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La marea de la Historia

9788426418500SARA MESA | Entre mis muchas lagunas lectoras, estaba, imperdonablemente, Natalia Ginzburg. Este año, aprovechando la reedición de varias de sus obras con motivo del centenario de su nacimiento, decidí estrenarme con esta novela, Todos nuestros ayeres, que es considerada como la versión novelada de Léxico familiar, la narración de sus recuerdos de infancia y juventud. Me parece honesto admitir mi desconocimiento de la obra de Ginzburg porque será la causa de que esta reseña cojee por varias patas -no puedo, por ejemplo, ponerla en relación con otros libros suyos, y posiblemente muchas de las afirmaciones que aquí exponga serán obvias para sus lectores habituales-, pero al mismo tiempo puede valer como el relato de un descubrimiento -personal, por supuesto-, cuyo final -las ganas de leer más de ella- es sin duda más que relevante.

En Todos nuestros ayeres se cuenta la historia de dos familias que viven en un pequeño pueblo italiano en los inicios de la Segunda Guerra Mundial. La narración, en apariencia inocente, va retratando el devenir de todos sus miembros -con especial incidencia en la pequeña Anna-, sus afinidades, peleas, amores, deseos y frustraciones. El tono de redacción escolar con el que se registran hasta los acontecimientos más cotidianos y la monotonía de una narración en exceso simple me exasperaron al principio: yo no lograba ver por ningún lado a la gran escritora que tantos me habían alabado. Sin embargo, era cuestión de persistir tan sólo un poco más… Mientras la vida continúa su curso para estas dos familias, de fondo, y a lo lejos, nos van llegando noticias de hechos que tendrán un gran impacto en ellos, aunque aún no sepan, ni puedan, verlo: el auge del fascismo, el inicio de la guerra, las reacciones de la resistencia, los ecos del sufrimiento, la miseria y la represión, cuyo oleaje, poco a poco, se va acercando más y más a nuestros protagonistas. Los mismos personajes fabulan con lo que oyen o ven en la distancia, haciendo interpretaciones ingenuas y especulaciones absurdas, sin darse apenas cuenta de que la tragedia se está instalando en torno a ellos para quizá no abandonarlos nunca. Lo sorprendente en este caso es la mínima alteración del modo de narrar -sigue el tono infantil, como de pequeño diario, cuyo sentido comprendí entonces perfectamente- aunque los hechos narrados se hayan hecho mucho más duros e impactantes.

Creo que hay un momento en que la novela, casi imperceptiblemente, da un giro amargo y triste, encarnado en el embarazo de Anna, casi una niña aún, que, sorprendida por algo que no esperaba, sabe que su vida ya nunca volverá a ser la misma. En su búsqueda secreta y solitaria de alguien que la ayude a abortar, Anna me recordó profundamente a Dewey Dell, la adolescente de Mientras agonizo de William Faulkner, que emprende idéntica peregrinación trágica de tintes míticos persiguiendo, ilusamente, anular el pasado y tener la oportunidad de poder empezar de nuevo. Aunque Ginzburg rehúye el tono melodramático y prosigue su narración con fingido desapego, es imposible no conmoverse con el destino cada vez más difícil de estas dos familias, para las que las palabras suicidio, abandono, soledad y pobreza serán marcas en el camino, aunque también, a veces, aparezcan la solidaridad, la ilusión, la amistad y los sueños de un futuro mejor.

Que Anna termine siendo salvada por el matrimonio con un hombre treinta años mayor que ella -perdón por el ‘spoiler’, pero también viene en la contra del libro- es un hecho que nos horroriza como lectores, pero que en la narración se presenta como algo absolutamente normal y deseable, de modo que Ginzburg consigue lo que pocos: impresionar con el mero retrato de los hechos, sin efectismos. Los personajes, así, sufren pero también son felices a ratos, se caen y se levantan, reflexionan sobre lo grande y lo pequeño, mientras la vida continúa sin finales cerrados ni tramposas epifanías.

Simultáneamente a este libro he estado leyendo el demoledor El fin del “Homo sovieticus” de Svetlana Aleksiévich, en el que la premio Nobel recoge múltiples testimonios de la gente “normal y corriente” ante acontecimientos tan terribles como la Segunda Guerra Mundial, la represión estalinista, el genocidio armenio o la especulación mafiosa tras la caída del comunismo en la Unión Soviética, que llevó a muchos ciudadanos a la miseria más absoluta. Con ambos libros por delante, me daba cuenta de que la sustancia de la que se nutren es exactamente la misma: el impacto de los grandes hechos históricos en la vida cotidiana de la gente, los nombres y apellidos olvidados, la reproducción a pequeña escala de sucesos arbitrarios e inexplicables para quienes los padecen. La grandeza de Ginzburg, al igual que la de Aleksiévich, radica en detener ahí su mirada, en escudriñar en lo aparentemente insignificante y mínimo, porque esa es, justamente, la marea de la Historia. Con libros como estos, una siente que aprende más -o diferente- que con muchos manuales especializados, y por eso se instala en el ánimo una especie de agradecimiento extraño, y ganas de leer más, aunque lleguemos tarde.

Todos nuestros ayeres (Lumen, 2016), de Natalia Ginzburg | 354 páginas | 20,90 € | Traducción de Carmen Martín Gaite

admin

2 comentarios

  1. Este año estamos leyendo prácticamente lo mismo, señorita Mesa. Sólo una observación: a Ginzburg no se llega tarde nunca. (A ver si reeditan su primer libro, pero todos son increibles por igual).

  2. Yo creo que seguiré con «Léxico familiar» y después con el que ha editado Acantilado, «Y eso fue lo que pasó». Gracias por comentar, Caro.

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