Miguel d’Ors
Renacimiento, 2010. Colección «Calle del Aire»
ISBN: 978-84-8472-516-9
75 páginas
12 €
Rafael Roblas Caride
“Pocas sorpresas cabe esperar del libro de un poeta ya veterano”, avisa el propio autor en la introducción de esta Sociedad limitada que hoy publica Renacimiento. La confesión se prolonga advirtiendo que, de la misma manera que en sus comienzos, el Miguel d’Ors (Santiago de Compostela, 1946) que aquí se presenta se encuentra en la línea de la tradición, que “consiste, a fin de cuentas, en recibir con una mano la herencia del ayer y entregarla con la otra mano al mañana, pero no sin antes haberle añadido alguna aportación personal”. Rotundo y sincero. Con esta declaración de intenciones es complicado andarse por las ramas y aguardar imposibles piruetas.
Y así es. Formalmente Sociedad limitada se circunscribe al ámbito marcado por el ritmo del endecasílabo y del alejandrino, al que se les acoplan sus hermanos menores, el heptasílabo y el pentasílabo con evidente éxito. Miguel d’Ors se reafirma en esta faceta como un excelente músico del lenguaje que mide palmo a palmo la cadencia y respeta el canon renacentista. Ahí es nada: tradición. Porque un tal Garcilaso plantó en el XVI la semilla que dio origen al reinado del endecasílabo en la poesía española, con sus implicaciones posteriores, desembocando cuatro siglos después en un Antonio Machado o en un Luis Cernuda que abren el camino a esa poesía finisecular que algunos noveleros han etiquetado como “de la experiencia”. Paréntesis. Y yo pregunto inocentemente: ¿son las Coplas fúnebres manriqueñas “experienciales”? Pero ese es otro partido que no se juega hoy. Volvamos a d’Ors.
¿Y temáticamente? También el poeta gallego da la clave en su prólogo. Se trata de un poemario conformado por un conjunto de composiciones heterogéneas, donde “coexisten páginas graves con otras poco menos que disparatadas, poemas brevísimos con otros de cierta extensión, textos rimados con textos sin rima, sátiras con elegías, versos de amor con conceptos esparcidos…, pero todo ello […] tiene un transfondo común: la conciencia y el disgusto de vivir, como el título indica, en una civilización […] incapaz de levantar la vista por encima de lo físico, lo racional, lo útil, lo rentable”.
Nuevamente es sincero d’Ors. Por las páginas de esta Sociedad limitada deambulan algunos espectros y algunas realidades. Entre los primeros destacan los múltiples fantasmas familiares de la memoria. De entre los segundos, el vigoroso paisaje de su Galicia natal. Y uniendo ambos elementos, un irónico guiño de viajero harto de dar tumbos por este “cambalache problemático y febril” que llaman vida. De este modo se suceden ante los ojos del lector reflexiones y retratos misceláneos alternándose: la hermana retrasada y el café Savoy de Pontevedra, los tatarabuelos y el olor recién cortado del heno, el vecino mirlo que canta en la rama y las madres benedictinas de San Payo de Antealtares, la nieta recién nacida y los lejanos viajes de la infancia por “A Costa”… Pasado y presente se entrelazan para superar el misterio y revelarles a esa gente –para los que todo tan claro “porque / tienen ordenadores y descienden del mono”– que hay un montón de interrogantes que quedarán en el aire, como ese “lenguaje / inaccesible al hombre” de la naturaleza, ante el que sólo cabe “nuestro mejor silencio / y provisionalmente resignarnos / a llamarlo Belleza”.
Pero al contrario de lo que pueda parecer por su elevada esencia, el tono empleado por Miguel d’Ors en su libro se quiebra continuamente en el sarcasmo, en el guiño irónico, en el humor inteligente e, incluso, en la frivolidad lingüística, como lo demuestra el poema “La voz de la experiencia” en el que el poeta juega con las terminaciones –ajo, –ejo, –ijo, –ojo, –ujo en el final de cada verso para finalmente, citando a Abel Feu, aconsejar a un genérico hijo que se haga futbolista si quiere triunfar en la vida. Quizás esa querencia al humor sea una salida natural desde la ética y la estética a ese envaramiento abigarrado que se encuentra en tantos discípulos de la vacuidad sobrecargada y estéril. La naturalidad no es otra cosa que una sencillez, si acaso mínimamente descuidada y decadente, a la moda modernista, como bien indica este ‘haiku’ hipercrítico: “Tantos jazmines, / tantos jazmines, tantos… / ¡qué pestilencia!”.
