¿Quién no ha soñado alguna vez con construirse una cabaña en lo más profundo del bosque? No es un sueño exclusivo de la infancia. Se tiene durante toda la vida. Como una pequeña brasa, parece que vaya a apagarse, pero luego se vuelve a encender según las circunstancias. Cae en el olvido cuando hay que preocuparse por el transcurso de las cosas. Se vuelve a pensar en él cuando las obligaciones se hacen muy pesadas. Sale a la superficie insistentemente. Invade los días y organiza las noches.
CAROLINA EXTREMERA | A lo largo de los años he ido bajando el listón del silencio hasta tenerlo ya casi a ras del suelo. De pequeña, en el campo, llegué a entender que el sonido constante de las cigarras se podía asimilar como silencio, igual que asimilé los motores de los coches en la ciudad. Cuando voy a una cafetería, las voces de los demás no me impiden concentrarme para leer. Hablaré claro: a día de hoy, casi cualquier sonido que no tenga el compás de negra con puntillo, seguida de una corchea y dos negras del reggaetón, ni haga uso del autotune, me parece lo mismo que el silencio. Los llantos y berridos de los bebés ya ni me molestan, temerosa como estoy de que la situación empeore y alguien decida escuchar su música – con muy alta probabilidad poseedora de alguno de los dos elementos mencionados más arriba – sin auriculares. Esa facilidad para que mi espacio auditivo se invada de ritmos procedentes de los móviles de otras personas me hace odiar a la humanidad. Puede ocurrir en cualquier lugar: un bar, un tren, un avión, la calle, los pasillos del instituto. Escucho los primeros acordes y ya estoy odiando a la humanidad.
De modo que sí, Montaigne tenía razón: misántropo no es el que se marcha lejos de la sociedad. Misántropos nos volvemos los que nos quedamos. Necesitamos soledad, pero no un aislamiento definitivo que nos separe para siempre de nuestros congéneres, sino un refugio en el que escucharnos a nosotros mismos. Lo que el filósofo francés llamaba una trastienda donde el alma se pueda hacer más íntegra. Cuando alguien vuelve de unas vacaciones tranquilas suele decir que “ha recargado las pilas”. Lo que quiere decir es que ha estado lejos de las personas que le molestan, que le enfadan, las que juzgan y observan sus movimientos.
En Soledad voluntaria, Olivier Remaud nos habla de este tipo de soledad, la que buscamos nosotros mismos para descansar, para pensar. Utiliza la experiencia de Thoreau en los bosques de Walden como hilo conductor para demostrarnos que la soledad de la que tanto se habla no tiene por qué ser tan definitiva ni tan radical como se cree y para escribir sobre los distintos tipos de “solitarios” que han tenido cierta relevancia. Por ejemplo, el ya citado Montaigne, que se retiró de la vida pública y se marchó al campo después de haber sido varias veces alcalde de Burdeos, o los casos de Jack Kerouac y Glenn Gould, el músico. Este último hizo un largo viaje al norte de Canadá para estar solo, necesitando ese aislamiento tanto como un medicamento. Remaud se hace eco de naturalistas, exploradores, filósofos y psicólogos que necesitaron retirarse o que escribieron sobre el tema para analizar este deseo de separarse temporalmente de la sociedad.
A este concepto, el autor lo llama “hacerse a un lado” y, precisamente, dedica gran parte del libro a defender que fue esto y no otra cosa lo que hizo Thoreau. Como sabemos, el escritor estadounidense estuvo varios años viviendo en los bosques de Walden, junto al lago, y plasmó su experiencia en un libro en el que nos cuenta cómo transcurrían sus días. Mucho se ha malentendido sobre ese libro, asegurando que lo que su autor propugna es la necesidad de aislarse de todo y todos y vivir por tus propios medios sin contacto con la sociedad. Sin embargo, Thoreau iba a Concord casi todos los días a pasar tiempo con sus amigos y su madre, cenar con ellos o encargar que le lavaran la ropa, hecho que no oculta en Walden o La vida en los bosques, puesto que lo explica en el capítulo ocho. Entonces, ¿qué sentido tenía marcharse al bosque? Según Remaud, lo que desea transmitir es que pasando tiempo aislado y en compañía de la naturaleza, el ciudadano descubre el placer de pensar y actuar por sí mismo y recupera la soberanía de su vida. Matiza sus opiniones y es más consciente de lo que ocurre, definiendo así su potestad para reclamar igualdad de derechos. La soledad tendría en Thoreau una función educadora.
Hay muchos más ejemplos de viajeros que se han hecho a un lado en Soledad Voluntaria. De hecho, todas las historias de solitarios que aparecen en el libro son bastante estimulantes. El problema que veo, quizá, es que dedica demasiadas páginas a explicar la filosofía que he resumido en el párrafo anterior y tiende a repetirla mucho, dando vueltas en círculo en torno a ella sin aportar más que la misma idea. Una idea, desde luego, interesante, pero que no daba para tanta especulación.
Toda esta necesidad de pasar tiempo sin compañía me ha recordado a mi abuela. Se levantaba tempranísimo y, si yo me despertaba muy pronto cuando estaba a su cargo, me asomaba por la escalera y le gritaba: ¿Me puedo levantar ya? La respuesta era, invariablemente, no. Entonces no sabía muy bien si aquello se debía a mi corta edad, pero ahora pienso que aquellos eran sus únicos minutos de soledad en todo el día.
No obstante, acaba rompiendo con la soledad que ha elegido. No es que se le haya vuelto insoportable, simplemente, ha hecho efecto. Si se desarrolla correctamente, toda soledad voluntaria invita a no quedarse aislado durante demasiado tiempo.
Soledad voluntaria (Gallo Negro, 2022) |Olivier Remaud | Traducción de Marta Cabanillas| 216 págs. | 19.50€