RAFAEL CASTAÑO | Todo es líquido. La gente ha demostrado tener una gran capacidad para adaptar los hechos a sus opiniones. Opinar se ha convertido en un trayecto invariable: primero se llega a una conclusión y después se analizan los hechos para que encajen en ella. Nada se acepta o descarta sin antes saber qué queremos demostrar con ello. Esta práctica, hija bastarda del método científico, carece de la humildad de su padre, pues da por hecho que la hipótesis de partida nace como axioma. ¿Para qué informarse, entonces? Para destruirnos.
Todo es, también, liquidez. La liquidez abre las puertas, tiende puentes. Logra la unión de los pueblos, responde a la llamada a la concordia universal que cantaba John Lennon en Imagine: “Imagina que no hay países”. En una escena de Breaking Bad, Walter White intentaba convencer a unas empleadas de la lavandería en la que, muy oportunamente, se blanqueaba su fortuna. Eran todas hispanas, y White no tenía ni idea de español, así que sacaba un billete y decía, con una sonrisa hambrienta: “Money, universal language”. Por supuesto, las lavanderas sí hablaban ese idioma.
Hay muchísimo dinero en el mundo. Hay personas cuyas fortunas superan el PIB de naciones enteras. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Hay muchas explicaciones, así que voy a dejarles una. Cuando la administración de Franklin Delano Roosevelt se enfrenta a un país destrozado por la recesión, prueba de todo. A fin de cuentas, las fórmulas clásicas habían dejado de funcionar. Una de las ideas a las que se llegó acabó cristalizando en la conocida Ley Glass-Steagall, que separaba a los bancos comerciales de los bancos de inversión. Desde su aprobación, mi banco no podía usar el dinero de mi cuenta corriente para invertir en bolsa, grosso modo. Este cortafuegos se unió, una década más tarde, a los Acuerdos de Bretton Woods, que dieron lugar a instituciones como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial, estableciendo al dólar como divisa de referencia. Con esas bases, Occidente vivió un periodo de progreso económico como no se había visto nunca. ¿Qué podía salir mal? Muchas cosas.
Yo tengo un sueño muy recurrente. Vuelvo a la casa donde crecí y encuentro, escondida en el patio, una puerta, o quizás un pasillo, o una escalera junto al ascensor donde, hasta entonces, había habido un muro blanco. Descubro nuevas estancias, lugares que siempre estuvieron ahí pero que ignoré. Siento entonces la euforia de lo nuevo, de lo posible. Algo parecido le ocurrió a los banqueros londinenses en los años sesenta. Uno de ellos, Siegmund Warburg, que se había dado a conocer en el terreno de las hasta entonces inéditas compras hostiles, descubrió que, debido a las limitaciones impuestas por Reino Unido al uso de la libra esterlina, y a las impuestas por Estados Unidos en los dólares de sus cuentas bancarias, había una bolsa de dólares sin jurisdicción con los que se podía hacer negocios sin que ni uno ni otro país pudieran hacer nada al respecto. Se había abierto una puerta secreta. A estos dólares sin patria se los llamó eurodólares, y a este mercado paralelo se le dio el apelativo de las radios clandestinas que emitían más allá de las aguas internacionales inglesas: offshore.
Esta es la chispa, y lo que hoy vivimos es el gran incendio. Por el camino, Nixon abandonó el patrón oro y Reagan echó abajo la Ley Glass-Steagall. Y debemos reconocer que ambos lo hicieron no sólo por convicción, sino porque no parece que tuvieran otra alternativa. Como dice el autor del libro, Oliver Bullough: “El único límite de la estafa [el mercado de los eurobonos] era la voluntad de los participantes de no aprovecharse hasta el final de un sistema obviamente debilitado y fallido”. Desde la apertura del mercado de los eurodólares y los eurobonos, los bancos, todos los que pudieron se sumaron a la fiesta, y los contables y los abogados fueron encontrando nuevas formas de manejar el dinero de sus clientes más ricos, que eran los más interesados en este tipo de productos, ya que les permitían no pagar impuestos, esconder sus fortunas y disfrutar de su riqueza sin rendir cuentas a nadie. Con clientes cada vez más ricos, los bancos y los gobiernos de algunos paraísos fiscales serían cada vez menos capaces de renunciar a sus cuentas porque hacerlo supondría la ruina. Baste el ejemplo de Wegelin, el banco más antiguo de Suiza, que tras casi tres siglos de historia tuvo que cerrar tras tener que renunciar a las cuentas de cien estadounidenses que sumaban 1.200 millones de dólares evadidos. O el de un diputado de Jersey, paraíso fiscal en horas bajas, que se lamentaba: “No tendremos servicios sociales si no disponemos de una industria financiera”. Su negocio era ese y su supervivencia dependía de él.
