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La gran farsa

ILYA U. TOPPER | Metropol. Suena bien. Suena a nombre de hotel de una gran ciudad cosmopolita, europea, quizás asiática. Luces, camareros, un piano, elegancia, palabras en lenguas extranjeras, espías.

El Metropol de la novela es efectivamente un hotel. Está en una capital europea y asiática. Moscú. Hay luces, aunque no tantas, hay camareros, hay un piano en alguna parte y hay muchos espías. Pero los espías que están en el Metropol no están espiando. Están aquí porque los han suspendido de su trabajo. Están prácticamente presos. Ven pasar los días, las semanas, los meses, sin poder espiar a nadie, sin usar sus conocimientos de lenguas extranjeras, sin servir a la patria. Porque la patria ya no es la que era.

La patria no es Rusia. Es la Unión Soviética. El comunismo. La revolución. Una causa por la que estos espías —alemanes la mayoría, o bálticos, europeos del Este, alguna inglesa, alguna española— han puesto la vida al tablero, y por la que unos cuantos han matado. La revolución está por encima de la vida, de la propia y por supuesto de la de los demás.

Lo que no saben estos espías es que por encima de la revolución está Stalin.

Sí, usted lo ha adivinado. Estamos en 1936, en el arranque de los grandes procesos de Moscú. El comunismo es aún un movimiento mundial con mucha esperanza de vencer pronto a escala planetaria, guiado por la mano soviética. Eso, si Trotski no lo sabotea, claro. Trotski es la quinta columna. Parece comunista, pero quiere derruir la Unión Soviética y hacer ganar al capitalismo burgués. Hay que erradicar a sus seguidores camuflados entre el resto de comunistas, como se escardan las malas hierbas del trigal. Eso no lo duda nadie.

Lo malo es que no hay manera de diferenciar a un trotskista de un comunista de verdad. Cualquiera puede serlo. Mire a su alrededor. Su vecino. Su compañero de trabajo. Su mejor amiga. Su jefe. Usted mismo podría serlo.

Charlotte Ruge, Lotte para los amigos, Charlotte Germaine para el enemigo, mira a su alrededor. Acaba de comprar el periódico y en un artículo aburrido sobre un proceso aburrido contra un conspirador trotskista ha visto el nombre de Moises Lurie, Alexander Emel para el enemigo y para prácticamente todos sus amigos también. Amigos como Lotte. Un valiente comunista, un gran agente, agitador, historiador y docente. Y ahora conspirador. Confiesa haber intentado matar a Stalin por orden de Trotski.

Los amigos de los enemigos del pueblo son enemigos del pueblo.

Hay una escena en Metropol que refleja con precisión, y con ese estilo desapasionado que caracteriza todo el libro, el estado mental de quien observa desgajarse a su alrededor las piezas de su vida social y política —somos comunistas, todo lo social es político— como el borde del témpano de hielo sobre el que uno se mantiene a flote. No solo ha confesado Emel. Han detenido al jefe, a Abramov-Mirov. Desaparecen cada día colegas y todo el mundo ha aprendido ya a no preguntar. Quizás sea mejor ser ya solo amigo de los libros. Llevar en el bolso del abrigo una obra de Serguéi Tretiakov que glorifica los héroes soviéticos. Tretiakov es amigo de Brecht y Eisenstein. O lo era. Cuando lo detienen, la pregunta de Lotte no es: ¿Por qué lo detienen? Sino: ¿Y ahora cómo me deshago del libro? Está dedicado.

Eugen Ruge (Urales, 1954), reconstruye en Metropol la historia de unos convencidos comunistas alemanes que se ven barridos por la ola de la gran purga estalinista. La reconstrucción es minuciosa, histórica, fiel prácticamente a la letra; no nos sorprenderemos cuando nos explica en el epílogo que prácticamente todos los datos, hasta el número de habitación de hotel de cada personaje, hasta el episodio más trivial —el completamente innecesario episodio del vitriolo que alguien echó a las botas de Lotte por venganza— corresponden a la realidad histórica, fueron documentados, anotados, contrasellados y archivados en Moscú donde el autor los desenterró 80 años más tarde. Para que no dudemos, los facsímiles de unas cuantas cartas, denuncias, órdenes, en ruso, en alemán mecanografiado o manuscrito, se incluyen en el libro.

Se agradece la minuciosidad del trabajo: nos exime de la pregunta de si este libro refleja realmente la vida en Moscú en 1935 tal y como era. Pueden estar seguros, desde las nevadas hasta las flores, de las luces del hotel al piano: exactamente así era.

