No saldré vivo de este mundo
Steve Earle
El Aleph, 2012
ISBN: 978-84-1532-543-7
272 páginas
18 €
Traducción de Javier Calvo
Fran G. Matute
Existe en las artes norteamericanas un tipo de creador que surge además con cierta frecuencia y que ofrece reminiscencias de ese hombre del Renacimiento que dominaba con maestría diversas disciplinas. Dirán que la sensibilidad tiende a manifestarse en toda actuación del verdadero artista y que la multidisciplinariedad no es exclusiva del americano y, ciertamente, así es. Pero percibo que la cultura estadounidense, tan asentada en la emprendeduría, es rica en personajes inquietos que saltan de género en género con enorme soltura y, sobre todo, éxito sostenible. Pienso en Kris Kristofferson, por ejemplo, inmenso compositor y premiado actor de carácter. Pienso en Clint Eastwood, hombre de cine total y músico. Pienso en Sam Shepard, Pulitzer en dramaturgia, fotógrafo, así como actor y director de cine renombrado. Y pienso en Steve Earle, eminente cantautor y fiero activista, convertido en actor de culto y ahora literato. No alabo aquí el hecho en sí de tocar muchos palos -no se trata de ver quien la tiene más larga- sino la autenticidad y naturalidad con la que estos artistas dejan su impronta en toda manifestación cultural en la que participan. Esta es, a mi juicio, la clave para validar el eclecticismo artístico de muchos de estos creadores. Más allá de la calidad intrínseca de sus obras.
Sentado lo anterior, empecemos reconociendo que la primera novela de Steve Earle, No saldré vivo de este mundo (2011), no es ninguna obra maestra. No es que Earle no sepa desenvolverse en el papel -su anterior colección de relatos, Rosas de redención (2001), fue muy aplaudida por la crítica- pero el texto ofrece, bajo mi punto de vista, importantes desequilibrios estructurales que comprometen la obra en su conjunto. Partiendo de unos personajes centrales interesantes (ese Doc, médico ya sin licencia que malvive su adicción a la morfina practicando abortos clandestinos; esa Graciela, “espaldita mojada” con un don especial y cuya aparición cambiará la vida de todos), una época más excitante todavía (1963 en Texas, y creo que no hace falta decir más), una historia efectiva, sórdida pero redentora, y un detalle glorioso (el fantasma del mismísimo Hank Williams, que persigue a Doc allá donde va), No saldré vivo de este mundo termina siendo una lectura más amable que potente, que terminamos leyendo con cierta condescendencia porque el autor nos cae bien, nos gusta su música, porque nos gusta Steve Earle, en definitiva.
Pero por mucho que apelemos a la complicidad con el autor, cuesta encajar con deportividad el capítulo dedicado a la visita de JFK (sí, soy más que consciente del significado “espiritual” de esos pasajes, pero el espacio que ocupan dentro de la novela me parece excesivo), la aparición algo apresurada del padre Killen, o del agente Hugo Ackerman o, incluso, del travesti Tiff Grande, todos secundarios tremendamente interesantes pero que se integran en la trama de forma algo abrupta. Por no hablar de Marge y Dallas, regentes de la pensión Yellow Rose, lugar central en la novela, que desaparecen, sin motivo aparente, al final de la historia. Complejo equilibrio también el que pretende No saldré vivo de este mundo, al intentar compatibilizar una historia más propia del realismo sucio con ese último tramo de la novela abiertamente sobrenatural que otorga a la extraña relación entre Doc y Graciela un halo ciertamente místico, en el que ángeles y demonios parecen darse la mano. Manos en todo caso ensangrentadas por motivos diversos. Y ya, a nivel formal, también podemos discutir el criterio estilístico utilizado en la edición para representar la voz de Hank Williams (esa letra en cursiva) que confluye con el monólogo interior de Doc pero que, a veces, se confunde con la del propio narrador omnisciente.
A pesar de todo, la novela de Steve Earle rezuma autenticidad por los cuatro costados. Hasta el punto de que es difícil disociar a Doc, su protagonista, del propio músico. Y luego está la citada figura espectral de Hank Williams, más que una conciencia un ancla que debe arrastrar el médico todos los días. Una carga pesada, que lleva siempre sobre los hombros, un recordatorio infernal, pues Doc cree firmemente que fue él el culpable de la muerte de la estrella del Country, que fue él el que suministró la dosis letal, y con ese pensamiento deambula desde aquel fatídico fin de año de 1952. Earle, como mitómano que es (suya es la petulante frase -que yo, personalmente, suscribo en todas sus letras- por la que afirmaba que Townes Van Zandt es el mejor compositor de todos los tiempos y que aquello lo sostendría, poniendo sus botas de cowboy sobre la mesa, enfrente del mismísimo Bob Dylan) y amante fervoroso de la ‘americana’, construye con un encanto y un cariño especial al torturado fantasma de Hank Williams, que es sin duda el gran acierto de No saldré vivo de este mundo y motivo más que suficiente para leer esta obra, más allá de consideraciones puramente literarias.
