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La vida es cuento

RAFAEL ROBLAS CARIDE | Corría 2020 cuando Tomás del Rey Tirado abría la Puerta Grande de los cuentos –debutando en Maclein y Parker con Yo, que tantos hombres he sido– lo cual indica que, por tanto, han transcurrido casi cuatro años desde que este estadista saludara su estreno con el deseo de una nueva entrega que corroborara la excelente impresión que le habían causado aquellas breves historias que tan buen augurio prometían al hilo de un rotundo estilo formal y una impecable manera de abordar la ficción literaria. Cuatro años, nada más y nada menos… Y pensando en lo rápido que pasa el tiempo, nos sorprende ahora la llegada de La arrogancia de los ventiladores, otra recolección de relatos breves preparada por el autor que, de modo satisfactorio, continúan la senda emprendida con anterioridad, rindiendo tributo a la infancia y ajustando cuentas pendientes con el pasado.

Formalmente, el libro lo componen veintidós cuentos estructurados en torno a cuatro capítulos diferenciados (“Mirar atrás”, “Carta de ajuste”, “Crecer” y “Hemos sido engañados”) que, pese a lo que podría parecer a simple vista, tienden a abandonar la fantasía de lo irreal para ir configurando, a grandes rasgos y como en un juego de escapismo, el delicioso retrato autobiográfico de su propio creador: un trasterrado sevillano en Madrid cuyas irrepetibles circunstancias individuales y familiares hunden sus raíces en un ayer nostálgico y entrañable. Porque la vida es cuento y, aunque el yo ficcional acuda una y otra vez al rescate del gran tímido que se esconde detrás de la voz del narrador, las aristas agudas del recuerdo van trazando sobre el telar de la memoria la inconfundible silueta de aquel niño que jugaba con las hormigas de la terraza capitalina y admiraba calladamente la figura paterna. O la de aquel voraz lector infantil recluido en Verne o Salgari. O la de aquel torpe adolescente abriéndose al primer amor. O la de aquel rocker soñador del mundo idealizado por sus hermanos mayores. O, ya más cercana, la del hijo resignadamente dolorido ante la incomprensible tragedia con que el destino de vez en cuando nos maltrata. O, incluso, la del actual padre de familia, pleno de amor y equilibrio, sirviendo de frágil roca firme a sus dos hijas mientras estas se divierten entre las olas, magnífica metáfora de la existencia.

[…] Ahora me descubro siendo yo esa roca para mi hija, que no está al tanto de mis carencias natatorias, qué ironía, qué inconsciencia la de la niñez. Le ofrezco mi mano y ya incluso cruza por donde rompen las olas, y se sube a mí, y a veces hasta se atreve a tirarse desde mis hombros, para volver en seguida, como un perrillo mojado, sobreponiéndose al susto y pidiéndome repetir. Sabe que nada malo puede pasarle, que está conmigo, que la defenderé del mar y sus traiciones.[…]

Confieso que, conforme avanzaba por las palabras de del Rey he ido olvidándome del aquí y del ahora para recobrar la inocente candidez de otra época. Porque por La arrogancia de los ventiladores corre la misma brisa que acaricia el espíritu de las obras de Alberti (La arboleda perdida), o de Cernuda (Ocnos), o de Montesinos (Los años irreparables) o de Ayesta, en esa hermosa elegía a la adolescencia que constituye el libro Helena o el mar de verano que, tan gozosamente, ha rescatado la editorial Acantilado para goce de cuantos lectores descubren en ella la auténtica valía de los prosistas pertenecientes a una generación de primera posguerra que ha sido tradicionalmente denostada por la crítica al uso en función de banderías ideológicas e intereses extraliterarios. Y, al aire de la obra de Tomás del Rey, recuperando la cita de Louise Glück que tan acertadamente la encabeza (“Miramos el mundo una vez, en la infancia. El resto es memoria”), como Rilke, he regresado a mi infancia para recuperar nuevamente los ojos del niño que me sostiene, ese que tristemente contempla un mundo que cada vez le es más ajeno, que lentamente va extinguiéndose de la mano de tantos seres queridos que hoy ya son solo sombras que lo observan desde el olvido. ¡Qué inmenso resulta el poder evocador de la Literatura cuando esta se escribe con mayúsculas!