Distinta es la pregunta de si refleja el estado mental de los protagonistas.

Porque este estado mental es una incógnita hasta hoy. Nadie sabe todavía por qué en las farsas de juicio, confrontados con denuncias absurdas, todos los acusados confesaban, con firmeza y claridad, haber cometido una larga serie de fechorías para atentar contra Stalin u otros altos cargos soviéticos y para derribar el comunismo. Ellos, que hasta el día antes habían sido el más firme sostén del comunismo. Se puede forzar a un hombre a firmar una confesión bajo tortura, pero ¿cómo se puede evitar que frente al tribunal, ante una decena de periodistas extranjeros presentes en la sala —estaba hasta Lion Feuchtwanger—, les diga la verdad a la cara a todos? ¿Qué tiene que perder alguien que ya sabe que será fusilado mañana?

La respuesta la ha dado, que yo sepa, solo uno: Arthur Koestler en El cero y el infinito (1940). Eugen Ruge no la da. Por si acaso evita la pregunta: describe a sus héroes como personajes arrrastrados por una tempestad ante la que solo cabe agacharse y esperar que amaine. En el caso de Charlotte, hija de una familia pequeñoburguesa de Berlín, metida en la Komintern, la organización de agitadores y espías soviéticos, quizás más por seguir a un amante y por ganas de aventura que por ideología, esta actitud es perfectamente convincente. Pero el amante, Wilhelm, en realidad Hans Baumgarten, Jean Germaine para el enemigo, que tantas veces se ha jugado la vida ¿no se lo plantea tampoco? ¿Y Hilde Tal? Una comunista tan convencida que es capaz de denunciar a su mejor amiga ¿qué piensa cuando la detienen?

Lo que pensaron no está documentado en los archivos soviéticos. Eugen Ruge tendría que habérselo inventado. No pudo, porque prefirió reconstruir minuciosamente una serie de personajes reales que crear uno imaginario. Esto convierte el libro en una excelente obra documental pero en una novela modesta. No mala, porque la capacidad descriptiva del autor es de nivel; las escenas que recrea dentro del marco que le permiten los archivos están trazadas con la seguridad de un buen dibujante, y eso incluye los perfiles psicológicos, el carácter de varios personajes secundarios. Pero juntos no alcanzan a componer el arco de tensión de las grandes novelas. Los capítulos que describen la visión del juez que firma las ejecuciones, V. V. Ulrij, con certeza reflejan bien el mundo de los funcionarios soviéticos, pero no se integran en la novela como una pieza necesaria para la trama. Porque la trama no la ha imaginado el autor, y por eso tampoco puede domarla ni forjarla. La trama la escribió la Historia. Y Eugen Ruge no se ha visto autorizado a enmendarle la plana.

La Historia se repite, y lo hace como farsa, dicen. Desde 2016, desde un fallido golpe de Estado que parecía diseñado para fallar, atribuido a los discípulos del movimiento del predicador Fethullah Gülen, cientos de miles de personas en Turquía miran a su alrededor como quien ve desgajarse los bordes del témpano de hielo sobre el que se mantiene a flote. Ayer firme sostén del movimiento islamista del presidente, Recep Tayyip Erdogan, columna vertebral de su funcionariado, hoy son traidores a la patria: hay quien pide ni siquiera enterrarlos en un cementerio. Recibir una citación a juicio acusado de ser seguidor de Gülen equivale a convertirse en nopersona, quedarse sin trabajo, sin pasaporte, sin bienes, sin amigos: quien ayer te saludaba, hoy ya solo se pregunta si él mismo será el próximo. Muchas decenas de miles han dado con sus huesos en la cárcel.

La diferencia es que ninguno de ellos, en los cientos de juicios celebrados, jamás ha admitido las fechorías de las que se le acusa, ninguno ha confesado nunca haber preparado un golpe de Estado.

Y ahí radica la diferencia entre la primera vuelta de la Historia y su repetición como farsa. Arthur Koestler nos lo explicó: los viejos compañeros de Lenin, la cúpula del partido, líderes de la Revolución todos ellos, no es que confesaran los actos de sabotaje y terror pese a ser comunistas que creían en la Unión Soviética. Confesaron esos actos que no habían cometido porque eran comunistas que creían en la Unión Soviética.

Metropol (Armaenia, 2021) | Eugen Ruge | 420 páginas | 23 euros | Traducción de Alberto Gordo Moral

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