El mundo es más rico, pero no todo el mundo es más rico. Y este libro cuenta la historia de los que, como el rey Juan Carlos o el clan Pujol, sí se han hecho más ricos con una impunidad obscena. La gran denuncia de Bullough es que el dinero no tiene fronteras, pero las leyes sí. Y el dinero permite que algunas de las personas más inteligentes del planeta trabajen en beneficio de unos pocos, haciendo malabares con los códigos y las jurisdicciones para encontrar lagunas legales o, directamente, para inventar nuevos productos, como las nacionalidades. La ley llega cuando ya es inútil, si es que llega.
El libro nos lleva por San Cristóbal y Nieves, Ucrania o Nevada, y nos cuenta casos conocidos, como el asesinato de Alexander Litvinenko con polonio 210, o no tan conocidos, pero que reflejan la exuberante ignorancia con la que algunos incautos caían en la trampa, como el caso de un empresario que afirmaba tener contactos con la Reserva Federal estadounidense, el Vaticano y, ojo, la Casa Real de Aragón. Dos en uno: empresario y médium. El interesado en contar con sus servicios se lo tragó, por supuesto.
El libro es sencillo de entender, cosa que se agradece en un libro de economía, y basa su interés en las fortalezas del periodismo de investigación, que es toda pieza periodística que hace creer al lector que alguien va a matar al autor en las próximas horas. Es algo que ha ocurrido en otros casos, y Bullough denuncia la incapacidad de los medios de comunicación y las ONG para publicar sus reportajes e informes, porque cae sobre ellos una lluvia de amenazas o de demandas que, no está de más recordarlo, tienen fundamento jurídico.
Los ricos van por delante de las instituciones y transforman nuestro mundo a su paso, sembrándolo de empresas fantasma, testaferros, edificios vacíos que, mirando los registros, están atestados. Y en su camino los ayuda Occidente: sus países, sus bancos, sus marcas de lujo. De hecho, la Administración Obama aprobó en 2010 la Ley de Cumplimiento Impositivo de las Cuentas Extranjeras (FATCA), que obligaba a los países con cuentas de ciudadanos estadounidenses a informar de ello a las autoridades estadounidenses bajo la amenaza de fuertes impuestos.
Toda denuncia debe causar un efecto en el lector. Yo me he preguntado cuál podría ser la solución definitiva al problema. Bullough apunta algunas leyes que sólo han afectado a un ínfimo porcentaje del problema y, finalmente, acaban por no valer nada porque, vuelvo a decir, los ricos tienen a su servicio a gente muy inteligente. Y aunque a mí me falten respuestas concretas, creo que el espíritu de la lucha contra el fraude y los paraísos fiscales debe tener exactamente el mismo carácter que aquello que combate y que el autor describe así: “Moneyland es un país que subvierte a las tradicionales naciones Estado: está en todas partes y en ninguna parte, en algún lugar «en la nube», es un nuevo fenómeno; un constructo legal que no se refleja en los mapas”.
Por cierto, la FATCA funcionó. ¿Saben qué pasó? Que el proceso no es bidireccional, así que algunos estados estadounidenses, que no estaban obligados a informar a otros países de las cuentas de sus ciudadanos en sus bancos y fideicomisos, aprovecharon para legislar a favor de los ricos y atraer sus fortunas. Y ahora el mayor paraíso fiscal del mundo es Estados Unidos, land of the free.
Moneyland. Por qué los ladrones y los tramposos controlan el mundo y cómo arrebatárselo (Principal de los Libros, 2019) | Oliver Bullough | 392 páginas | 18,90 € | Traducción de Joan Eloi Roca