JESÚS COTTA | Más de una persona entendida en el panorama poético me ha dicho que España es el país con más poetas en Europa. Mi amigo Jabo H. Pizarroso concreta aún más: Andalucía. Y añado yo: Sevilla no se queda corta. Buen ejemplo de ellos son poetas como José Julio Cabanillas, Carmelo Guillén Acosta, Víctor Jiménez, Rafael Adolfo Téllez…, por citar solo unos cuantos de la misma generación. Prueba de ello es la reciente antología Lengua en paladar. Poesía en Sevilla 1978-2018.
De los poetas más jóvenes tenía yo ganas de leer a Lutgardo García Díaz (el nombre de pila, además de un acierto, es difícil de olvidar). Y me he comprado este libro suyo, que he disfrutado mucho, sobre todo en una segunda lectura.
Dedicado al también poeta José María Jurado, con quien comparte temas y estilo, aunque no el mismo tono, es un buen libro de poesía que cumple con lo que, a mi parecer, es la misión del poeta: rescatar del olvido, de la muerte, de la fragilidad, de la fugacidad, de su aparente insignificancia, todo lo que sea digno de ser recordado y cantado, pero con palabras dignas de su misterio y su belleza, para que cada vez que leamos el poema se produzca su apoteosis. En ese sentido, el poeta es un redentor.
Eso es lo que hace este poeta cuando fija sus ojos, su atención o su memoria en un libro viejo, en una fecha, en un cuadro, en un jarrón, en una persona.
Rasgos esenciales del libro son cierto tono nostálgico, sin tristeza ni amargura; una voz elegante sin solemnidades; un aire cultural, sin ser culturalista; fe en Dios; un amor a las personas y a la tradición. Los temas son variados, pero unidos por ese tono, esa voz, ese aire, ese amor y esa fe. El poeta aparece poco en los pronombres, pero está en todas las cosas que mira.
Los mejores poemas son aquellos en que diríase que el poeta se suelta el pelo o se quita los frenos y se pone a profetizar, movido por el Espíritu: en ellos el lenguaje deja de ser un ejército bien formado y se convierte en una hueste a la conquista del cielo. Y los que menos me gustan son aquellos que son solo correctos, solo bien medidos, solo elegantes, pero no arrancan a volar; a veces da la sensación de que en ellos el objetivo del poeta era escandir, no salirse de la raya, ensamblar bien verso e idea, y se echa en falta que toda esa disciplina sea un medio para algo mejor, un medio que a veces uno se puede saltar si es para algo más grande y más libre y más vibrante de emoción. Eso sí: no hay ni un solo poema que no merezca estar en el libro.
Me parecen mejores los poemas de la segunda mitad del libro. Estupendos son “Los olivos”, donde está flotando la idea de que la muerte no tiene la última palabra (“Son los mismos olivos que plantó el de Cirene”); “Las rosas del perero”, un poema sencillo y emotivo (“la mano de Angelita,/ enjugando la carne de la lápida/ con la misma ternura/ que ponía en las sienes de su hijo/ quemadas por la fiebre”); “El agua y la piedra”, que es la historia de la vida y de la creación; “Víspera de santa Inés”, que puede ser tanto un himno a una mártir como una exaltación del amor a una hija: en cualquier caso, un poema para ser labrado en marfil; “En la muerte de un canónigo” es un poema sobre la muerte y la resurrección que con un estilo sosegado dice cosas tremendas, en medio de imágenes sorprendentes; en “Oratorio de Navidad” confluyen el Mesías de Haendel con los villancicos y la Sagrada Familia; “Pascua de Resurrección”, “Santa Catalina”, “Niño con jaula”, “Arqueológico”, “La Pasión según Manuel Rodríguez” (“delgado y elegante como un Cristo del Sur”) y otros tantos son buenos poemas.
Pero a mi juicio los que se llevan la palma son estos seis: “La mañana en Florencia”, porque es brillante, ágil, misterioso, sorprendente, como si el poeta fuera más espontáneo y estuviera en trance, sin preocuparse por la dicción (“El mundo es un xilófono de timbres de cristal”); “Runners”, porque es una estampa callejera que, sin reflexiones explícitas, sino solo mediante descripciones, nos aboca a la reflexión, y es a la vez una historia con sorpresa y confesión finales, donde el poeta indica cuál es su sitio en el mundo y con qué mirada amable para con todos pero segura de sí misma se proyecta sobre los otros y (¡enhorabuena!) sin buenismos ni sátira ni moralina (“Sufren para, algún día, poder ser invencibles/ al áspid sigiloso de la edad”); “Plaza de toros” es, en toda regla, un epinicio pindárico, porque vincula con el mito áureo ese momento mágico en que un elegido de los dioses logra mediante la intrepidez abrir los cielos. En quinto lugar, “El anillo”: no se me ocurre un canto más íntimo, gozoso y envolvente a la mutua compañía, al amor de los esposos. Y, por último, en unos alejandrinos sublimes, “Triduo de Carnaval”, que es un canto de validez universal a una danza tan sevillana como la de los seises.
Doy, pues, la bienvenida a este hondo y atravesado de música, arte, simpatía y fe en el hombre durante esta vida y la otra, y todo en una voz elegante, sosegada y envolvente.
El caudal infinito (Renacimiento, 2020) | Lutgardo García Díaz | 96 páginas | 14’16 euros
Bienvenido de vuelta a casa, camarada Jesús. Salud y abrazos.
Gracias a ti, amigo Alejandro, por la bienvenida. Ex corde, Cotta