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La mafia blanca

farina_portadaILYA U. TOPPER | Eran los primeros años del siglo en curso y en la oficina de la ONG en Madrid teníamos a un compañero, muy eficaz en lo suyo, la sección de marketing, del que decíamos cariñosamente que era miembro de la mafia por vía triple: tenía carné del PSOE, era gay militante y era gallego. Lo último venía a cuento porque en las campañas de recaudación de donaciones en el sector de bares cosechó más fondos en la comarca de Arousa que en Lavapiés, Malasaña y Chueca. Le pregunté cómo era posible que hubiera tanto bar por unas rías que recordaba más bien como paisaje rural. “Aquello está lleno de discotecas –me respondió– , es lo típico para blanquear el dinero de la cocaína”.

Lo típico. No era ningún secreto. Y por muy lejos que se estuviera de los clanes y del negocio (nuestro compañero estaba lejos), al final a nadie le venía mal que el dinero corriera por ahí: siempre caen mendrugos.

Esta imbricación del narcotráfico con una sociedad que calla, otorga y se beneficia la describe con gran precisión y numerosos ejemplos Nacho Carretero en Fariña, un libro que va por una merecida quinta edición en medio año. No será el primer retrato del mundo narco gallego, pero probablemente sea el más completo, el más pormenorizado. Y no me sorprendería que fuese, además, el mejor escrito. Dentro de lo que cabe.

Porque meter la historia del narcotráfico gallego desde sus inicios como modesto estraperlo local en los años 40 (sí, cuando Portugal era el vecino rico) hasta las últimas redadas judiciales en el mismísimo 2015, en un orden cronológico que permita entender el fenómeno, y a la vez estructurado por temas, se antoja más complejo que ponerle las esposas a un pulpo vivo.

Quizás esto sea una de las insuficiencias técnicas del libro (aparte de la decisión editorial de desterrar el interesante gráfico de las planeadoras a la vulnerable faja del libro): a ratos uno desea que fuese hipertexto y pudiera  hacerse clic en un nombre para llegar al capítulo donde hizo su primera cameo. Y eso que el autor pone de su parte: “Patoco, el que fue a hacerse una foto con su novia a Portugal ¿recuerdan?”. Sí, hace 85 páginas, recordamos. Cierto: hay un esmerado índice de nombres. Pero nos hemos vuelto lectores perezosos.

Hay muchos nombres, pero de eso se trata. Nacho Carretero no nos quiere contar una novela. Quiere denunciar, como hacen los periodista: aquel es narcotraficante. Y aquella. Y aquel otro también. Y han hecho esto. Y aquel político está implicado. Y aquel otro. Todos. De todos los partidos. Que se sepa. Con nombres y apellidos. Aquí, los únicos que tienen derecho a la anonimidad son ciertas fuentes. Las de la policía. Los ciudadanos, los que han querido hablar, también dan la cara. “Menos mal que no me gusta la violencia”, dijo un capo a los jueces. “Si no, os mataba a todos”.

Menos mal, sí. Si esto fuera Sicilia, Nacho Carretero ahora tendría protección policial, de seguir vivo. Pero la mafia gallega no ha tenido necesidad de matar tanto: los ajustes de cuentas a disparo limpio se cuentan con los dedos de dos o tres manos. Quizás porque esa relativa ausencia de violencia haya sido precisamente el secreto de mantener la imbricación entre narcotraficantes y sociedad “inocente”: durante muchos años, (casi) nadie veía nada malo en el negocio.

El estraperlo –lo cuenta muy bien Carretero– era una bendición para una sociedad pobre, abandonada por el poder central. El contrabando de tabaco no hacía daño a nadie, salvo a las arcas públicas: más o menos como engañar a Hacienda en la declaración de la renta. “De mayor quiero ser contrabandista, como mi papá”. “Los contrabandistas son la gente más honrada que existe” (esto último dicho por un alcalde). Fariña está lleno de frases que no tienen desperdicio.

Del «fume» se saltó al hachís, que en España tampoco es una droga de mala fama (ni hay motivo sanitario para que lo sea). Y finalmente, la coca.

Ahí ya pasamos a otro nivel del juego. Sobre todo por el dinero implicado, claro. También porque empiezan a aparecer alguna vez sicarios colombianos, ese amigo americano del que ahora se pasa a depender. Pero también socialmente: cuando la droga empieza a hacer estragos en los pueblos, se despierta el rechazo.

O así lo resume Carretero en una cabriola algo extraña. Porque no es la cocaína la que hace los estragos. El autor describe una juventud que fuma porros (como en muchas partes de España), toma anfetaminas y acaba en la heroína. Se multiplican las muertes por sobredosis. Una masacre. Como en muchas partes. Quizás con mayor incidencia. Finalmente, las madres se levantan (ahí se funda Érguete) y empieza a hacer escraches (no se llamaban así aún) a los señores de la droga, los que tienen la culpa de la muerte de sus hijos. Es emocionante leer esta parte, figurarse el valor que tuvieron que tener estas señoras de barriada o pueblo para señalar públicamente al todopoderoso millonario que, se sabe, tiene comprado policía, juez y alcalde.

Es tan emocionante que una tarda en entender que esta parte de la historia es falsa. Los chavales no murieron de sobredosis de cocaína. La heroína no entraba por Galicia (confirma Nacho Carretero). La masacre silenciosa que hace levantarse a las madres, cambiar la corriente de opinión, humillar públicamente a los narcos, conseguir que dejen de ser invulnerables, no era culpa de ellos. Salvo, quizás, y eso lo podría haberse elaborado algo más, porque el tráfico traía dinero fácil, un dinero abundante que podía comprar más heroína que en otras zonas de España. Tal y como está contado en el libro, Carretero no oculta la realidad, pero tampoco deja que le estropee una buena historia.

Pero es lo de menos, porque los narcos no cayeron porque los echara la sociedad. Cayeron porque hubo jueces de Madrid que los metieron entre rejas, una y otra vez. Muchos salieron absueltos otras tantas. Y en esta fase aún estamos. Da la impresión que la época de las grandes hazañas de planeadoras está en declive y que los clanes míticos están perdiendo fuelle, pero no se engañen: aún quedará mucho por contar.

Si quiere hacer una segunda parte, Carretero tiene trabajo asegurado. Porque al final, esta lucha heroica de los órganos del Estado contra el narcotráfico también es falsa. Hace años que todos sabemos que la guerra contra las drogas está perdida. Que es imposible ganarla. Que no sirve de nada confiscar una planeadora, si en la fiesta editorial en la que se presenta Fariña, la gente acabará metiéndose una raya en los lavabos. No digo que ocurra. Pero piénsenlo.

Esto tampoco importa, porque pese a leerse como una historia de héroes y villanos, Nacho Carretero no ha escrito un libro para acabar con las drogas. Ha escrito uno para comprender lo que pasó y lo que sigue pasando. Ha documentado, con gran amor al detalle y con tinta chispeante, un proceso histórico de evolución social hacia estructuras mafiosas, donde lo que menos importa es la sustancia que se vende. Nos hace entender cómo lo ilegal permea el tejido social, político, estatal. Ha puesto un ladrillo, del tamaño de un ‘cruceiro’ gallego, para esa obra nunca escrita que es la historia universal de las mafias. Es un libro imprescindible.

Fariña (Libros del K.O., 2015) de Nacho Carretero | 368 páginas | 18,90 €

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