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La luz a un paso del umbral

Y nuestros rostros, mi vidaMANOLO HARO | Cada hombre es una mirada. Su historia y su espíritu la conforman. Ninguna mirada es más precisa que otra. La de John Berger está vinculada a la génesis del mundo. Re-crea y funda una particular existencia para lo que observa: una liebre, un gato, una luciérnaga. Y entre estos trajines, pensar el tiempo, bifurcarlo, estableciendo un tiempo del cuerpo (biológico) y otro de la consciencia, criticando al positivismo por igualarlos. Este mensaje soporta parte de un libro que contiene el valor de ser el testimonio de alguien que está a punto de cruzar el umbral y quiere dejar el mapa del Grial sobre la mesa, sea lo que fuere tal cosa.
Entre tanto, en sus páginas van apareciendo acuarelas con un poder de evocación que generan en el lector un eco mágicamente iluminado de lo que el poeta escribe y Leticia Ruifernández, la ilustradora y amiga del autor, dibuja. Un río desciende por el valle con el cortejo invernal de la niebla. Se sugiere aquí con la pluma y el pincel en un ejercicio que hermana al ave, que observa cenitalmente el mundo, con el animal, que lo recorre y percibe a ras del suelo. El cortejo de la acuarela es el poema y viceversa. Berger tiene la lucidez que da la vida y el hecho de saberse fronterizo a la muerte. Por ello puede hablar, con un efecto extraño sobre el que lee, de los muertos (todo-lo-que-no-son-los vivos) como un elemento nutricional de un mundo desde el cual los vivos alimentan su imaginación y del que pocos tienen constancia. Se concentra así el tiempo en una línea única de pasado-presente-futuro para explicar lo absurdo: la guerra, los asesinatos, las torturas. Cuando Lucía Ruifernández se encuentra trabajando en sus acuarelas para este volumen, tiene lugar la desaparición de su amigo John Berger –50 años mayor que ella–. Ahí ya sabemos que la lectura de Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos se manifiesta como un paseo por la tarde luminosa que anuncia la noche estrellada.
Cada poema del libro da cobijo a la experiencia; cada texto, a la reflexión. En este caminar a través de la prosa y la poesía de Berger aparece alguien en momentos puntuales: un “tú” que no se nombra, regado de deseo, memoria y distancia. Sólo las personas del verbo nos dejan mirar las notas solares de una relación que a veces resulta sobrecogedoramente hermosa. Léase, si no, casi al final del libro, el despertar de ambos en casa de unos amigos, donde unos niños pequeños tocan un ejercicio al piano antes de irse a la escuela; o la espera en Delft de la llegada de ese “tú”; o, incluso, cerrando el volumen, una imagen del confuso desorden en que se mal pondrán los huesos sin vida de uno y otro. Ningún encuentro entre ambos tiene orden ni fecha. ¿Son jóvenes?, ¿adultos?, ¿es un amor de madurez?, ¿de vejez? Precisamente la inconcreción temporal, la sensación de que pudiera estar ocurriendo o aún por ocurrir, es lo que le otorga ese emotivo halo que rodea cada poema y cada prosa de esta historia de amor. La experiencia del tiempo es subjetiva, dinamita la línea cronológica que hace que la vida sea finita. Lo deja entrever un hombre que comienza a vislumbrar la luz incierta del sol de medianoche. La profundidad en la experiencia vital detiene la disipación del tiempo, como bien entendió Marcel Proust. Y me parece que aquí Berger da otro aldabonazo en la oscuridad de nuestra época, una época donde se imprime demasiada velocidad (ya lo dejó dicho Italo Calvino en sus Seis propuestas para el próximo milenio) para lograr sacarle provecho a las situaciones, para intentar adensar la vida y darle un sentido. Un mundo disipado y capitalista explicado por el principio de entropía que acaba con el tiempo y deja sin respuesta el antes y el ayer, dictando el dicho “ahora o nunca”.
Esta miscelánea de prosas líricas, filosóficas, históricas, científicas, poemas de circunstancia, écfrasis dibujadas, memorias, etc. muestra las cartas de un hombre en su tramo final, con un corazón que late ante la vida, recogiendo los cristales que reverberan en el tiempo y en el suelo. Sus colores tornasolados no dejan de llamarnos en la mañana para que presenciemos el milagro de una vida sabia expuesta ante nuestros ojos. Aquí están Goethe y Newton al fin. Poesía de la física, física lírica y teoría del conocimiento. Lo visible es nuestra guía en el mundo extinguible. Lo visto confirma nuestra existencia y lo no visto la desafía. A todo ello habría que sumarle la experiencia visual de la ausencia, por lo que dejamos de ver lo que vimos. Lo visible existe porque ya ha sido visto, pues es la mirada atributo divino en todas las teogonías. Al principio fue el verbo, emparentado con la luz. Sin verbo no habría luz; sin palabra no hay claridad. Sigue el estímulo.
