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Las cosas del pantano

elhieloenelfindelmundo_markrichardFRAN G. MATUTE | El fin del mundo al que se refiere el título de esta primera colección de relatos de Mark Richard no son los pantanos de Lake Charles (Louisiana), donde nació el autor, pero podrían serlo. Si bien nunca se especifica el lugar en el que transcurren las diez historias que aquí se contienen todas remiten, de una forma u otra, a un territorio de sobra conocido incluso para los que no han estado allí: el sur de los Estados Unidos. En la literatura de Mark Richard hay pantanos (cómo no), barcazas, cabañas, muchos perros, y un sinfín de personajes estrafalarios y desubicados que ejercen sobre las cosas y las personas una violencia extrema, no siempre visible. La desesperanza, el aburrimiento, el delirio incluso, campan a sus anchas por estos cuentos. Al fin y al cabo los personajes se sienten atrapados por sus circunstancias vitales, por la propia geografía.

Esta adscripción del escritor a un determinado territorio no es desde luego nueva dentro de la literatura norteamericana. A principios del siglo XX, William Faulkner se inventó el condado de Yoknapatawpha para hablar de su Mississippi natal, y Sherwood Anderson retrató la particular vida del Medio Oeste en Winesburg, Ohio. Pero como lugar literario, el sur de los Estados Unidos se lleva la palma. Un sinfín de escritores han plasmado con fuerza en sus obras el llamado “gótico sureño”, una poética que parece haber salpicado hoy día la narrativa de cualquier geografía abrupta: la literatura de Breece D’J Pancake (que, por cierto, comparte muchos puntos en común con la de Richard) resulta incomprensible si la disociamos de su Virginia Occidental; Daniel Woodrell se ha erigido como el cronista oficial de las montañas Ozark de Missouri; Donald Ray Pollock es el nuevo mesías del Medio Oeste más grotesco; el nombre de Craig Johnson está ya indisolublemente asociado al falso condado de Absaroka (Wyoming), cerca de las Montañas Rocosas; y existe un larguísimo etcétera. En todos estos casos lo importante es ver cómo el terreno va erosionando a la población, cómo los seres humanos terminan mimetizándose con el ambiente, y esto es algo claramente palpable en los relatos de Mark Richard.

Si insisto tanto en esto del territorio es porque creo que la etiqueta de “literatura sureña” puede llegar a resultar un tanto reduccionista. En los últimos tiempos se ha venido asociando con productos más cercanos al realismo sucio que a otra cosa, y no es exactamente eso lo que ofrece esta maravillosa y riquísima colección de relatos. Algunas historias (“En la cuerda”, “Niño Pez”) incluso bordean el realismo mágico, así que diría que la concepción literaria de Richard va mucho más allá del cliché de lo sureño. Su mirada revela una sensibilidad especial, cándida, casi infantil, y por ello sus relatos son terriblemente humanos. Y dolorosos. Curiosamente, el mundo de los niños (“Abandonados”) se presenta mucho más violento que el de los adultos (“La teoría del hombre”). Richard no pretende endulzar lo narrado pero por encima de todo es un autor elegante que no se recrea en la sordidez del momento, que evita el efectismo tragicómico de la miseria (y en esto le da mil vueltas al citado Donald Ray Pollock, burdo como él solo).

El dolor que recorre El hielo en el fin del mundo (1990) es uno soterrado, invisible al ojo humano, que solo da la cara al final, al cerrar el libro, cuando se es consciente de que los personajes que pululan por estas páginas dan una pena enorme. Sus vidas son en el fondo tristísimas. Basta leer el soberbio “Genius” para comprobar lo anterior. Richard se presenta así como un fino retratista de caracteres, capaz de insuflar vida hasta al más excéntrico de ellos («Banquete de la tierra, recompensa de la arcilla»). El hielo en el fin del mundo funciona por tanto como una crónica de sucesos. Cada relato es un trozo de vida, de una vida rota básicamente por vivir aislado, «en el fin del mundo».

Tuve la suerte de conocer en persona a Mark Richard el año pasado. Fue en Madrid, durante la feria del libro. Yo venía fascinado de leer algunos de sus cuentos en el tren. Estuvimos charlando un rato sobre cervezas y sobre Oxford, Mississippi, donde estuvo residiendo una temporada. Le conté que hace tiempo visité la ciudad, que estuve cotilleando por Rowan Oak, la mansión donde vivió Faulkner, y también que entré en una librería preciosa de dos plantas, toda ella de madera, cuyo dueño resultó ser en su día, así me lo confirmó él, el alcalde de la ciudad. Me firmó el libro, nos estrechamos la mano y nos despedimos. Toda una experiencia. Sé que contando esto pierdo la poca credibilidad que tengo, pero el veredicto venía tomado de casa: El hielo en el fin del mundo es uno de los libros más honestos, hermosos e impactantes que he leído (y releído) en mucho tiempo. Uno de esos títulos que te reconcilian con la literatura.

El hielo en el fin del mundo (Dirty Works, 2016) de Mark Richard | 152 páginas | 16,90 € | Traducción de Tomás Cobos

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