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La risa de los cadáveres

el-cementerio-de-los-reyes-menores_bajaILYA U. TOPPER | Suena una canción en los altavoces y una fila de tipos –casi todos chicos, menos una tipa menuda, delgada y huesuda, recostada en el hombro de un tipo al que llaman Cactus– beben en silencio en la mesa del bar. Acaba de morirse uno de ellos, como es habitual, y otro de la pandilla ha ganado una apuesta, porque apuestan cervezas por adivinar quién se va a morir primero. Siempre muere alguien durante el invierno: el alcohol tiene eso.

Los demás son el Chino, el Pastilla, el narrador que tiene una librería de viejo y un pasado de soldado y de chapero. Lo más romántico es el nombre de la chica: Pequeña Muerte Adormilada. Viuda de un miliciano en la guerra, aún se masturba a veces con la vela que enciende ante su fotografía.

Zoran Malkoč es un tipo malvado. Nos mete estos primeros dos o tres relatos por los ojos y crees que lo que tienes delante es una historia de borrachos, ladrones de poca monta, drogatas, balas perdidas, buscavidas, espadachines de bar de navaja y botellazo fácil, en suma, una colección de Murillos pasados por el trozo de Francis Bacon, algo tierno en suma, va y nos empieza a torcer el lienzo y las perspectivas, se vuelve Dalí, peor, se vuelve Otto Dix pasado por el lado oscuro de Brueghel. Aparecen personajes que dejan de ser humanos, una niña enjaulada cual canario, amigos fieles hasta la muerte que se despedazan con el kalashnikov, contables que hacen el oso por cuatro perras, enanos subterráneos, suicidas vegetarianos ante un plato de lombrices, soldados que se divierten eviscerando a perros y juegan a la pelota con calaveras.

Esa pequeña parte de la terrible guerra de Yugoslavia que transcurrió en Croacia –casi ni nos enteramos ¿verdad?– le basta a Malkoč para trazar un pandemonio de la naturaleza humana, siempre en el fino hilo entre la crueldad verosímil y el surrealismo cruel. No es un libro para la mesilla de noche.

No sé si la crueldad es un rasgo específico de la literatura balcánica: recuerdo haber hojeado un día, sentado en el puente sobre el río Drina, Un puente sobre el Drina (1945) del serbio Ivo Andric, y lo primero que me encontré es una escena explícita de un empalamiento. Pero no cabe duda de que Zoran Malkoč lleva a alturas insospechadas esa capacidad de aterrar al lector, sin perder la socarrona sonrisa, un Tat tvam asi (Eso eres tú) sangrante e ineludible: para conservar la cordura hay que reírse, pero es la risa de una calavera que nos mira desde el espejo.

Las 26 piezas de este libro mantienen una conexión suelta: algunos personajes reaparecen, protagonizan una escena aquí, otra allá, se hacen viejos conocidos, desaparecen solo para hacer un último cameo fantasmagórico en el relato casi final que da nombre al libro. No es una novela, pero casi se puede leer como tal. No cambia el tono: aun cuando no aparece el narrador en primera persona, aquel exmiliciano convertido en anticuario, los personajes forman parte del mismo mundo, antes de la guerra, durante ella, después.

Ya lo dijo Igor Stiks: “Algunos escritores de los Balcanes usaron la tinta como munición”. Zoran Malkoč no. Aquí no hay bandos, no hay malos ni buenos, el enemigo somos nosotros mismos. Zoran Malkoč ha recogido esa tinta, esa munición, para fabricar un cinturón bomba que se coloca ante nuestra mirada estupefacta, con esa eterna sonrisa suya, estoy de coña, chavales, voy a darle al botón solo para ver dónde nos lleva a todos la onda explosiva. ¿A que es divertido?

Piénsenselo dos veces antes de comprar el libro, háganse un chequeo médico antes, comprueben sus niveles de tensión por si acaso. Pero si están seguros de aguantar la risa de un cadáver, no dejen de leerlo: es de lo mejor que se ha publicado últimamente en castellano.

Nota alta, por cierto, a los traductores, Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pistelek. Por limitación natural no puedo comparar con el original, pero estoy seguro de que Malkoč, de haber nacido en Zaragoza, habría escrito exactamente así, que sus personajes habrían llevado exactamente estos motes, usarían este lenguaje patibulario.  Solo cabe pedir a la editorial Rayo Verde que no ceje en el empeño: queremos más. Ah, y que deje de adornar portada y contraportada con las reseñas ya escritas: es competencia desleal para un reseñista que llega algo tarde al coto y tiene ínfulas de ser original.

Eso sí, el surrealismo de Malkoč ha conseguido incluso fundirse con la realidad: tanto que el propio libro aparece como El cementerio de los emperadores menores en la propia solapa del libro, y como El cementerio de los dioses menores en la bella reseña que Jordi Puntí firmó en El Periódico. Car, por supuesto, es tsar o emperador, pero en una tierra balcanizada como ninguna otra –podríamos hablar de países jibarizados, en sentido preciso de la palabra– , nos basta con reyes, ya siendo generosos.

Ah, y la canción que sonaba en aquel bar de buscavidas con un pie en la cárcel y el otro en la tumba era Y pude haber sido el rey. Admitámoslo: Zoran Malkoč lo ha conseguido.

El cementerio de los reyes menores (Rayo Verde, 2016) de Zoran Malkoč | 216 páginas | 18 € | Traducción de Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pistelek

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