Quien haya visto el excelente documental Heartworn Highways (James Szalapski, 1981) será capaz de recordar a un jovencísimo Steve Earle, antes de que la heroína y la cárcel lo transformaran en el grizzly que es hoy día, celebrando precisamente un fin de año -el de 1975- rodeado de alguna de las grandes leyendas del Outlaw Country de aquel entonces (Guy y Susanna Clark, Steve Young, Rodney Crowell…). Sorprende ver a un Earle con apenas veinte años, a muchos todavía de grabar cualquier cosa, plenamente integrado en la escena alternativa tejana y sin saber todavía que el único y verdadero ‘outlaw’ de aquella reunión era él. Desparpajo y pasión. Lozanía y admiración. Steve Earle terminaría convirtiéndose en uno de ellos. En un músico sobresaliente, un compositor exquisito, dotado de una sensibilidad especial ganada en la calle que impregna todas sus creaciones. Y eso no se lo vamos a negar por mucho que su primera novela no sea la obra redonda que todos estábamos esperando.
Bueno, lo primero es que tengo pedir disculpas por mi desaparicion abrupta, estuve fuera por un asunto fraternal, cabe decir que en estas cosas actuales de la Red (verdad¿) da igual donde esté uno, porque te puedes conectar en cualquier lado, pero yo no tengo pyncho para conectarme, no soy posible en eso de la Red, tengo ya 52 años, no sé si lo dije, por eso me gusta el desparpajo tan natural de este blog de estos colaboradores todos, poetas algunos, como cuando hoy dice eso de que a ver quien la tiene más larga, que eso creo que sí lo he entendido.
Está bien valorar lo que uno hace por la autenticidad, aunque luego salga algo más bien churro pero hay que ponerle ganas a la vida, no?, el libro este de Steven Earle lo vi en un escaparate y me llamó la atención, pensaba que era un homenaje a Nabokov por eso de los dibujos de las mariposas, pero ahora veo que no, que va de otra cosa, no descarto leerlo.
Eso sí, no entiendo el sentido del título, la mano derecha del diablo por qué?
Gran Saludo.
Amigo Chris,
Ya se le echaba de menos. Gracias por comentar y preguntar, pues el título de la reseña no es, desde luego, casual.
Se titula así, primero, porque la novela de Earle toma su nombre, a modo de homenaje, de una vieja canción de Hank Williams y «Devil’s Right Hand» es el título de una de mis canciones favoritas de Earle. Hago en la crítica el mismo juego que hace Earle en su novela, solo que yo le doy ahora el protagonismo al escritor-compositor, que bien se lo merece.
Y luego hay una significación más profunda, que solo podrán detectar los que hayan leído la novela. Sin ánimo de revelar el final de la trama, simplemente diré que la relación entre Doc y Graciela se establece al principio como la del pobre Diablo que quiere redimirse cuidando de ese angelito que parece ser la chica mejicana. Graciela ayuda a Doc a realizar esos abortos clandestinos. Graciela es la mano derecha del «diablo», que tiene las manos ensangrentadas por su oficio.
Pero a medida que avanza la historia, las tornas giran. Y Graciela será la que tenga la mano (la derecha, precisamente) ensangrentada y será ella la que se apropie del papel de Diablo. ¡Para terminar de entender esto hay que leerse la novela! 😉
Abrazos.
¿Es posible que esa tendencia americana a la multidisciplinariedad (¿euans?) sea un reflejo del espíritu libre y sin trabas que informa al país desde sus inicios? Al menos, para ellos se trata de un mito importante. En España, también tenemos a actores cantantes y cantantes actores, toreros modelos y presentadores de TV novelistas, pero parece que están haciendo algo mal, que están transgrediendo una norma.
Pero en América esto está a la orden del día: si tienes una idea, ponla en práctica; si tienes talento: adelante.
Bueno, como dejo caer en la reseña, yo creo que la clave de la «multidisciplinariedad» está en la autenticidad y la naturalidad con la que se salte de un sitio a otro. Está claro que en EE.UU. se aplaude esto más que en España, que está como mal visto, como una forma de «intrusismo» o algo así.
También creo que he puesto como ejemplo gente que ha demostrado su valía en todos los campos. En EE.UU. seguro que también hay papanatas haciendo el ganso (ahora mismo soy capaz de pensar en unos cuantos…), tocando muchos palos y no triunfando en ninguno.