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Las vidas particulares

9788416495191CORADINO VEGA | No deja de hacer gracia el empeño constante del arte en epatar —no sólo de cada generación joven, como demuestra el caso del recientemente fallecido Pierre Boulez— cuando quizás no haya nada más espeluznante que el relato escrupuloso de los hechos tal y como sucedieron: el testimonio de primera mano de Primo Levi o la consignación precisa y concreta de la historia a la manera de Timothy Snyder, que ya en Tierras de sangre explicaba los catorce millones de muertos que provocaron las políticas nazis y soviéticas en Europa del Este entre 1933 y 1945 de una forma documentada que cortaba el aliento. Ahora, en Tierra negra, que en parte es una continuación o una ampliación o un comentario desarrollado de aspectos presentes en aquel libro fundamental, Snyder se centra en el análisis de la ideología y las medidas que permitieron el exterminio masivo de los judíos. Ambos títulos obligan a dejar de leer a cada momento y preguntarse cómo fueron posibles atrocidades semejantes: por qué los desconocidos matan a los desconocidos; por qué los vecinos matan a sus vecinos. La cosmovisión de Hitler era mucho más sofisticada de lo que pudiera parecer a simple vista. En una variante del darwinismo biológico que combinaba naturaleza y ciencia para suplantar la política, se basaba en que las razas humanas eran como las especies y, si la ecología significaba escasez y la existencia lucha por la tierra, los débiles tenían que ser dominados por los fuertes. Era el judío el que había contado a los humanos que estaban por encima del resto de animales y que tenían capacidad de decidir su futuro por sí mismos, quien había pretendido que la razón o la ética o la piedad (“una plaga espiritual, peor que la peste negra”) estuvieran por encima del impulso de la sangre, quien en definitiva había corrompido la naturaleza al concebir el mundo como un orden en el que los humanos reconociesen a otros humanos como tales.

Curtida en la escasez tras el Tratado de Versalles, esta teoría zoológica de la supervivencia requería tierras fértiles que se convirtieran en el granero de Alemania: un ‘Lebensraum’ que, por un lado, significa espacio vital pero, por otro, alude también al confort de quienes no pasan privaciones. De esta forma, si el enemigo fundamental de Hitler fue la Unión Soviética —que entorpecía su conquista del territorio cultivable ucraniano— su modelo en cierto modo fue la expansión norteamericana hacia el Oeste; y si el bloqueo naval británico aseguraba la hegemonía colonial inglesa, el imperio alemán tendría que surgir entonces en el corazón de Europa. África se había perdido como lugar físico, pero como forma de pensar se podía universalizar presentando como raza inferior a los eslavos. Las que Timothy Snyder denominó “tierras de sangre” (es decir, Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, Bielorrusia y, sobre todo, Ucrania) se convirtieron así no sólo en el objetivo alemán en su búsqueda del “cuerno de la abundancia”, sino en el enclave propicio para dar comienzo al Holocausto. Su triple ocupación —primero nazi-soviética con el pacto Mólotov-Ribbentrop, después alemana y, por último, soviética— hizo saltar por los aires las instituciones legales que protegían a sus ciudadanos, allanando el terreno para la deportación, la hambruna y el asesinato masivo de quien conviniera en cada momento.

Snyder se detiene a contar también cómo fue la anexión de Austria, la invasión de Checoslovaquia, la destrucción de Varsovia: cómo allá donde llegaban los alemanes, las matanzas las cometían muchas veces los ocupados para borrar sus orígenes, para limpiar su pasado y contentar a los nuevos ocupantes. El Holocausto se inició mucho antes de que empezaran a funcionar las cámaras de gas. Cuando Auschwitz pasó a operar como un campo de exterminio, millones de judíos yacían ya en las fosas de Europa del Este con un tiro en la cabeza o asfixiados por el monóxido de carbono de los camiones de la Wehrmacht. Pero antes Snyder relata cómo Hitler suavizó su discurso después del golpe fallido de 1923 en Múnich para subir al poder, cómo en las campañas electorales de 1932 y 33 se dirigió a las clases medias y presentó el nacionalsocialismo como una fórmula para alcanzar la estabilidad y el sentido común, en contraposición a la locura del capitalismo y el comunismo. Hitler nunca creyó en las instituciones que ocuparía por medios democráticos: en un principio, disfrazó sus objetivos para alcanzarlas y, más tarde, las dinamitó al tiempo que manipulaba a la opinión pública para que recibiera la guerra que preparaba como una liberación inevitable. 

