ROSARIO PÉREZ CABAÑA | Escribo sobre una de las más gratas sorpresas literarias de los últimos tiempos. Dicho esto, por si a alguien le interesan los detalles, prosigo. No es necesario hacer esto, pero quiero aclarar que me acerqué a este libro llamada por la magnífica foto anónima de la cubierta y por el prodigioso título, Yeguas exhaustas. Conocía la poesía de Bibiana Collado y sus investigaciones sobre la literatura cubana, entrega que compartimos ambas. Sin embargo, desconocía que acabara de publicar su primera novela. La vendedora de la librería, una chica muy joven, me dijo: “Qué maravilla de libro te llevas”. Yo mentí amablemente y le dije que ya lo sabía, que había leído sobre él y que estaba deseando leerlo desde que salió. No sé por qué lo hice. Tampoco sé exactamente por qué cuento todo esto que no tiene importancia alguna para quien espera leer una reseña. Quizá lo haga porque soy consciente de que mi respuesta a la joven vendedora de libros tenía algo de vergüenza heredada. Vergüenza de no saber. Esta es una de las primeras marcas que nos imprime nuestra condición de hijas de obreros. Vergüenza de que una joven presumiblemente también hija de «la clase» supiera que Bibiana Collado había escrito una novela extraordinaria, cuando yo no tenía ni idea. No saber es el estigma, el signo penitencial, la vitola en la frente. Y la angustia ante ello no puede evitarse. Y si esto es común para los hijos, así, en masculino genérico, para nosotras la cosa llegó a ser más difícil. He ahí uno de los miedos de las no desclasadas, las que sabemos que el ocio es tiempo libre y un artículo de clase privilegiada; las que, por mucho que seamos doctoras, profesoras, investigadoras, reseñistas ocasionales y algunas otras cosas, sabemos que estar al tanto de los gustos y novedades culturales está reñido con el tiempo que tenemos que dedicarle a perderle el miedo al colmillo del fin de mes que nos anuncia metódicamente su brillo amarillento. En fin, que pertenezco por derecho innegable a las de abajo, ese estamento donde la herencia de la culpa levanta escaleras a ninguna parte. Y de eso se habla bastante en esta novela. Quizá por eso.
Nos encanta que la literatura nos sorprenda, que nos regale territorios ignorados, sentimientos ignotos, acaecimientos extraordinarios o memorias imposibles. Pero a veces ocurre que lo que verdaderamente nos sorprende es reconocerlo todo: los territorios, los sentimientos, los acaecimientos y, sobre todo, la memoria, ese espacio colectivo que ha ido construyendo las vivencias íntimas de muchas de nosotras, las de abajo, las que somos capaces de abandonar los territorios de exclusión pero que nunca abandonaremos la identidad del origen, las que sentimos la marca y hemos visto soportar el dolor tantas veces que la tolerancia ha terminado convirtiéndose en un legado ponzoñoso. Entonces, cuando nos reconocemos en el papel, la literatura nos acalambra, nos paraliza momentáneamente y nos sentimos observados desde un caleidoscopio que multiplica nuestros fragmentos. Al menos esa fue la sensación que sentí a medida que leía esta novela que conectaba con mi intimidad desde circuitos ajenos que parecían saber de mí más que yo misma. Y en ese pronombre, estoy segura, hay muchas mujeres. Y algunos hombres.
Yeguas exhaustas es una gratísima sorpresa en la que Bibiana Collado expone, con un claro anclaje autobiográfico, el imaginario colectivo de las de mujeres de entre siglos que crecimos en un entorno de clase obrera y llegamos a las universidades, donde conocimos la verdadera semántica de la palabra promesa. (No entraré aquí en disquisiciones entre lo imaginario y el imaginario. Ni voy a refreír por muy caro que esté el aceite las teorías de Castoriadis, Simmel, Beuchot u tantos otros —aunque las de abajo, como bien sabe Collado, también podemos hacerlo—, pero sí diré que más allá de las conciencias individuales de las que hablaba Durkheim, hay una corriente colectiva que unifica el carácter, el ideario, las obsesiones y la integridad de una comunidad). En la novela, el trasunto de esta imagen colectiva es Beatriz, una hija de emigrantes andaluces que creció en un pueblo de Castellón a finales del siglo XX y que consiguió conjugar aquel verbo que los padres obreros siempre tenían en la boca: mejorar. Mejorar consistió en salir del pueblo y estudiar Filología en Valencia, doctorarse, escribir, publicar y obtener una plaza en la enseñanza secundaria. Hasta ahí, tendríamos una historia. Pero este libro no es la narración de un relato. Aquí lo que encontramos es la narración de los estados vitales, de los sentimientos de culpa, de inseguridad, de rabia; de la indagación, el reconocimiento, la asunción, la apropiación de la identidad. Una mujer, además, que cuenta a golpe de anécdotas trascendidas algo mucho más amplio: cuenta la marca, la peculiar forma de estar en el mundo de las que crecimos en el pueblo, en el barrio, esos predios que nos expulsan y nos retienen. Y es que quizá lo importante aquí sea la voz narrativa que se levanta sobre una más que necesaria conciencia de clase, a mi entender, uno de los mayores logros de este libro. Aquí se habla de mujeres exhaustas; del sentimiento con que las madres de un mundo de hombres dejaron su pátina, con todo el desconocimiento y el amor del mundo, en las hijas que comenzaban a vivir en un mundo de mujeres —madres que alguna vez soñaron que sus hijas fueran cajeras de un Mercadona para no tener que trabajar como ellas limpiando el semen de las camas ajenas. Hijas y madres exhaustas. Aquí también se habla de la angustia que nos acompaña desde el dolor menstrual hasta el dolor existencial; de las relaciones amorosas opresivas; del maltrato; de nuestras cabezas como bombas de racimo de autosabotaje. Porque cuántas veces no habremos sufrido las de abajo la usurpación por parte de los otros de nuestro único bien de cuna, nuestra inteligencia, y habremos sentido absurdamente «ese orgullo con que el obrero se colma de alegría cuando oye al patrón proclamar una idea que le pertenece, en lugar de ponerse alerta porque le ha sido arrebatada sin reconocimiento». Debe sonarnos a muchas.
