piezas, largas o cortas, profundas o anecdóticas, que la autora va encajando a lo largo de esos meses. Si hacemos caso a lo psicólogos de la Gestalt, también en esta obra el todo es mayor que la suma de las partes. Partes al servicio de un todo que persigue preservar la memoria de aquellas vivencias íntimas y de la transmisión de una tradición diversa, la de su madre o la de su abuela. Un hábito que, por alguna razón y desde tiempos ancestrales, ha estado más a cargo de las mujeres que de los hombres.
En Linea nigra -el título hace referencia la línea oscura vertical que aparece en el abdomen alrededor del segundo trimestre del embarazo- la maternidad es un terremoto con supervivientes. Un terremoto donde, tras el derrumbe y bajo los escombros, crece la esperanza y la reconstrucción. Jazmina Barrera no desea contar solo su embarazo vivido con una “sensación de irrealidad”, como una alucinación o una historia fantástica, con sus rarezas e incomodidades, sino también es consciente de que, en esa situación, extraordinaria y emocionante, la vida y la literatura no se interrumpen.
La mexicana ha compuesto un libro mestizo. En él abunda más el relato que las reflexiones, la contadora más que la ensayista, la descripción lírica más que el buceo psicológico en la propia intimidad. Y todo esto más parece que haya sido fruto de la intención de la autora que de cierto pudor castrante que le haya impedido, al estar destinadas sus páginas a la publicación inmediata, mayor introversión. A lo largo de sus páginas, la obra encadena sin especial orden los eslabones de una cadena de apuntes y anotaciones, llenos de sentido y sentimiento. Un texto que la autora arma de forma amena, inteligente y con hábil dominio del tiempo narrativo. Así, casi sin darse cuenta, Barrera abre un espacio para que lo íntimo se haga público, para que lo femenino se exprese, para que eso que ella percibe como ordinario se vuelva extraordinario en la historia de la literatura o del arte, que son también, sin duda alguna, terrenos de gestación y reproducción.
Si hasta ahora la concepción, el embarazo, el parto y la crianza de los hijos habían sido temas tan poco literarios quizás fuese porque los metíamos en el saco de una de esas cosas llamadas, despectivamente, “de mujeres”. Unos temas, en consecuencia, que no podían entenderse como se entendían otros, más estéticos o intelectuales, como la muerte, el amor o la enfermedad. Pero es un error creer que los hombres en tanto que seres humanos nos representan a todos, incluso cuando sus temáticas o puntos de vista sean específicamente masculinos, mientras que las mujeres son solo mujeres, solo se representan a sí mismas y solo pueden interesar a otras mujeres. Un libro como este nos demuestra todo lo contrario. Con la maternidad -una experiencia tan profundamente femenina- como hilo conductor, se puede hacer buena literatura, y la buena literatura, hable de lo que hable, lo diga quien lo diga, vale para todo tipo de lectores.
Linea nigra. Ensayo de novela sobre embarazos y terremotos (Pepitas de Calabaza, 2019) | Jazmina Barrera | 160 páginas | 16,80 euros