Una vez Trurl construyó una máquina de calcular que resultó ser capaz de una sola operación: multiplicaba únicamente dos por dos, dando, encima, un resultado falso. La máquina era, empero, muy ambiciosa y su disputa con su propio constructor casi termina trágicamente. Desde entonces Clapaucio le amargaba la vida a Trurl con sus pullas y sarcasmos, hasta que este se enfadó y decidió hacer una máquina que escribiera poemas.
CAROLINA EXTREMERA | En mi círculo social del año 1992, compuesto en su mayoría de niños y niñas de trece años, no había nadie que conociera de nada a Stanislaw Lem. De hecho, yo misma lo descubrí por accidente, leyendo durante el verano un ejemplar de Fábulas de robots de la editorial Bruguera que tenía mi madre, probablemente traducido de algún idioma intermedio y no del original polaco. El ostracismo del autor en mi entorno se prolongó tanto que no conocí a nadie que hubiera leído a Lem sin mi intercesión hasta el año 2003. Hace poco he releído aquel compendio de relatos, esta vez en la maravillosa edición y traducción de Impedimenta, y me asombra mucho que me gustaste tanto un conjunto de historias tan extrañas. No solo utilizan un lenguaje científico bastante enrevesado sino que, además – y esto incide en el talón de Aquiles de mi infancia – son muy divertidas. ¿Qué hacía una chica tan seria como yo leyendo algo tan irónico?
Leí este libro varias veces en un solo verano y, después, me di cuenta de que necesitaba más. Sin embargo, la última década del siglo XX me lo puso complicado con descatalogaciones y escasez de librerías en mi ciudad. No encontré ni un solo libro de Stanislaw Lem. Por supuesto, no sabía que se trataba del autor de Solaris. Es más, a mis trece años no sabía ni que existía esa novela ni, muchísimo menos, la película de Tarkovsky. Tuvieron que pasar dos años hasta que, de repente, en un puesto de la Feria del Libro Antiguo, encontré un alijo enorme de libros del autor polaco editados en 1986 y, sin pensarlo dos veces, me los llevé todos. Ninguno de ellos era su novela más famosa, de modo que, en el año 1995, yo seguía sin asociar a Solaris con su autor. Me hice con los dos volúmenes de Diarios de las Estrellas, los dos de los Relatos del piloto Pirx y, sobre todo, con el libro que protagoniza esta reseña: Ciberíada. En él encontré exactamente lo que llevaba dos años buscando, una segunda parte de Fábulas de robots. Aquí dejo una fotografía de ese botín
En Ciberíada, se hace un uso interesantísimo de los arquetipos que pueblan los cuentos de hadas, como reyes, princesas, caballeros y sabios. Los dos protagonistas son Trurl y Clapaucio, dos constructores tan amigos como rivales que a veces son llamados por reyes y gobernantes para solucionar problemas y a veces realizan máquinas por su propio deseo de progresar. Son tan habilidosos que llegan a poseer un “Diploma de Omnipotencia Perpetua” pero, a la vez, son picajosos y su orgullo los mete en problemas. La ironía de Lem los sitúa como creadores de todo tipo de máquinas, desde un Electrobardo que casi acaba con todos los poetas por ser capaz de componer cualquier obra – una idea que, actualmente, no les será del todo ajena debida a la proliferación de inteligencias artificiales que prometen crearlo todo – hasta una máquina que destruye un monstruo gracias a que consigue engañarlo para que se meta en un proceso burocrático sin fin. Todos los personajes, ya sean monstruos, princesas, niños o gobernantes, son siempre robots, objetos metálicos dotados de inteligencia totalmente autosuficientes que contraen matrimonio, fabrican su propia descendencia, elaboran leyes, escriben novelas y viven animados por impulsos electromagnéticos. El ser humano, una raza casi mitológica nombrada como “los paliduchos”, es una leyenda lejana y aterradora que destaca por su inteligencia maligna y por sus ansias de conquista y destrucción. Hay ciertas enseñanzas muy difusas contenidas en las historias, que no dejan de ser fábulas, eso sí, muy subvertidas.
Durante una época de mi vida leí y releí este libro muchas veces. Era una fuente inagotable de interés y alegría, un lugar al que regresar en una década complicada para cualquiera: la de la adolescencia. Me lo llevé a Italia en mi viaje de estudios y, con diecisiete años, releía el relato Cuentos de las tres máquinas fabulistas del rey Genialión en un autobús que tardó dos días en llegar a Milán y en el que iba sonando en bucle sin parar el primer disco de Laura Pausini. Por lo visto, esa historia contiene una gran parodia de Arthur Schopenhauer pero, dado mi desconocimiento absoluto acerca del filósofo en cuestión en aquellos momentos, no me di cuenta de nada. Les garantizo que el relato se disfruta igual y que Lem, en su versión de cuentista, no tiene nada que envidiarle al autor de Solaris.
No muy lejos, bajo un sol blanco, tras una estrella verde, vivían los de los Ojos de Acero. Era un pueblo feliz, alegre y audaz, porque no tenía miedo de nada: ni de pensamientos negros, ni de noches blancas, ni de materia y antimateria, ya que tenían la Máquina de las máquinas, compleja, grande, bonita y fuerte. Vivían dentro, sobre, debajo y encima de ella, puesto que era lo único que tenían.
Nota: La información sobre el libro reseñado que ven abajo es la correspondiente al que se vende actualmente, igual que la portada de la fotografía que encabeza este artículo.
Ciberíada (Alianza Editorial, 2015)| Stanislaw Lem | Traducción de Jadwiga Maurizio | 304 páginas | 13,95€
El libro que traes hoy es de esos que, de descubrirlo a la edad que mencionas, te deja una impronta de buen humor creo que para el resto de la vida. Yo sigo disfrutando de la edición del 86, bien forrada, y que no se me pierda. Gracias por la entrada.