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La última moneda de oro para Caronte

El azul del infierno

Carlos Barral

Editorial Seix Barral (Colección únicos)

ISBN: 978-84-322-4323

96 páginas

15 €

Manolo Haro
“Negociaciones con C. Balcells para un teórico contrato de 1.000.000 de anticipo (un relato sobre La barca de Caronte de Patinir) para cubrir deudas. En el terreno de las deudas la situación es angustiosa”. Esta nota, escamoteada a los fragmentos del Diario de Barral que acompañan a esta edición, nos coloca exactamente en el origen de una novela inacabada a la que el poeta le dejó colocado el hermosísimo título de El azul del infierno. Plaza & Janés quería comenzar con ella una colección de novelas sobre pinturas y Calos Barral decidió acometer la tarea a partir de un cuadro, cuyo verdadero nombre es El paso de la laguna Estigia, por el que sintió siempre predilección.
Julia, una profesora de arte dramático, se entera mediante la llamada de una amiga del accidente que ha sufrido su hijo Manuel cuando practicaba submarinismo. Su obligada presencia en Madrid le impide viajar hacia el lugar del siniestro, por lo que intenta distraerse visitando el Prado, al cual llega tras ingerir masivamente pastillas y alcohol. Su encuentro con Joaquín Delpal Serrano, restaurador, pintor de paisajes y gran conocedor de la obra de Patinir, la coloca cara a cara con un cuadro repleto de resonancias míticas y personales. Su pérdida de conocimiento frente a la obra marca el orden de los capítulos posteriores, que supondrán una regresión paulatina hacia el momento y el lugar en el que tiene lugar el accidente. En este punto comenzamos a saber algo más de Julia y del universo que rodea a su hijo. Lorenzo, su pareja, tras una fiesta nocturna se empeña en ir sin descansar a la búsqueda de pecios con Manuel y otros acompañantes en una embarcación bautizada con el nombre de Hécuba. El pintor Fuster sube con ellos, y Zacarías, barquero hijo de barquero, ayudante habitual de Lorenzo, dirige la proa hacia el fatal instante.
Barral lanza las redes de su imaginación mientras tiene presente El paso de la laguna Estigia. En la trama de las cuerdas queda agarrado un complejo juego de conexiones míticas. Hécuba es el nombre de la protagonista de la tragedia homónima de Eurípides. Prisionera de los griegos una vez finalizada la guerra de Troya, conocerá el sacrificio de su hija y el asesinato de su hijo. En esta tragedia no hay dioses; todo es plenamente humano. Julia suele escanciar los versos del texto en sus clases. “La tragedia fue escrita para separar la resignación y la ira precisamente por aquello en lo que más se parecen”, había dicho más de una vez Julia a sus alumnos y en tales palabras envuelve las reflexiones en torno al accidente.
El barquero Zacarías pronostica que el tiempo será malo: la “torrevisca”, una borrasca espectacular y rápida, se avista al borde del cielo. El pintor Fuster se embarca para atrapar la luz y el rigor de la tormenta. Caronte lleva a Patinir a cruzar la laguna Estigia para que retenga en el lienzo el último viaje del alma de Manuel. A las claras queda que el autor desdibuja los límites del cuadro para lograr la unión entre la realidad vivida y la realidad pintada, para montar una historia que toma cuerpo con el atrezzo que ofrece la obra pictórica. A veces parece, a la luz de las notas que dejó Barral en su diario, que la novela le va creciendo poco a poco. Avanza remando a través de unas aguas en las que los farallones temáticos aparecen claramente delineados en el cuaderno de bitácora: la culpa de una muerte y la visita al reino de los muertos.
Las circunstancias que rodean a la creación de esta oeuvre inachevée (el abrupto final tanto de la novela como de la existencia del autor) le confiere un sesgo mucho más intenso y profundo de lo que a simple vista pudiera parecer. Quiso el destino que una de las mentes más preclaras de la intelectualidad catalana, editor, novelista, poeta y marinero, pusiera fin a su viaje imaginando el extraño e inefable azul del infierno. Como cuenta su nieto Malcolm Otero Barral en el epílogo que cierra esta edición, “antes de que lo incineraran y de que se esparcieran sus cenizas por la mar Doméstica, se le colocó, siguiendo su voluntad, una moneda de oro en la boca”. Barral siempre lo supo: Caronte nunca perdona el óbolo.

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