Esta Beatriz que nos habla nos hace leer la leyenda grabada en la frente de las de abajo; nos hace entender lo oscuro de las relaciones de posesión y dominio de algunos hombres, el dolor y el yugo de las madres y por las madres, la conciencia de ser mujer, el miedo, el complejo, la soberbia, la superación, la liberación y el necesario ajuste de cuentas. ¿Por qué es importante para mí —es decir, para ti— el sentimiento de orfandad que parece sentir la protagonista de la novela al oír por primera vez en un aula universitaria hablar de Foucault y escribir en los apuntes “¡Fucó!”? Es importante porque soy yo —es decir, eres tú— en tantas inseguridades heredadas. Es la marca. La marca de la hija que escucha a Camela para que la quiera su madre y que en el fondo sabe de qué se ríen los otros cuando se ríen de Camela. La marca de quien no se atreve a reivindicarse ante el abuso dañino y necio de los pusilánimes, esos seres absurdos que se creen importantes por tener mitad del cuarto de poder como quien tiene mitad del cuarto de jamón de cebo envuelto en un papel de estraza. La marca del gusto estético marcado por la tienda del pueblo o del barrio y que no es más que el gusto de la periferia adquirido en mercados que nunca tuvieron escaleras automáticas ni simulacros. La marca del rubor en las mejillas ante la pregunta sobre aquel grupo de rock inglés que anunciaba un atribulado «no lo conozco» con luces de emergencia en la garganta. La marca de huérfanas, es decir, de hijas sin padres poderosos, que nos pone en desigualdad en el diabólico engranaje de las carreras universitarias y nos hace vulnerables ante el abuso de poder de algunos de sus miembros (y confieso que el término aquí no es casual). Siempre hay que trabajar más para qué. La marca de la herencia —porque «la cultura de agachar la cabeza se hereda»—, hasta que descubrimos que en el codicilo testamentario nos legaron a partes iguales culpa, humillación y soberbia. Y en esta novela la soberbia se presenta plena y autorreferencial como un puñetazo directo a la memoria, a la vergüenza, al complejo del clasismo, a las promesas no cumplidas, al sometimiento de las relaciones de poder. Y bajo todo ello, como escombros, una ruina que Collado levanta con la palabra dicha.
Magnífico ejercicio este que surge de no temer narrar el daño particular por temor a no ser creída. Porque el daño individual es universal, único en su casuística y general en el fondo que lo soporta. Aquí encontramos la vida íntima y cotidiana de una mujer contemporánea, de una hija criada en la periferia del poder cultural, de una muestra provinciana que se sube a un ascensor social que se para siempre en el primer piso. La sensación siempre oculta y aquí desvelada de que por mucho que se suba siempre se está lejos de los otros. Los otros —las otras— son los que no llevan la marca del hierro sino la de 24kt. Nosotras somos yeguas exhaustas en una sociedad opresora que no nos permite descansar ni un solo día. Hijas de otras yeguas extenuadas que trabajaron como mulas. Hijas como esta escritora con la conciencia de clase lo suficientemente intacta para escribir la vida de las de abajo desde una altura considerable. Y yo no puedo dejar de darle las gracias a Bibiana Collado por poner ojos delante de lo invisible. ¡Brava!
Publicado originariamente en Infolibre. https://www.infolibre.es/cultura/los-diablos-azules/abajo-altura-considerable_1_1624639.html
Yeguas exhaustas (Pepitas de Calabaza, 2023) | Bibiana Collado |152 páginas | 17 euros