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La (feliz) arrogancia de las escritoras

Los argonautasCAROLINA LEÓNRebecca Solnit, Olivia Lang, Roxanne Gay o la autora que nos ocupa, Maggie Nelson, son dignas sucesoras de Audre Lorde, bel hooks, Gloria Steinem, Adrienne Rich o Joan Didion, cubriendo cada una diferentes facetas de lo que se llama no-ficción en el mundo anglosajón, y aquí suele quedar encuadrado en “ensayo narrativo” o “autoficción”, dependiendo del peso que tenga lo personal en lo ensayístico. Pero todas ellas son sucesoras genuinas de una tradición muy anglosajona (o específicamente norteamericana) de hacer intervenir, declinar o explotar la reflexión política, social, medioambiental, filosófica o antropológica desde lo personal. Esto se me ha quedado dando vueltas al cerrar el libro de Maggie Nelson, Los argonautas, que es el primero que se edita en castellano y he devorado en cinco días. Y me doy cuenta de que esta literatura que ensaya mientras narra, que parte de las circunstancias pequeñas e inmanentes de vidas que se parecen a las nuestras, es la literatura que más me interesa, más me apela y me conmueve, desde hace al menos ocho años; no se trata de una decisión consciente, no las he leído a todas con el mismo placer, pero en cada uno de esos libros, algunos escritos en los sesenta, otros en los noventa, otros hace tres años, se encuentra un pedazo de verdad que ha sido escamoteada: se encuentra la arrogancia de las escritoras que nunca aprendieron a ser arrogantes.

Abrí el libro de Maggie Nelson sin saber ni una pequeña cosa de ella, merced a lo que explica su contraportada, que había caído en la sección “LGTB” de la librería. O sea, quizá me iba a encontrar un ensayo. ¡Pero habla de sí misma! Y habla de su vida compartida con un hombre trans (con una marimacha, como se califica a sí mismo). Y de su papel de madrastra del hijo de su pareja. Y también de su deriva como autora-profesora, buceando en los referentes del arte underground, de su contacto de décadas con el activismo queer californiano, de su trabajo como profesora universitaria peleando por la voz de autoridad que siempre hay que disputar. Habla de su embarazo, de la búsqueda del hijo propio en el medio de una familia “no normativa”, y de todos los encuentros (encontronazos) de su diferencia con el prejuicio y la exclusión… Habla, y a cada fragmento me voy sorprendiendo más y más, del cuerpo femenino, del cuerpo en transformación de género, de la vejez y la enfermedad, de las pérdidas y de la familia… Habla, escribe, de todo lo que podría ser la “familia” cuando deja de ser la institución patriarcal y heterocentrada que solemos concebir bajo ese significante.

Es un “ensayo” y no lo es, mezclando lo aprendido en los márgenes de los libros de estudiosos y académicos con lo experimentado en la quincalla emocional de lo cotidiano, construyéndose un lugar aparte de la norma e investigando en sí misma y los suyos, como cuando escribe: «En su épico tratado Bubbles, el filósofo Peter Sloterdijk expone lo que llama “la regla de la ginecología negativa”. Para realmente entender el mundo fetal y perinatal, Sloterdijk escribe que “hay que rechazar la tentación de salirse del tema con miradas externas de la relación madre-hijo; cuando se trata de comprender las conexiones íntimas, la observación exterior es el error fundamental”. Celebro esta involución, esta “investigación de la caverna”, este apartarse de la superioridad en dirección a la burbuja sumergida de “sangre, líquido amiótico, voz, campana de sonidos y respiración”. No siento la urgencia de salirme de esta burbuja. Pero ahí está la trampa: no puedo escribir y sostener a mi bebé al mismo tiempo» (57). O como cuando escribe:

«Un escritor es alguien que juega con el cuerpo de su madre. Yo soy una escritora; yo debo jugar con el cuerpo de mi madre. Schuyler lo hace; Barthes lo hace; Conrad lo hace; Ginsberg lo hace. ¿Por qué me cuesta tanto hacerlo a mí? Porque mientras que he llegado a conocer mi propio cuerpo como madre, y mientas que yo puedo imaginar los cuerpos de una multitud de extraños como mi madre (meditación budista básica), aún me cuesta mucho imaginar el cuerpo de mi madre como mi madre» (159).

En el recorrido de este libro fragmentario, se ponen al mismo nivel la convivencia con una persona transgénero, los avatares de la maternidad, el acompañamiento de la enfermedad y la filosofía contemporánea sobre biopolítica o la recepción de la diferencia. Es un libro, podría decirse, anti era-Trump, pulsando problemáticas de la identidad, de la experiencia, del ser, que no se reducen en eslóganes y que se dejan desafiar por el día a día. El tonto amor que todo lo puede.

Lo que hace Nelson en las páginas de este libro no es muy distinto de lo que han hecho tantos escritores en los dos últimos siglos, rebuscando entre sus anécdotas familiares y lo aprendido en las aulas y los libros, con la salvedad de que se trata de una autora y la recepción que hace el mundo de sus textos es, por el momento, tematizada y parcial. Lo más interesante de este libro es el compendio: el intento (y el logro) de poner al mismo nivel lo vivido, lo leído y lo pensado, en un amasijo de temas absolutamente contemporáneos, como “por qué se sienten todos tan amenazados por nuestra existencia como familia que no se ubica en vuestras normas”. O “cómo escribir de lo que me afecta a mí y a mi familia haciendo que apele a una gran variedad de seres humanos y proponiendo espacios de encuentro”, por ejemplo.

Los (las) lectores de literatura sabemos que no hay “verdad” en ella. Que no hay más que pedazos de verdad en las páginas de la literatura: flashes, fragmentos; pero al mismo tiempo sabemos que la literatura crea pasadizos hacia esa “verdad”. Que los libros que parten desde la experiencia personal pueden ser auténticos túneles que arriesgan mientras exploran y que nos acompañan mientras buscamos sentidos. El libro de Nelson tiene un poco de eso, y da para encontrar buenos pasadizos, aunque la mezcla resulte sólo un poquito floja hacia el final, como una masa a la que hemos añadido demasiados ingredientes.

Volviendo a las literatas de la autoficción o del ensayo autobiográfico: la diferencia que creo que existe entre las primeras y las segundas no es sólo temporal: siempre supieron arriesgarse y exponerse, aunque las más modernas lo hicieron, además, apoyadas en las anteriores. Creo que lo que las diferencia (a las nacidas en los setenta, más o menos) es su asimilación y cercanía con la academia y a menudo pertenencia a los departamentos de estudios de género. Todo ha dejado huella. Detrás, sin embargo, ya viene otra generación y nos trae todavía más complejidad y diversidad, más pasadizos. Sólo espero que les dé tiempo a pisar y dejar su propia huella, antes de que se nos reduzca el mundo y se pisotee la feliz complejidad que viven y describen.

Los argonautas (Tres puntos, 2018), de Maggie Nelson | 216 páginas | 18,90 euros | Traducción de Ariel Magnus y Tal Pinto

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