JOAQUÍN PÉREZ BLANES | Publicar teatro, hoy en día, es de valientes. Hablamos de publicar teatro actual, no de clásicos. Los clásicos siguen editándose. Sófocles, Ibsen, Valle Inclán, Lorca, no tienen problema. Alianza, Austral o Cátedra continúan editando obras de estos autores llamados universales. Sin embargo, publicar otros autores, como Rodrigo García, Angélica Liddell, Juan Carlos Rubio, Alfredo Sanzol, o incluso al Juan Mayorga de sus primeras obras, Animales nocturnos, Hamelin, era una heroicidad al mismo tiempo que una temeridad. Editoriales como La avispa, ya desaparecida, o Ñaque, que se ha transformado en un proyecto global de artes escénica, publicaban autores actuales con piezas que, en muchas ocasiones, todavía estaban en cartel o acababan de terminar su periplo por los escenarios nacionales. En cualquier caso, era muy complicado hacerse con alguno de estos libros, salvo que uno viviese en la capital o tuviese acceso al Centro de Documentación de las Artes Escénicas de Andalucía (CDAEA) que sigue haciendo una gran labor documental y bibliográfica en nuestra comunidad autónoma. Por suerte—no todo iba a ser negativo—la globalización cibernética facilitó el acceso a estas ediciones que eran distribuidas con cortedad, por no decir, mal distribuidas y ahora se podían adquirir a través de internet. Eso y, sin duda, el arrojo de nuevas editoriales que han querido apostar por autores actuales ha permitido a los que, como servidor, gozamos con la lectura de piezas teatrales, tanto—nunca más—como con su puesta en escena. Aunque es indudable que el dramaturgo crea con la voluntad natural de ser representado, también existe en cada autor o cada autora una necesidad de ser leído antes de ser representado. Sin esa lectura previa nadie se haría cargo de su puesta en escena.
De entre las más valientes que ahora mismo se atreven a publicar teatro, destacaría tres editoriales que apuestan por la publicación de obras con una alta calidad: Artezblai, que está editando, entre otros autores, a Eusebio Calonge, cuya escritura poética es la columna vertebral del teatro inestable que hace La Zaranda, o Denise Despeyroux, profunda, inspiradora, irónica e imprescindible. La uÑa RoTa, que tiene en su catálogo textos, digamos, más bizarros o contundentes, como los de Rodrigo García (Cenizas escogidas) o Angélica Liddell (cuya Trilogía del infinito está agotada) así como obras del académico Juan Mayorga (desde el compendio que recoge su producción de Teatro 1989-2004 hasta sus últimas obras estrenadas El mago o Intensamente azules). Por último Ediciones Antígona, que ha lanzado un buen puñado de ejemplares con nombres de mucho prestigio en la escena actual de nuestro país: Alfredo Sanzol, Pablo Remón o Miguel del Arco, así como autores menos conocidos pero con una dedicación y entrega a la dramaturgia que son necesarios mencionar, como Los Javis (Javier Calvo y Javier Ambrossi) y su obra más conocida, todavía en cartelera, La llamada, como Juanma Pina con esa divertidísima y estrafalaria pieza descocada que se llama Lavar, marcar y enterrar.
De esta última editorial es el volumen que nos ocupa, La valentía de Alfredo Sanzol. Sanzol es el revitalizador de la comedia teatral. Como nos hemos transformado en una sociedad excesivamente sensible y con una beligerante actitud para con el otro y frente a cualquier opinión que no sea de nuestro agrado, a este estadista le da bastante reparo decir que Sanzol retoma y renueva la tradición humorística de Jardiel Poncela o Miguel Mihura, aunque así sea. Primero, porque su humor contiene escenas tan absurdas como las de Mihura o Jardiel y, segundo, porque es de los pocos autores que se ha especializado en hacer comedia sin pensar en otro tipo de género, por suerte.
Sus primeras obras eran piezas más deslavazadas estructuralmente, una sucesión de monólogos o diálogos breves que tenían una unidad en sí mismos. Así creó obras como Risas y destrucción, Sí, pero no lo soy o Días estupendos que, aunque no mantienen esa una unidad narrativa tradicional aristotélica, sí que mostraban el talante jocoso y disparatado sello personal de este madrileño-pamplonés de 1972.
Sus tres últimas obras son palabras mayores, tienen la consistencia de un sustantivo femenino—La ternura, La valentía y La respiración—y avanzan poco a poco, creciendo, desde la sonrisa simpática a la risa hilarante gracias a situaciones absurdas y al dislate. Sus obras transpiran una lectura mucho más honda y humanista que la broma simple. En La ternura es la desnudez espiritual con la que nos enfrentamos al amor. El amor supone una entrega absoluta capaz de elevarnos hasta más allá de la felicidad, pero también es capaz de dañarnos en lo más íntimo y con un efecto devastador. La ternura es, siempre desde un punto de vista personal e intransferible, la obra más lograda de este autor; eso no desmerece las siguientes creaciones. No desluce La respiración, que nace de la necesidad catártica de escribir y reírse de uno mismo después de una ruptura sentimental. Del mismo modo que La valentía trata el tema de las relaciones familiares entre hermanos y la herencia de nuestros ancestros que, en ocasiones, supone más una carga que un recuerdo agradable. En la obra, hay tres parejas de personajes que son hermanos. Trini y Guada son dos hermanas que han heredado una casa familiar a pocos metros de una autopista. Una quiere vender, la otra quiere mantener la casa por esa pertenencia inconsciente que tenemos los seres humanos con el pasado y la dificultad para deshacernos de cosas materiales que alguna vez tuvieron sentido en nuestras vidas pero ahora ya no lo tienen. Martín y Martina, también hermanos, representan el ayer de la familia, son dos espíritus que tratan de convencer a las hermanas para mantener la casa que ellos construyeron y, por último, los hermanos Spectro, Clemen y Felipe, dos individuos que sobreviven recreando efectos paranormales en las casas y trabajan como asustaviejas. Si no tenemos oportunidad de ver en escena esta pieza, que además de tener estupendas actuaciones tiene un sencillo pero ingenioso decorado y una dirección siempre entregada del propio Sanzol, al menos podemos acercarnos al texto dramático que es ligero, rítmico, agradable y con el que se nos escapará alguna buena risa, siempre necesaria.
El único problema que tienen estas nuevas editoriales, quizás es un mal generalizado en otras editoriales pequeñas, es la falta de lectores que corrijan errores tipográficos. Ya se sabe, cuatro ojos ven más que dos, y es bastante frecuente encontrar errores que se podrían subsanar con la figura del corrector, que siempre fue tradición en el mundo editorial. En la página 48 el personaje de Guada pasa a llamarse Natalia, posiblemente porque este era el primer nombre que Sanzol le dio al personaje, pero olvidaron revisar este detalle al editar el libro y resulta, no sé si molesto, pero sí descuidado. Salvo este detalle, que no es nimio pero si venial, el resto es pura valentía.
La valentía (Ediciones Antígona, 2018) | Alfredo Sanzol | 150 págs. | 14€