Y siguen los golpes sobre el yunque, como si ya se hubieran sentado a la misma lumbre el insustituible e inteligente difunto Tony Judt de Algo va mal y el John Berger sensible a la realidad de los desheredados: la emigración es la experiencia que mejor define nuestro tiempo: esclavismo (S. XVI), levas para conflagraciones bélicas (Primera Guerra Mundial), abandono de lo rural hacia la urbe (capitalismo).  Todo nos lleva a desarraigar, reunir, transportar y concentrar en una “tierra de nadie”. Esa pérdida de la casa y el hogar (Home), salvaguarda de las propiedades familiares se sustituye por Homeland, artículo de fe para un patriotismo que convencía para morir. Pero home originalmente significaba el centro del mundo, según Mircea Eliade. La existencia sin hogar es pura fragmentación. En el hogar se cruzaban las líneas verticales, que ponían en contacto el cielo con el reino de los muertos, y las horizontales, que representan los caminos que iban de un lado a otro de la tierra. Se entrevé en estas reflexiones el anhelo de otros tiempos inaugurales, paradójicamente más oscuros, para volver a una ceguera primordial que nos guíe hasta la razón. Et in Arcadia ego resuena, extinguido tópico que aún late en las manos de algunos poetas. El presente es un ángel exterminador que canta con la flauta pánica y urbana de Baudelaire el desarraigo de las nuevas masas humanas: la secularización de lo sagrado viene como “consecuencia directa de las condiciones económicas y sociales manifiestas en los sistemas de arrendamiento, la pobreza, la masificación, la planificación urbana, la especulación del suelo”. Y, sobre todo, no haber tenido la posibilidad de elección. Cabe preguntarse si el mundo es ya un hogar. “El hogar es tan sólo el nombre de uno, cuando para la mayoría de las personas no tienes nombre”. La clarividencia continúa sacando a la luz otros desarraigos más prosaicos: como el del burgués tomado por un modelo que se repite hasta la saciedad (chalets, coches, viajes, la triada constatablemente triunfante). Por su parte, el inmigrante pierde la línea vertical (dioses-muertos) y horizontal (un punto de referencia al que volver). Sin centros, “sólo la solidaridad mundial puede trascender el desarraigo moderno”. El siglo XX y este XXI, que Berger apenas vivió, es el siglo del destierro generalizado. Este desenmascaramiento de nuestra sociedad prosigue buscando ahora el cliché. “La realidad, independientemente de cómo la interprete cada uno, está al otro lado de una pantalla de clichés […]. Cada cultura produce la suya” para facilitar sus propias prácticas y consolidar el poder. El artista moderno o revolucionario está inspirado por la idea de derribar los clichés, cada vez más triviales y egoístas. Y aquí aparece, entre estas soberbias páginas, Vincent Van Gogh.
Van Gogh es la capacidad de crear, el esfuerzo de un trabajador que percibe que su pincel construye el mundo, ya sea un paisaje, unas botas o el propio rostro. Su deseo compulsivo de atrapar la realidad se manifiesta como un apostolado, no como la idea de sacar provecho. He aquí el nimbo sagrado que tiene la pintura del holandés y que el mercado se ha encargado de borrar mediante el mecanismo de convertirlo en un cliché que figura en tazas, calendarios y paraguas. Berger nos hace caer en la cuenta de que su pintura es epifánica porque olvida las alcayatas de los salones de París. Hermano de sangre, surge de las sombras del tiempo Caravaggio, que tampoco compone escenas complacientes para la mirada de mecenas y compradores. Caravaggio muestra los bajos fondos en su incesante búsqueda por comprenderlos.
La poesía busca, como ya viera Baudelaire, todas las correspondencias que constaten que la suma de todas ellas es la suma de la indivisible totalidad de la existencia. Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos contiene esa poesía, por eso el libro emociona, revuelve la conciencia malherida y la acaricia con una mano sumida en destellos. Antes habrá dicho que lo que realmente envuelve el corazón desnudo del hombre son las canciones de cuna, luego los poemas y, más tarde, cuando finalmente llega, el amor –que es la ausencia de palabras–, el lenguaje ideal. “In that town/ I am preparing for your arrival”. Buen viaje, amigo John.
Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos (Nórdica Libros, 2017), de John Berger | 208 páginas | 21,50 euros | Traducción de Pilar Vázquez

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