EDUARDO CRUZ ACILLONA | Mira que me tengo dicho hasta la saciedad que no me fíe de los textos de las contras de los libros, de lo que me diga la gente y de lo que reseñen mis amigos – queridos – compañeros (táchese lo que no proceda) de Estado Crítico…
Mira que me lo tengo dicho…
Pues nada.
He caído en el primer mandamiento: fiarme de lo que dice la contraportada de un libro. Léase:
“Combinando magistralmente el humor negro de Almodóvar en Átame y la violencia cotidiana de Misery, de Stephen King”…
Reconozco, mea culpa, que he picado. Lo confieso arrodillado, me levanto y digo que…
Este libro supera con creces a ambas referencias y les da siete vueltas, pues contiene entre sus páginas mucha más enjundia, mucha más trama, mucha más reflexión, mucha más justificación, mucha más literatura, claro, y mucho más peso argumental que las otras dos juntas.
Los personajes no son mera anécdota, sino que están construidos de manera sólida, evolucionan, dudan, no son lineales. Mucho ojo con los personajes… La novela cuenta la historia amorosa en paralelo de dos mujeres. Ambas enganchadas con el mismo tío. Un tío que, salvo en los capítulos iniciales, apenas tiene momentos de protagonismo en la trama. Y, sin embargo, no descartes que sea, por defecto, el protagonista de toda esta historia… Ambas mujeres cuentan su relación con él. Y ambas, en esa narración, una en tercera persona y otra en primera, alternándose, van descifrándonos sus respectivos mundos. Tan cerca y tan lejos una de otra… Acomplejada y resignada, una. Altiva, arrogante, cara de liebre, vengativa, dura y fría la otra. Y saltando de un escenario a otro, de una historia a otra, nos emocionamos, nos enrabietamos, soltamos una carcajada o nos avergonzamos de ser miembros de ese inabarcable club que se ha dado en llamar “el género masculino”. Seguramente, si yo en vez de lector fuera lectora, me habría levantado más veces a aplaudir según qué párrafos: “Para los hombres, el sexo era el último fin. Introducir el pene en un hueco de carne tibia, de preferencia apretada, vaciarse y conciliar el sueño”. Poco más que añadir.
Esta forma de contar, ágil, directa, sin artificios ni forzadas elipsis, nos acercan a la Liliana Blum cuentista, a la escritora que no se permite florituras estilísticas sino que va a lo concreto, sin menoscabar, eso sí, la calidad y la belleza de los textos. Otro ejemplo: “No sabe que aquella será la última vez que vea a Roque Serna y que años más adelante sentirá por él una especie de nostalgia, parecida a las ganas de fumar”.
Si algo destaca en la novela, en el estilo de la novela, es la forma de encarar los personajes masculinos, sin cortapisas, de manera descarnada, abierta, sincera y cínica a la vez, con una crudeza que se disfruta desde la sonrisa hasta la carcajada y que, vaya por delante y subrayado para que no haya dudas, se agradece. Ay, la frescura y la poca vergüenza unidas, qué buena pareja hacen: “En realidad, no importaba que el maestro de música fuera demasiado alto y delgado, y con la gracia de un insecto palito; o que el de deportes fuera bajo e intentara compensar la falta de centímetros con músculo, lo que lo hacía parecer un mueble con cajones; tampoco era relevante que el de español tuviera los ojos muy grandes e intensos, lo que le daba un aire de pervertido, el cabello relamido y un bigotito a la Pedro Infante”…
Si usted, querido lector, disfrutó con Átame y con Misery, aquí encontrará un disfrute mucho mayor. Y, posiblemente, alguna que otra lección de urbanidad y saber estar que, en ocasiones, tanta falta nos hace.
Si usted, querida lectora, no ha leído todavía este libro, vaya a una librería y hágase con varios ejemplares. Seguro que, durante su lectura, se le viene a la cabeza el nombre de varias amigas a quien regalárselo. Y aún no sabe cómo se lo van a agradecer…
Cara de liebre (Seix Barral, 2022 | Liliana Blum | 296 págs. | 19,00€