ILYA U. TOPPER | ¿Quién no ha soñado a los quince años con ser un jinete en la horda mongol? Volar sobre la estepa a lomos de su caballo, tensado el arco, ante un horizonte sin fin, bajo el eterno cielo azul: de China a Samarcanda, gritando a los vientos el nombre del Conquistador: Gengis Kan, Gengis Kan.
Si usted no lo ha soñado, lector, dirija una reclamación a la industria editorial española que quizás no haya encontrado los autores o traductores adecuados para novelar aquella saga, la mayor jamás contada, sobre el hijo de un jefe nómada de las estepas que queda abandonado a su suerte con tres o cuatro hermanos, bajo el mando de su madre enérgica, y con nueve caballos.
Temuyín –así se llama el adolescente– tendrá que vérselas con mil aprietos, sobrevivir comiendo raíces y cazando marmotas, será hecho preso por un clan rival y tendrá que escapar, matará a su propio hermanastro para unir su bando bajo un mando único, el suyo, perseguirá ladrones, hará aliados, y al cabo de cien hazañas, aún adolescente, formará su horda, su ejército, que crecerá sin parar. Para lanzarse a la conquista del mundo.
El mundo. Desde las costas chinas hasta las del Mar Negro y el Báltico: probablemente el imperio mongol haya sido el más extenso de la Historia, siete mil kilómetros de punta a punta, conquistado en una generación.
Quien haya soñado con esa increíble hazaña, a través de novelas y recreaciones (la mejor sea probablemente Los hijos de la estepa, del autor alemán Hans Baumann) querrá un día saber la historia original tras la saga novelada. Para todos ellos, es decir nosotros, se ha editado El Conquistador del Mundo, del eminente historiador y académico francés René Grousset.
El relato de Grousset sigue estrechamente la única o al menos principal fuente conocida sobre la fundación de ese imperio: la Historia secreta de los mongoles, crónica supuestamente escrita poco después de la muerte del Kan en el siglo XIII pero sólo transmitido en transcripción china (e idioma mongol) durante siglos, recuperada por los historiadores a principios del siglo XX.
Pero el libro (que Grousset publicó en 1944) no es una edición del manuscrito original sino una especie de recreación, enriquecida con explicaciones y consideraciones geográficas, antropológicas, botánicas e historiográficas. Es, en resumidas cuentas, como quisiera leer aquella crónica cualquiera que no sea un historiador necesitado de la palabra exacta del cronista.
Porque el autor no utiliza únicamente la Historia secreta… sino que también agrega, y a veces cita, fuentes chinas y persas de la época, sobre todo la crónica de Rashiduddin Hamdani. Ofrece, así, una narración lo más completa posible de lo que fue aquella conquista. O al menos, cómo la vieron los cronistas. Lo más cercano a la realidad que conocen los historiadores y lo más adecuado para una lectura que no busca tomar apuntes de tesis. Pero con todo el sabor del original, incluida la a veces bastante densa enumeración de clanes, tribus, vínculos familiares, topónimos. Una historia dinástica contada con pelos y señales, en concreto los de cada caballo que montaba Temuyín: “Eligió un corcel blanco con una raya negra en el lomo…”
La lectura desmantela en cierta manera un imaginario habitual: el de imaginar a los mongoles como un pueblo de desiertos (aquella Gobi) y estepas. El paisaje del que surgieron los diferentes clanes que forjaron el colectivo mongol era montañoso, boscoso, lindaba con la taiga siberiana, y del calor del desierto, bien poco: si era hostil, lo era por las tormentas de nieve y temperaturas decenas de grados bajo cero.
Pero Grousset también mantiene una ficción: que todo aquello es historia verídica en el sentido moderno de la palabra (una vez dejada atrás la fase de los ancestros lobo y cierva). Cuando hoy día deberíamos entender que un manuscrito de este tipo, aparecido en la dinastía sucesora y enemiga de la mongol, (eso si realmente se conservan copias originales del siglo XV) puede ser una historia tan novelada como una película de Hollywood sobre Lawrence de Arabia. Y que las fuentes persas sobre la inimaginable crueldad de los mongoles al conquistar y destruir las ricas ciudades de Transoxania pueden tener su buena parte de propaganda negra.
Eso, Grousset no lo considera: se toma en serio las masacres despiadadas. Y se ve forzado a matizar su inicial admiración –o indisimulado entusiasmo– por el joven conquistador mongol, cuya nobleza de carácter va defendiendo ante el lector durante buena parte del libro. Una desmesurada reacción psicológica de un cazador de las estepas frente al hecho desconocido e incomprendido de la civilización, reflexiona el académico. Cuidando de agregar que su simpatía, desde luego, está con los laboriosos ciudadanos que hicieron florecer aquellas tierras, no con los jinetes que las destruyeron. Menos mal. Yo, ante el relato, prefiero creer que los cronistas de entonces tenían tantas ganas de emocionar al lector como los guionistas de cine de hoy.
O prefiero volver a Los hijos de la estepa de Baumann (que encuentro traducido al castellano en Herder, 1958: intenten hacerse con un ejemplar). En ella, el nieto de Gengis Kan, el joven Kublai, presencia las sangrientas conquistas de Samarcanda y Bujara, a la vez que observa la actitud del letrado chino Yeliu, secretario del Kan, fiel colaborador de la la tempestad destructora mongol con un ideal: superarla, conquistar al conquistador.
Kublai fue emperador de China. El resto es historia.
El Conquistador del Mundo. Vida de Gengis Kan (Acantilado, 2015), de René Grousset | 332 paginas | 29 € | Traducción de José Ramón Monreal