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Lagarto, lagarto

9788416677023SARA MESA | En la nómina de los grandes precoces de la literatura, junto a Rimbaud, Neruda o Mary Shelley, y aunque bastante menos conocido, figura el noruego Stig Dagerman, que a la tierna edad de 26 años -se suicidó con 31- ya había escrito cuatro novelas, un conjunto de cuentos -una selección de los cuales fue publicada hace un par de años por Nórdica bajo el título de El hombre desconocido-, obras de teatro, artículos, crónicas… La isla de los condenados, su segunda y más reconocida novela en la que se narran las últimas horas de siete náufragos, la escribió con 23 años… y asusta tener presente ese dato al leerla. Asusta porque es un libro impregnado de pesimismo y desesperación, exponente de la hipersensibilidad de su autor y en el que puede rastrearse incluso su trágico final: ¿Qué es toda la literatura comparada con un simple intento fallido de suicidio? ¿Qué es la vida, sino un simple intento fallido de suicidio?

No es casual que Dagerman, de orígenes humildes y vinculado al anarquismo, escribiera esta novela recién finalizada la Segunda Guerra Mundial, en el contexto de una Europa devastada no sólo materialmente -el hambre, la sed y las heridas son temas relevantes en esta isla-, sino también ideológicamente, un territorio en el cual, más allá de los bandos, han fracasado las ideas: “No hay nada más peligroso que tomarse en serio las ideas, y nada más hermoso, lo único hermoso en la vida, diría yo, que tomarse las ideas como el juego que deben ser, dirá Lucas Egmont, uno de los protagonistas y quizá el alter ego del autor.

El escenario de la isla para ilustrar las terribles consecuencias de la depredación humana es clásico en la literatura, y al igual que hacía William Golding en El señor de las moscas, la oscuridad y el miedo están presentes de una manera casi metafísica. Sin embargo, Dagerman no pone el acento en la maldad o la crueldad por sí mismas, sino que éstas -representadas en la ausencia de solidaridad- son la consecuencia de la soledad intrínseca del ser humano y de su incapacidad para construir relaciones de hermandad. Por eso, el término que se utiliza para designar a los náufragos es precisamente “condenados”, ya que no hay salvación posible.

Un boxeador paralítico, un empleado bancario con depresiones, un soldado atenazado por la culpa, el capitán y un marino a los que se les exigen explicaciones, una madame que huye de un matrimonio de conveniencia, una atormentada muchacha inglesa… a través de densos flujos de conciencia en los que un narrador desquiciado entra y sale a su antojo, conoceremos sus tormentosos pasados -nunca mejor dicho- y sus peores pesadillas. La metáfora de las piezas de ajedrez aparece en varias ocasiones, así como las consideraciones sobre el daño que se hacen entre ellos -aun sin pretenderlo- o el que han hecho a los que viajaban con ellos en el barco pero no se salvaron:Qué mundo más condenado aquel en el que alguien recibe una patada cada vez que otro levanta el pie”, por ejemplo, pero también ¿Dónde estaríamos sin nuestros muertos, qué sería de nuestra salud sin los enfermos, nuestra felicidad sin los fracasados, nuestro valor sin los cobardes? o Ay, cómo temían todos el momento en que los desaparecidos volvieran, que arribaran a su playa llevado en sus miembros muertos toda la carga acusadora de quienes han perdido la vida contra aquellos que se han salvado”.

Los acontecimientos se entrelazan de un modo tan confuso con el mundo interior de los personajes que cuesta discernir qué sucede realmente. Sabemos que alguien derrama voluntariamente un bidón de agua -el último bidón-; que otro se ve tentado a no compartir la caja de comida que ha encontrado pero, cuando lo hace, descubre que no es comida lo que contenía; que hay una violación con venganza mortal incluida; que poco a poco, algunos, van muriendo. Predominan sin embargo los símbolos en una narración más bien expresionista -no en vano Dagerman ha sido comparado con Camus y con Kafka-, con insólitas descripciones del paisaje de la isla y la inquietante aparición de animales, en especial de los lagartos que la recorren de punta a punta y de aves que se devoran entre sí, exactamente igual que nosotros, dirá el capitán. Las heridas avanzan, pero crecen hacia el interior de los cuerpos, y los personajes, sometidos a continuos delirios, son representación no sólo de la angustia existencial, sino también del nihilismo propio de la posguerra:¿No hemos cambiado de vida por completo, no se ha destruido algo de lo que hubo y lo que fue? ¿No estamos todos igual de desnudos, no se ven los dedos de todos igual de codiciosos a la hora de repartir la comida, no son todas las uñas igual de afiladas al acercarse al bidón del agua?

Novela rara y difícil escrita sin duda por un desesperado, pero también poseedora de una extraña belleza y un magnetismo quizá no apto para todos los paladares -pero sí para los de aquellos que gusten de las páginas más herméticas de Faulkner o de Beckett, con quienes comparte un claro aire de época-, La isla de los condenados está condenada, si se me permite la redundancia, a ser un libro minoritario con pocas candidaturas a las listas de los libros del año. Una novela que habla de la culpa como estigma de nuestra raza, que afirma que lo de ser inocente es o no haber nacido o estar muerto, no es, por definición, una lectura agradable. Pero bueno, a la literatura, o a cierto tipo de literatura, no serán estas las consideraciones que la hagan naufragar.

La isla de los condenados (Sexto Piso, 2016) de Stig Dagerman | 296 páginas | 22 € | Traducción de Carmen Montes

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