Pero Polonia era un Estado, no una raza. Polonia trató por todos los medios que sus judíos emigraran a Palestina, luchando diplomáticamente contra el veto británico y alentando el activismo sionista. Polonia quiso guardar las distancias tanto con Berlín como con Moscú y acabó fagocitada por las dos tras el Tratado germano-soviético de Amistad, Cooperación y Demarcación de septiembre de 1939. La habilidad de Snyder está en desenmarañar un tiempo y un espacio complejamente entrecruzados. De golpe y porrazo, los judíos dejaron de ser ciudadanos de ningún sitio. El racismo y el materialismo fueron de la mano desde el primer momento. Las minorías que dependen de la protección del Estado son las primeras víctimas cuando se hunde el imperio de la ley. Si los agentes del NKVD no se hubieran dado tanta prisa en destruir los Estados a los que llegaron tras el “pacto de no agresión”, las SS no hubiesen tenido luego tan fácil tratar a sus habitantes colonialmente, como seres indefinidos. El derrumbamiento de los Estados de las “tierras de sangre” hizo que la efectividad de la Solución Final fuera allí, donde fusilar a bebés se consideraba impedir un mal mayor, noventa veces más alta que en la propia Alemania. Normalmente, los judíos que conservaron la ciudadanía anterior a la guerra sobrevivieron; y aquellos que no, murieron. Mientras Auschwitz se recuerda, la mayor parte del Holocausto ha caído en el olvido. Incluso después de la muerte de Stalin, la propaganda soviética no logró nunca explicar no ya cómo tantos súbditos de su régimen fueron capaces de colaborar en la matanza de tantas personas de su propio sistema, sino cómo se avinieron a participar en el asesinato de millones de seres humanos en el nombre de uno completamente ajeno al suyo. En la posguerra la amnesia deliberada de la doctrina Zhdánov saboteó la responsabilidad de Moscú por haber invitado a Himmler a Europa del Este: las víctimas del exterminio nazi fueron clasificadas por nacionalidad omitiendo su condición judía, el Ejército Rojo monopolizó la liberación del fascismo, los partisanos polacos que habían sido torturados por los alemanes eran parte integrante de ese fascismo, los polacos que habían delatado y matado a los judíos durante la guerra ingresaron en el Partido Comunista y fueron recompensados con las propiedades de los desaparecidos.

Snyder en cambio se propone recordar. Recordar para el futuro en un presente en el que resulta fácil confundir conmemoración con comprensión, en el que compartimos el mundo tanto con los criminales olvidados como con las víctimas homenajeadas superficialmente. La historia del Holocausto no se ha acabado. Su precedente es eterno y la lección aún no se ha aprendido. En lugar de experimentar lo que queda de la época de Hitler en nuestras mentes y en nuestras vidas, solemos ponernos en la piel de las víctimas, o incluso en la de quienes tuvieron el valor de ayudarlas en su momento, en lugar de comprender a fondo la capacidad humana para la masacre. Como si fuera de lo general a lo concreto, de las abstracciones de las teorías a los nombres y apellidos de las personas individuales, conforme avanza Tierra negra Snyder transita de la geopolítica a los testimonios de vida, a esos “salvadores grises” como llama a diplomáticos como el sueco Raoul Wallenberg o el español Eduardo Propper de Callejón, a jefes nazis capaces de salvar a los hijos de un amigo judío y después gasear a cientos de niños en el Este, al cónsul chino en Viena o a Jan Karski; pero, sobre todo, a los héroes anónimos que pusieron sus vidas en peligro para ayudar a quienes no tenían por qué prestar ayuda, a “los pocos justos” que trabajaron contracorriente en una época de inundaciones, desapareciendo después en el olvido colectivo: a las niñeras, monjas, campesinos, parejas de ancianos y demás personas buenas que, más allá de una o ninguna motivación personal, sobrepasaron el sentido común sin respaldo ni garantía. Estos fragmentos de experiencias reales dotan a Tierra negra de una fuerza que, por redundar quizás en lo ya contado en Tierras de sangre, no siempre tienen los capítulos generales (por más que el pulso narrativo y la solidez intelectual de Snyder sea por lo común admirable, y los datos no asfixien nunca una lectura que es a la vez densa y fluida); al tiempo que ponen en relieve, cuando recogen las respuestas de las personas a la pregunta de por qué lo hicieron, aquello que escribió Vasili Grossman de que “la bondad, la dichosa bondad, es el rasgo más intrínsecamente humano de un ser humano”.              