En esa “deshabillé” también habría que entender, quizás, la “confianza con la Poesía” con la que enfoca d’Ors su oficio al cabo de tantos años, igualmente referida en el citado prólogo: “al cabo de los años se encuentra con ella [con la Poesía] como cada mañana se encuentra con su mujer: en la cocina, despeinado, en bata y con zapatillas de casa, y la trata no con menos respeto pero sí con menos formalidades y con una chispita de guasa relativista”. Y mucha guasa –y de la buena– hay en poemas como “De fuegos y buitres”, “Mis siete motivos para desear que no me dediquen una calle”, “Autorretrato condicional” o “Después de donar sangre”, donde el poeta concluye con una advertencia dirigida al posible receptor de su donación sanguínea, ante el peligro inminente de que se cruce con su propia esposa:
“Pero que sobre todo no te extrañe,
desconocido amigo,
lo que vas a sentir hasta en el pelo
si algún azar te pone alguna vez delante
a Concha Valladares”.
Sin embargo, como complemento a este tono humorístico, circula también por las páginas de este libro un halo de trascendencia, de un demiurgo divino –ajeno a lo racional y a lo físico– que todo lo anuda y explica desde la perspectiva de la Fe, con mayúsculas, trasmitida de padre a hijo. En esto es también valiente d’Ors, en confesarse creyente, casi de misa dominical, en una sociedad donde el laicismo es lo que está de moda. Este Dios justo, que medirá la balanza de las buenas obras al final y que terminará por contestar la insondable pregunta: “qué somos, dónde demonios vamos / y de dónde venimos”, se encuentra presente en todo el libro y el autor lo enarbola orgulloso cada vez que se le encarta. En este aspecto, nuevamente, está apegada la tradición al poeta.
Para terminar, sería también injusto no reparar en la última advertencia de Miguel d’Ors en la “limitación” de esta obra en “sociedad”, con respecto al talento propio. Y así lo indica de nuevo: “Por último, también es síntoma de la confianza con la Poesía la capacidad de percibir y aceptar, en los poemas que uno compone, las limitaciones del propio talento”. ¿’Captatio benevolentiae’? Eso parece. Nadie tira piedras contra su propio tejado y, mucho menos, cuando el obrero es tan osado que comienza un libro de poemas con un serventesio en el que riman “Aznar” con “degustar” y “coplero” con “Rodríguez Zapatero”. ¿De verdad quiere hacer creer “el poeta fingidor” a sus potenciales lectores que “La gratitud del campo” o “Pensando en el día menos pensado” no han quedado a la altura que debieran? Nuevo guiño. Nueva travesura.
Definitivamente y, como conclusión, hay que decir que el conjunto de poemas que componen Sociedad limitada configuran un poemario bastante sólido y técnicamente muy bien trabajado, con altos y bajos –eso es inevitable en libros de esta naturaleza miscelánea-, pero con un excelente buqué en su recapitulación. En la memoria quedan versos antológicos y reflexiones trascendentes que calan en el receptor. Y una sonrisa. En la lejanía, se oye un eco apagado. Llega hasta nosotros el ejemplo final. Que sea el paciente lector quien tenga la última palabra.
CATULANA
“Lidia se me insinúa –miradas y morritos–,
día y noche procura los escorzos propicios
para ante mí lucir su escaparate. Esfuerzo
vano: resisto su ardiente acoso. Pero
no por virtud heroica, ni por mero temor
al castigo divino. Es otra la razón:
su figura. El fornicio con semejante endriago
tendría más de penitencia que de pecado.”
Bravo por la reseña. El poeta lo merece.
Si toda la poesía fuera de este porte, hasta la leería. Enhorabuena por la reseña!
Muchísimas gracias a los dos. La verdad es que se disfruta reseñando libros como este. Abrazos.