Rostros, amores, maldiciones
Mohamed Chukri
Cabaret Voltaire, 2014
ISBN: 978-84-942185-4-5
208 páginas
18,95 €
Traducción de Housein Bouzalmate y Malika Embarek López
Fran G. Matute
Rostros, amores, maldiciones (1996) viene a cerrar la célebre trilogía de Mohamed Chukri y lo hace rompiendo con la linealidad del relato autobiográfico que ya iniciara con El pan a secas (1973) y continuara, casi veinte años después, con Tiempo de errores (1992). En esta tercera instancia, Chukri construye una suerte de novela de relatos retratando a una serie de personajes (‘wuyuh’ en el original), mayormente marginales, a través de los cuales cartografía todas las épocas vividas de ese Tánger mítico y fantasmagórico que el autor marroquí tan bien llegó a conocer.
En los últimos capítulos de Tiempo de errores, a medida que el hombre de letras le ganaba terreno al niño hambriento y analfabeto que fue en su día, ya se dejaba entrever por parte de Chukri cierta querencia por narrar las vidas de los demás, en concreto las de sus confidentes y amigos que no fueron otros que prostitutas, tahúres, locos de atar y, sobre todo, los hosteleros de la noche. Son entonces las calles y tugurios de Tánger los protagonistas indirectos de Rostros, amores, maldiciones. Uno se pasea por sus páginas como si estuviera sentado en cualquiera de los cafés que pueblan el Zoco Chico, entre raspas de pescado y fruta con moscas, viendo pasar a los gatos y a los chiquillos que revolotean por las callejuelas adyacentes.
Tánger es, a mi juicio, la verdadera obsesión del Chukri más literato. Agotadas las tristezas de las terribles correrías de infancia y juventud, ya contada la odisea del hijo del muladar que logró salir del pozo de la inmundicia, Chukri aleja su figura del foco de sus historias para erigirse en el testigo oficial de un pueblo, su pueblo, encontrando en la vida subterránea de la ciudad que lo vio crecer -al margen de las mansiones de Barbara Hutton, y las visitas de Burroughs y los Rolling Stones– el caldo de cultivo idóneo para dar rienda suelta a una narración con mayor vocación de prosa y, por qué no decirlo, de espíritu literario.
Chukri es así maestro en el retrato psicológico de sus personajes, en trazar de forma fina los caracteres que de una forma u otra han marcado su vida, pues a todos ellos los conoció. No habla de oídas, como tantas veces criticó a su mentor Bowles. Chukri habla de otros, pero desde su experiencia. Ya no es él el que cuenta su historia al cultivado porque ahora el peso de la cultura que atesora lo hace merecedor de escuchar a otros. Se perpetúa así la tradición oral, ya impresa en el papel, que tanto fascinó al joven Chukri. De este modo es como nos llega, por ejemplo, la inesperada (por grotesca) historia del excombatiente Al-Hadi y su hijo Allal en el relato más maravilloso de toda la colección, titulado “La herencia”.
De su herencia, la de Chukri, el autor se confiesa en toda regla al final del libro: «De mí quedará un símbolo y no mi vida«. Sea la que sea, no es poca cosa para alguien que nació sin nada, en la más absoluta de las pobrezas.
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