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La semilla de las brujas

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ALEJANDRO LUQUE | A Dubravka Ugresic no le gustan los folcloristas. Y sus motivos tiene: vio con sus propios ojos como aquellos “académicos infantiles”, como los llama, pasaron en Yugoslavia de cuchichear en sus congresos a poner su nacionalismo más o menos confesable al servicio del odio. Claro que en eso los folcloristas no fueron mucho peores que los soldados, los sacerdotes de todas las confesiones, los políticos y los poetas, ya que no hubo allí quien no añadiera su bidón de gasolina al incendio.

La manía de la maestra croata hacia los folcloristas no le ha impedido, sin embargo, escribir un libro que se funda sobre el folclore, que bebe de él a manos llenas, hasta el punto de ser casi un homenaje a esta disciplina, si no fuera porque ésta tiene siempre algo de arqueología y museología, y aquí todo lo que se habla es materia viva, crujiente de puro actualísima.

Bueno, vayamos por partes. ¿Alguien en la sala no conoce a Dubravka Ugresic? No será porque desde esta página no llevemos años advirtiéndoles de que es acaso la mejor escritora de nuestro tiempo, la más inteligente, la más comprometida, la más dura también. Creíamos que nos habíamos librado de la guerra de los Balcanes con la rendición de Belgrado, pero ella se empeña en recordarnos que algo sucedió en aquel territorio que todavía nos interpela, que hay una lección de la Historia que todavía no hemos aprobado: ni hemos digerido las enseñanzas del periclitado comunismo  -complétese este estudio leyendo a la maestra Alexievich–, ni hemos resuelto la ecuación de los nacionalismos, ni hemos terminado de perderle el miedo a la palabra memoria, ni hemos aprendido casi nada del estribillo aquel de la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Si no lo ha hecho antes, puede usted tratar de ponerse al día en la obra de esta gran escritora desde títulos como El museo de la rendición incondicional, El ministerio del dolor, No hay nadie en casa, Gracias por no leer o Zorro. O puede usted ir directamente a este Baba Yaga puso un huevo, el último de sus títulos traducidos hasta la fecha a nuestro idioma. Lo del folclore asoma desde el título, ya que esa Baba Yaga no es otra que la bruja, la vieja come niños que está presente en toda la tradición oral de Europa, el Mediterráneo y seguramente más allá, y que aparece como el eje central de la narración…. aunque para advertirlo haya que dar algunos rodeos.

No creo estropearle a nadie ninguna sorpresa si cuento que Baba Yaga está estructurado en tres partes. La primera responde a una fórmula habitual en las narraciones de la croata, donde ella aparece como protagonista y desde el yo cuenta peripecias de tono autobiográfico, la vida de una escritora que acude a congresos y universidades, tropieza con colegas y con lectores, etc. En esta ocasión, el relato se mueve entre la relación con su madre, que le encarga visitar los lugares de su infancia en Bulgaria, y una estudiante muy entusiasta de su obra, Aba, que se ofrece a acompañarla y ejercerá de contrapunto mientras suelta latinajos con cierta pedantería.

Esas primeras páginas son un placer absoluto, acorde con lo que la Ugresic acostumbra a brindarnos. Sin embargo, en lo mejor de ese pulso a tres bandas la historia cambia de tercio. Tampoco es que nos extrañe su tendencia cada vez más acentuada a construir novelas orgánicas, complejas, poco o nada lineales. Solo que salimos de la primera historia para entrar en una segunda, protagonizada por tres adorables ancianas de nombres sonoros que se dan cita en una suerte de balneario.

Confieso que me costó entrar y orientarme en ella y, sobre todo, encontrarle sentido a cuanto decían y hacían las tres mujeres y los personajes secundarios que evolucionan a su alrededor. El empeño en descifrar por dónde iban los tiros me privó de dejarme llevar por la historia, y todavía no sé si eso es culpa de la autora, del lector que soy o de ambos, pero algo falló en el paso de baile.

Por suerte, la tercera parte viene a ponerlo todo en su sitio. En lo que viene a ser un mini ensayo acerca de la figura de Baba Yaga, que en cierto modo supone la guía de lectura para todo lo que hemos conocido antes, las instrucciones para que montemos nosotros mismos el puzle y comprobemos que, con todas sus aparentes digresiones, el conjunto es compacto, coherente y cuajado de claves perfectamente ensambladas.

¿Y qué resulta del ensamblaje? Un colosal homenaje a las brujas, las que aterrorizaban nuestros desvelos infantiles y las que fueron quemadas por las distintas inquisiciones que en el mundo han sido, aquellas a las que se atribuía la desaparición de los tiernos infantes en moradas fabricadas con chocolate y las poseedoras de remedios milagrosos, las que muchos decían haber visto volar sobre escobas recortadas sobre la luna llena y las que simplemente simbolizaban la rebeldía, la asertividad, la insubordinación.

No puede decirse, conluye Ugresic, que la Humanidad no haya puesto empeño en erradicarlas de la faz de la tierra. Pero siguen, ahí siguen, y tal vez nunca han tenido más fuerza, ni más respaldo social, ni más razón que la que tienen hoy. Baba Yaga, la bruja de patas de ave que hunde sus orígenes en la Antigüedad más remota, está más viva que nunca. Cuando este libro vio la luz, si no me equivoco en 2007, tal vez no estaba tan claro. Diez años después vimos llenarse las calles de medio mundo con pancartas como esta: «Somos las nietas de todas las brujas que nunca pudiste matar».

Publicado previamente en la revista digital M’Sur.

Baba Yagá puso un huevo (Impedimenta, 2020) | Dubravka Ugrešic | 376 páginas | 22.80 euros | Traducción de Luisa Fernanda GarridoTihomir Pistelek

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