Esos fragmentos de vida resultan por eso quizás más valiosos que las reflexiones con las que cierra Snyder su libro vinculando el Holocausto con el presente. Aun siendo consciente de que la combinación exacta de ideología y circunstancias del año 1941 no volverá a producirse, moviéndose en el filo que separa la observación de la predicción, advierte de que tal vez sí podría ocurrir algo parecido. La hipótesis de Snyder es la siguiente: por mucho que nos guste imaginarnos que tenemos el instinto moral y la bondad ejemplar de las personas que salvaron a judíos en su día, si se destruyese nuestro Estado y se incentivase el asesinato, hay pocos motivos para pensar que seríamos éticamente superiores a los europeos de los años treinta y cuarenta. Describir a Hitler como un antisemita o un racista antieslavo es subestimar el potencial de sus ideas. Su proyecto de mundo perfecto tras un derramamiento de sangre global contaba con un pánico ecológico que puede que esté resurgiendo hoy día. Cualquier sociedad rica puede volver a declararle la guerra a las que son más pobres en aras de su ‘Labensraum’, toda vez que los beneficios de la revolución verde que Hitler no llegó a ver se vayan agotando. Que muchas películas, videojuegos y novelas actuales flirteen con las distopías postapocalípticas no es baladí. El potencial para una acción radical es real. Los efectos del cambio climático, las cuotas de emisiones contaminantes o la escasez de agua están en el origen de la hambruna de Somalia o el genocidio de Ruanda. Culpar a un grupo específico de seres humanos de un problema global haciendo que parezca irresoluble, encontrar un chivo expiatorio, no es tan difícil si uno se fija en Vladimir Putin, el Estado Islámico o Donald Trump. China necesitará alimentos para mantener su nivel creciente de vida y agua potable. En Sudán la sequía empujó a los árabes hacia el sur. La invasión ilegal de Irak en 2003 propició el caos del que surgió ISIS. Cuando los seguidores de Hayek culpan al Estado del bienestar del advenimiento del nacionalsocialismo y piden así una mayor desregulación, pretenden ignorar que éste nació precisamente ante la impotencia de los Estados democráticos ante la crisis económica de 1929. Muchas veces ese interés coincide además con la negación del cambio climático. Pero si algo nos enseña el Holocausto es que cada persona, cada vida particular, es un fin en sí mismo; que un hombre sólo puede serlo en condiciones humanas; que, cuando los Estados están ausentes, es imposible mantener los derechos civiles. Los Estados no son estructuras que deban darse por descontadas, sino el fruto de un esfuerzo sereno y continuado. Tener conciencia de la historia permite el reconocimiento de las trampas ideológicas y genera escepticismo sobre las exigencias de acción inmediata. Confiar en la durabilidad constituye un antídoto contra el pánico y un bálsamo para la demagogia. Comprender el Holocausto es saber que salvar el mundo no restituye la pérdida ni de una sola vida. Haciendo todo esto, Timothy Snyder se ha convertido, junto a Ian Kershaw o Anne Applebaum, en uno de los grandes historiadores del siglo XX vivos. 

Tierra negra. El Holocausto como historia y advertencia (Galaxia Gutenberg, 2015), de Timothy Snyder | 528 páginas | 24,90 € | Traducción de Paula Aguiriano, Inés Clavero, Irene Oliva y David Paradela

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