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La jubilación como estado de gracia

amisa narrativa contem.

JUAN CARLOS SIERRA | En “De dobles y homónimos”, un texto del libro Una cita con Borges (Renacimiento, 2000), José María Conget cuenta que es propenso a que lo confundan con otras personas como, por ejemplo, Salman Rushdie. Todo empezó en algún momento de su vida como profesor cuando sus alumnos lo empezaron a llamar cariñosamente el Woody, porque según ellos se parecía sospechosamente a Woody Allen. Este apelativo, por no llamarlo mote, hablaba muy bien de aquellos jóvenes que, a diferencia de los que actualmente cursan la Secundaria en cualquiera de sus niveles, parecían disfrutar de cierta culturilla cinematográfica. Pero también –y sin saberlo- esos muchachos presagiaban otro parecido curioso, pero oximorónico –valga el palabro- entre el cineasta norteamericano y el escritor worst-seller aragonés, como se define el propio Conget en el libro citado; a saber, que en cuanto que Allen dejara de hacer una película por año, José María Conget empezaría a publicar un libro al año: Confesión general en 2017 y El mirlo burlón en 2018. Los que admiramos a partes iguales a Conget y a Allen esperamos, no obstante, que el neoyorkino de Brooklyn recupere su antigua frecuencia y que el primero continúe con esa tendencia anual, porque parece que desde que dejó la enseñanza habita en un permanente estado de gracia.

Pero a pesar de que tanto el que esto escribe como el sujeto objeto de esta reseña compartan cinefilia –cinemanía en el caso del segundo- y debilidad por Allen, no hemos venido aquí a hablar de películas, sino de la última novela de José María Conget, El mirlo burlón, obra en la que, como es habitual en la narrativa congetiana, el cine está muy presente. En este caso, a través de dos de los personajes masculinos que la protagonizan y de forma significativa en la estructura misma de la novela.

En un reparto equilibrado y bien medido de la trama a través de una estructura tripartita en la que el lector va ligando –sección a sección- personajes, tiempos y acontecimientos de la mano de una narración sin aspavientos ni bruscas o desconcertantes piruetas temporales, llama poderosamente la atención el juego cinematográfico o metaliterario, depende de cómo se mire, que plantea el narrador en al menos cinco ocasiones a lo largo de la novela. Con cuñas del tipo “Quien cuenta esta historia….”, “El narrador de esta historia, que lo sabe,…”, “Quien cuenta este cuento…” o “El inventor de esta conversación recupera la omnisciencia y…”, Conget juega cervantinamente con el lector a la verdad de la ficción –o viceversa-, para abandonarlo en una escena final deslumbrantemente bella –y cinematográficamente efectiva, añado- que cierra de la mejor manera posible la novela y que no voy a desvelar por respeto a la literatura, a José María Conget y, sobre todo, al lector que se acerque a El mirlo burlón.

No sé. Quizá sea, ahora que lo pienso, precisamente ese aspecto socarrón, guasón o bromista que aparece en el título lo que se encuentre al fondo de este recurso juguetón.

Además de ese rastro cinematográfico al que nos hemos referido, en la última novela de Conget también se aprecian otros tics característicos del autor zaragozano, como su denodado esfuerzo por acercar su lenguaje literario a la oralidad despojándolo de literaturización o retórica vacua. En el caso que nos ocupa, esa búsqueda de la naturalidad en el lenguaje se consigue, bajo mi punto de vista, gracias al continuum en la escritura entre la narración pura y dura, y la conversación en estilo directo de los personajes. A pesar de que este recurso puede resultar en algunos momentos desconcertante para el lector, ya que invitaría a la confusión de voces –narrador y/o personajes-, su eficiencia literaria en esa búsqueda de la naturalidad lingüística supera a las posibles dificultades; escollos, por otra parte, que fácilmente se salvan con una lectura reposada, esa que va siendo tan extravagante o exótica en la literatura última y en los hábitos lectores contemporáneos.

Otra de las constantes congetianas que aparece en la novela es el papel protagonista del personaje femenino, que está presente en toda la obra incluso cuando físicamente no aparece en escena. Esa mujer, Alicia, destaca sobre sus compañeros masculinos por haber alcanzado con toda naturalidad un lugar en el mundo al que a ellos les cuesta dios y ayuda llegar, a pesar de que pretendan aparentar lo contario. Alicia se encuentra un peldaño –o más- por encima de quienes la tienen elevada a los altares del deseo, de la admiración y de la amistad. Alicia está varios escalones por encima de ellos en cuanto a la modernidad a la que aspiran. Alicia puede mirarlos desde arriba incluso en lo relativo a su actitud rebelde y crítica –a veces excesivamente ingenua- contra los últimos estertores del franquismo. Alicia no es perfecta, por supuesto. Alicia a veces se coloca voluntariamente en inferioridad. Alicia tiene que pelear íntimamente con sus contradicciones, con sus miserias y con sus pajas mentales, pero sinceramente les da mil vueltas a sus compañeros de generación en eso de vivir libremente, sin prejuicios, sin rémoras mentales y morales,… El mirlo burlón es muchas cosas, pero sobre todo es la bella Alicia, la admirada Alicia, la deseada Alicia, la libertad de Alicia, la prejuiciosa desprejuiciada Alicia,…

Hace solo unas líneas acabo de escribir generación y sí, esa es otra de las palabras clave para entender El mirlo burlón. No sé si llamarlo ajuste de cuentas, pero al menos sí que hay en la novela una suerte de desmitificación de la generación que de algún modo protagonizó la Transición, esos que, como el propio Conget, transitaban la edad universitaria cuando murió el dictador y cuyas proclamas en favor de la libertad, la igualdad y la amnistía sufrieron en demasiados casos una amnesia repentina junto a un ataque de incoherencia transitoria mientras la historia de España circulaba por donde todos sabemos adaptándose a las distintas maquinarias del poder -político, editorial,…- o más humildemente se vieron arrasados por un sunami de conformismo no programado que en ocasiones convirtió los sueños en pesadillas.

El mirlo burlón de la canción francesa “El tiempo de las cerezas”, banda sonora de la novela que comentamos, se asoma a esa historia y a sus consecuencias recientes para bajar del pedestal a toda una generación que construyó su narración, su gloria y su mística en torno al acontecimiento más decisivo de la historia reciente de España. Ese mismo mirlo junto con el alegre ruiseñor de la canción nos recuerdan, no obstante, que aquel tiempo de juventud mereció la pena a pesar de su brevedad y que la lucha por la libertad podrá ser aplastada por alguna que otra traición, por el tedio o por el aburrimiento (página 258), pero siempre quedará el amor por aquellos tiempos en que se tenía todo el futuro por delante.

El mirlo burlón es todo esto que dejo escrito y muchas otras cosas que omito para no resultar pesado. No obstante, esta última novela de José María Conget es la clara muestra de que al Woody y a su obra literaria la jubilación les está sentando fenomenal. Que siga la racha y que, si es posible, continúe dándonos un libro al año, porque en este estado de gracia es difícil encontrar a muchos otros escritores actuales –jubilados o no-.

El mirlo burlón (Pre-Textos, 2018) | José María Conget | 266 páginas | 26 euros

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