Mas no solo de nostalgia vive el hombre, así que, dejando atrás la grave trascendencia de las horas escapando velozmente a través de las cañerías de los relojes, habremos de subrayar también un cierto regusto de inteligente ironía y mordacidad –tan marca de la casa– que, con un tono mucho más amable que en Yo, que tantos hombres he sido, igualmente se encuentra presente en el libro que nos ocupa, actuando de contrapeso. En esta línea, especialmente acertadas son las situaciones narradas en el último de los capítulos –quizás el menos biográfico y, por ello, más misceláneo–, donde el alter ego de del Rey se ve obligado a abandonar a su familia a causa de un conflicto lingüístico interregional (“la cosa”) en una distopía que uno ya no acierta a adjetivar convenientemente, tal y como está el panorama nacional. O ese otro relato en el que un paisano alineado por su mujer en las filas del karma y del feng shui sucumbe al inflexible poder de una simple cucaracha que, con su sola presencia, es capaz de desencadenar una tragedia de dimensiones absolutas, haciéndolo contorsionarse –a lo Harold Lloyd– por todo el piso en su caza y captura mientras el polisíndeton se desata en el fluir de conciencia.

[…] Estoy poseído por el moscardoneo de la música. El olor a napalm por la mañana. Eso me da una idea y vacío medio bote de insecticida, para debilitar al enemigo, con el único resultado de señalarme a mí como el débil, como el asmático. Me cubro la boca con un trapo y ataco. Salto. Ella también ha saltado de algún modo a la estantería. Vuelvo a gritar, ¿por qué grito? Caen dos retratos de la estantería, derrumbo una pila de libros, correos y propaganda, que ya mostraba su vocación de masa informe desde hace días. Corre al balcón abierto que antes despreció. Demasiado tarde. Ya no me basta. […]

El último de los cuentos –el que cierra también el último capítulo del libro – no es otro que “El atrapasueños”, galardonado como mención honorífica en el V Concurso Literario Internacional de Relatos Humorísticos Alberto Cognini (Córdoba, Argentina), cuya dedicatoria refiere el autor a su hija Esperanza, “que ha heredado mi caos, a falta de mejor herencia”. En él, otra vez más, la sátira y un finísimo sarcasmo campan a sus anchas describiendo la cotidianidad de la pareja, mientras que –medio en serio, medio en broma– la ficción asume evangélicamente el rostro de su creador autobiografiándose sin reparos (“El principio existía el caos. Por lo que yo recuerdo, el caos llegó a mi vida desde el bombo de detergente Skip donde se acumulaban juguetes, papeles e inventos, que inevitablemente se desbordaban e invadían mi cuarto.”), por más que el sorprendente final se aleje de la realidad, dando sentido circular al texto y explicando el valor sentimental de ese atrapasueños tan sugerente en su nombradía como inútil en su función. Y, de nuevo, la importancia de los recuerdos, de las evocaciones, del pasado, de la propia vida, por más que el humor revista al cuento con el ropaje liberador de una sonrisa.

[…] Miro el atrapasueños colgado del riel de la cortina. Apenas se le nota la mancha de huevo. Preside mi nueva vida caótica y solitaria como un recuerdo ahora perfectamente nítido, como una acusación.

En resumen, con La arrogancia de los ventiladores, Tomás del Rey demuestra que la semilla de su anterior libro ha arraigado y que la cosecha no ha sido flor de un día. Regresa menos lírico y literario. Mucho más nostálgico y sugeridor. Igual de cáustico. Buena noticia para todos aquellos que seguimos sus pasos y para cuantos aman la buena Literatura. Esperemos que no hayan de pasar otros cuatro años para el siguiente reencuentro: señal, sin duda, de que los ventiladores continúan funcionando en plenitud de arrogancia. Y yo que lo vea.

La arrogancia de los ventiladores (Maclein y Parker, 2024) | Tomás del Rey Tirado|184 páginas | 17,31 euros

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