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La palabra oblicua para no encogerse de hombros

JUAN CARLOS SIERRA | “Son las más importantes y las mismas/ que vienen repitiéndose/ desde que el mundo es mundo…”, escribe Luis Bagué Quílez en el poema ‘Preguntas retóricas’, texto que inaugura la segunda parte –‘Ética de mínimos’- de su reciente poemario Desde que el mundo es mundo. Y, bueno, sí, lleva razón el poeta de Palafrugell (Gerona). Esencialmente el ser humano lleva haciéndose las mismas preguntas desde el principio de los tiempos hasta ahora que, según se desprende de los informativos, estamos al final de los tiempos, aunque supongo que el presente siempre ha sido ‘el final de los tiempos’ por esa vena apocalíptica que nos suele salir a los humanos cuando nos interrogamos sobre este particular. Históricamente, desde que el mundo es mundo, estas preguntas se repiten hasta el punto de que se han transformado en interrogantes que no necesitan respuesta, es decir, en preguntas retóricas; o más bien en grandes incógnitas que la inteligencia del ser humano no es capaz de cerrar definitivamente, a pesar de que a este se le hayan ocurrido los más ingeniosos inventos, especialmente en las últimas décadas digitales. O quizá sucede lo mismo que escribía Francisco Brines en su ‘Alocución pagana’: “respuestas ignorantes son todas las humanas/ si a la muerte interroga”. Parece ser que una de esas cuestiones esenciales tiene que ver precisamente con la muerte -¿la que incluye a todas las demás, la más retórica, por tanto?-, una de esas preguntas que tradicionalmente forma parte del catálogo de interrogantes que carece de solución veraz y definitiva, por tanto la más enigmática, la más inquietante, las más desasosegante, porque puede darle sentido –o no- al resto. Todos los cachivaches tecnológicos, todos los robots del mundo, todas las inteligencias artificiales o nuestra pretendida sofisticación ultramoderna se quedan en mantillas a la hora de intentar cerrar con una conclusión definitiva a esta y al resto de preguntas fundamentales. De modo que lo mismo lo mejor es “Encogerse de hombros es dar una respuesta”, como concluye Luis Bagué Quílez en el verso final de ‘Preguntas retóricas’. O escribir un libro como Desde que el mundo es mundo.

Porque la vida sigue ahí, testaruda, tozuda, insistente en su crueldad, y, no lo olvidemos, también en su belleza –‘Nuda vida’ (página 39)-. Hay que vivirla, sentirla, “Detenerse a vivir…/ Tomarle el pulso al tiempo” –‘Dura lex’ (página 40)-. Para eso la paternidad es mano de santo y a ella dedica el poeta toda la cuarta parte del libro, titulada ‘El libro de Isaac’. Porque eso de la crianza entre otras cosas ayuda a poner los pies y las manos en el suelo –‘Bípedos’-, pensar el tiempo de la vida de otra forma –‘Ahora’ y ‘La tortuga’- darle una vuelta de tuerca a las palabras desde el balbuceo infantil –‘Primeras palabras’-, asumir y aprehender las despedidas –‘El último vuelo de Dizzy’-,… En otras palabras, estos poemas contribuyen, creo, a cambiar la perspectiva, a quitarnos importancia, a desdramatizar nuestra sobreactuación adulta, a intentar buscar, en definitiva, alguna respuesta válida a tantas preguntas colocando cada cosa en su sitio, que es lo que suelen hacer los niños con sus padres, siempre y cuando estos no pierdan la cabeza con el discurso empalagoso, ñoño, cursi y ultraprotector que se ha montado en torno a la infancia y a la paternidad, y que la publicidad ha contribuido de forma muy decisiva a instalar en el inconsciente colectivo.

Por esta circunstancia creo que esta sección del libro de Luis Bagué Quílez se convierte en la más complicada de escribir ya que conlleva un gran peligro, el del desbarre. Me refiero a que habría sido muy fácil caer en lo empalagoso, lo ñoño, lo cursi y lo ultraprotector, pero el poeta palafrugellense salva los muebles hablando desde un lugar nada común, pero sí muy auténtico y, por lo tanto, novedoso respecto a la retórica establecida y, por supuesto, muy necesario. Esta es la misión de la poesía, se hable de la paternidad, de la infancia o de la Metafísica de Aristóteles.

En esta mirada oblicua también tienen cabida, como no podía ser de otra forma, dos de los constructos esenciales de nuestra realidad: la publicidad, a la que ya he mencionado y que se erige en protagonista de la primera parte del libro –‘Siglo XX®’-, y el presente más tecnológico en ‘Comunidad digital’, sección que cierra el poemario. Probablemente porque se trata de los sustentos contemporáneos de la retórica, la dialéctica y la narración predominantes es aquí donde la mirada de Luis Bagué Quílez se hace más ácida, más punzantemente crítica, más necesariamente combativa, pero desde cierto distanciamiento de los habituales –y, por consiguiente, manidos- discursos contestatarios, lo cual no deja de ser un acierto. No hay barricadas ni adoquines volanderos ni contenedores ardiendo en Desde que el mundo es mundo, sino una mirada certera y un decir que destila decepción pero en un tono sereno, contenido y en ocasiones irónico.

Además de todo lo dicho hasta aquí, habría que añadir en lo tocante al estilo de Desde que el mundo es mundo que su autor sabe romper las expectativas lingüísticas del lector en coherencia con las que se salta en los asuntos tratados, como hemos podido apreciar en el somero análisis realizado en esta reseña. El truco consiste en hacer desparecer las frases hechas y transmutarlas en juegos sintáctico-semánticos, en alejarse de los lugares comunes lingüísticos que construyen los lugares comunes de la realidad, para facilitar esa mirada particular y aguda de Luis Bagué Quílez. En este sentido, se puede afirmar que el poeta se inscribe en cierta tendencia de la poesía actual, a la cabeza de la cual situaría a Juan José Téllez, que al tiempo que anda muy pegada a la realidad trata de transformarla retocando las locuciones, las lexías, los modismos,…. Desde estas maneras poéticas resulta más efectivo también poner el dedo en la llaga de la iniquidad y de la desigualdad, así como intentar ofrecer algunas respuestas para no encogerse de hombros, al menos nos siempre y del todo.

Desde que el mundo es mundo (Visor, 2022) | Luis Bagué Quílez | 78 páginas | 12 euros

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